Y en
estas andaba yo, desganado, hastiado de tanto éxito y reconocimiento, que
decidí planear un viaje extraordinario.
El
reto definitivo.
Con
la ayuda de unos cuantos amigos, y contando con la ingente cantidad de dinero
ganado gracias a este blog, realicé un viaje de más de dos años al planeta
Marte.
Lo
cierto es que ha resultado toda una odisea. Últimamente me habrán notado algo
disperso. Lo llaman jet lag.
No
ha resultado barata la travesía; unos 500.000 millones de dólares. Y eso que
pudimos ahorrar una fortuna gracias al ascensor espacial.
Pronto
descubrimos que viajar a Marte ligeros de equipaje resultaba algo inviable; hacía
falta poner en órbita no menos de 2.000 toneladas de material para construir
una nave bien abastecida, capaz de transportar seis personas al planeta rojo.
Los Norteamericanos han optado por construir una estructura en la Luna que les
sirva de base de operaciones. Pero este proyecto, inteligente y cabal, nos
retrasaba el viaje. Y pacientes no somos.
Por fortuna, una novela de Arthur C.
Clarke nos ofreció una idea alternativa: enviamos en un cohete un cable de 500 kilómetros
de largo que sujetamos a un satélite que hacía de astillero y que seguía el giro
de la Tierra en una órbita geosíncrona. El cable partía de una planicie situada
a 58 kilómetros de Quito (el cable del ascensor debía estar anclado en el
ecuador del planeta). Tardamos tres meses en completar toda la instalación,
compuesta por miles de nanotubos de carbono y grafeno. Una cabina impulsada por
campos electromagnéticos subía al espacio todo tipo de materiales y, a los
pocos meses, paquetes marrones de Amazon de todos los tamaños llegaban a la
Estación Espacial Internacional.
Solo
entonces el mundo comenzó a tomarnos en serio. El proyecto “Marte hispana” era
una realidad tangible.
Contábamos
con la proverbial y habitual ayuda de los gobiernos de España, México,
Colombia, Argentina, Perú, Venezuela, Ecuador, Chile… y el resto de países
iberoamericanos, acostumbrados todos a invertir generosamente en investigación
y desarrollo científico avanzado. No es de extrañar que en apenas 16 meses
tuviésemos ensamblada la nave que nos llevaría sanos y salvos a Marte: la Rocinante.
Pero
no íbamos ni a tontas ni a locas. Lo teníamos todo pensado. Convencimos a la
agencia japonesa JAXA para que aceleraran su proyecto MMX; teníamos interés en
saber lo más posible sobre Fobos, uno de los satélites de Marte. Podía ser una
excelente base de lanzamiento y aprovisionamiento de combustible para los
viajes entre la Tierra y Marte.
Pero
nuestra prioridad era otra; la de acortar el viaje.
Lo
confieso: nos daba miedo aventurarnos al espacio, porque las posibilidades de
que algo pudiese salir mal eran muchas.
Con
un cohete convencional, y aprovechando un momento de máxima aproximación entre
los dos planetas, el viaje dura un año y medio. Demasiado. Demasiado porque no
es fácil transportar el consumible necesario para tanto tiempo, ni es fácil
generar el oxígeno necesario ni transportar tanta agua. Además, con un año y
medio de convivencia en un espacio tan pequeño, lo más probable es que
acabásemos asilvestrados, despedazándonos los unos a los otros. Y, por encima
de todo, estaba el problema de las tormentas.
Una
tormenta solar es una erupción solar, una llamarada de partículas muy masivas,
protones con mucha masa y enormemente energéticos que no somos capaces de
desviar. Si en el curso del viaje nos alcanza una tormenta solar, estamos
muertos. Así de fácil. Por tanto, cuanto menos tiempo estemos expuestos al
vacío del espacio, mejor.
Por
fortuna contábamos con un prototipo de motor de iones de plasma; en un mes y
medio escaso llegamos a Marte. Como anécdota, para mantener alta la moral y no
caer en la desidia se organizaron campeonatos de mus. De hecho, el viaje se nos
hizo corto.
Por
no liarnos mucho en cuestiones tecnológicas, durante el viaje decidimos extraer
el oxígeno rompiendo las moléculas de agua por electrolisis. Además, llevábamos
bidones en los que las algas nos aportaban oxígeno y alimento. En los almacenes
guardábamos raciones de comida de emergencia para seis meses. Con nuestras
heces acumulamos un sustrato fértil, rico en nitrógeno, que nos resultaría útil
en Marte. Llevábamos patatas, trigo y otros cereales resistentes. A nuestra
llegada, contábamos con las reservas subterráneas de agua de Marte para
provisionarnos del elemento básico para la vida.
Al
final el reto no resulto alcanzar la velocidad suficiente, sino el frenar a
tiempo. El motor de iones hizo de la Rocinante un inmenso buque lanzado
a toda velocidad contra el planeta, al que costó desacelerar. Éramos una bomba
de energía cinética, con una inercia enorme.
Por
fin, nos pusimos en una órbita estable sobre Marte y enviamos una sonda a Fobos
encargada de excavar el hidrógeno y oxígeno aprisionado entre sus rocas
porosas. Ambos elementos formarían parte del combustible que nos llevaría de
vuelta a la Tierra, cuando la posición relativa de ambos planetas fuese de
nuevo propicia para el viaje de regreso.
Un
año más tarde.
El
problema de Marte es que viaja alrededor del Sol siguiendo una órbita bastante
excéntrica; la distancia de Marte a la Tierra oscila entre los 60 y los 400
millones de kilómetros. Esperar al momento adecuado es inevitable cuando se
viaja tan lejos.
Habíamos
tenido suerte. No se nos habían roto demasiadas cosas (una preocupación no
menor cuando uno tiene el taller más cercano a millones de kilómetros), los
cultivos de algas y cereales habían aguantado y no habíamos tenido que pasar
por una tormenta solar. Nos quedaba agua y alimento para aguantar unos meses y
los módulos de apoyo enviados unos meses antes nos aguardaban en la superficie
de Marte.
¿No
lo dije? El viaje a Marte exige que se envíen en varias misiones preliminares
módulos con combustible, agua, hábitats adecuados y maquinaria que nos
permitiera trabajar en la superficie. Todo estaba esperando nuestra llegada. El
ambiente a borde de la Rocinante era inmejorable.
Al
fin y al cabo, nos esperaba un planeta similar al nuestro. Como es de sobras
conocido, los días en Marte duran 24 horas y 39
minutos y, aunque Marte es tres veces más pequeño que la Tierra, en
realidad la superficie habitable resulta equivalente (Dos tercios de la Tierra
son océanos inhabitables). Además, Marte viaja inclinado sobre su eje 25,19º,
frente a los 23,44º de la Tierra. Por lo tanto, en Marte también hay estaciones
(aunque duran casi seis meses). Su órbita excéntrica implica que las
variaciones de temperatura en superficie oscilen entre los 24°C. y los -140°C.
En general, Marte es frío de narices. Para evitar las oscilaciones de
temperaturas estacionales lo aconsejable es establecer la colonia en el
ecuador.
Pero
¿dónde? Elegimos el lugar pensando en uno de los mayores retos que plantea la
vida en Marte: la radiación solar.
Marte
está más lejos del Sol que la tierra, y recibe menos radiación. Pero el corazón
de Marte no alberga una inmensa dinamo que genera un escudo protector en forma
de campo magnético. Tampoco una atmósfera muy tenue y falta de ozono sirve de
protección. Por lo tanto no es de extrañar que el Mars Radiation Environment
Experiment de la Odyssey midiese niveles de radiación en órbita que casi
triplicaban los medidos en la Estación Espacial Internacional. Vivir en Marte a
cielo abierto implica un riesgo para la salud ¿La solución? Vivir bajo tierra.
¿Cómo
podemos vivir bajo tierra en el ecuador de Marte? Hay un lugar que resulta
perfecto: algo así como “El Gran Cañón del Colorado” de Marte. Una hendidura
inmensa, la mayor conocida en todo el sistema solar, que deja el Cañón del
Colorado a la altura de un ridículo barranco. El Valle Marineris mide 4.000
kilómetros de largo, 11 kilómetros de profundidad y unos 200 kilómetros de
ancho.
El
cañón está orientado este – oeste, lo que hace posible que llegue luz solar a
lo más profundo. La presión atmosférica – un asunto del que hablaremos pronto –
es un 25% mayor en su fondo. Nuestro asentamiento debería acercarse a una de sus
inmensas paredes y buscar hendiduras; 11 kilómetros de roca nos protegerían de
toda radiación solar y, en caso de tener que excavar, es más fácil hacerlo en
horizontal que verticalmente.
En
una cueva herméticamente cerrada tendríamos nuestro hogar. Con drones haríamos
un exhaustivo estudio del entorno para estudiar posibles avalanchas; y en zonas
de sombra es probable que pudiésemos encontrar hielo de agua. Instalaríamos
antenas repetidoras en lo alto del barranco, para favorecer la comunicación con
la Tierra y el módulo de Fobos. De todos modos, sus 300 kilómetros de anchura
hacen del Valle Marineris un lugar poco claustrofóbico.
La Rocinante
inició el descenso hacia el Valle Marineris. Todos estábamos nerviosos; el 50%
de las naves que hemos enviado a Marte se han estrellado durante el descenso.
No ayuda el que la atmósfera sea 100 veces menos densa que en la Tierra. Los
paracaídas no son una solución definitiva.
Pero
estamos de enhorabuena; todo ha salido bien. La Rocinante está bien
asentada en posición vertical al fondo del Valle Marineris, cerca de los
módulos enviados meses antes. Teníamos pensados algunas frases fantásticas para
cuando descendiéramos a la superficie, pero expresiones del tipo “joder que
frío hace” o “esto es feo del carajo” a micrófono abierto echaron a perder lo
épico del momento. Además, nada más pisar suelo vino la ceremonia de plantar la
bandera. A la bandera de la (inexistente) Comunidad Iberoamericana de Naciones
(diseñada para este viaje) le siguió un monolito que portaba una placa con la
frase:
"Los Jefes de
Estado y de Gobierno de la Comunidad Iberoamericana de Naciones reunidos en su
XV Cumbre en Salamanca ratificamos la totalidad del acervo iberoamericano
integrado por los valores, principios y acuerdos que hemos aprobado en las
anteriores Cumbres.
Estos mismos países
ponen su bandera en Marte en nombre de toda la humanidad. Venimos en son de
paz”
Hasta
aquí, todo bien. Pero enseguida apareció, como de la nada, una bandera de
Cataluña, otra de México y una bufanda
del Boca Juniors.
Tampoco
teníamos mucho tiempo para celebraciones. Lo primero era sujetar fuertemente La
Rocinante con fuertes cables para vientos de acero de 50 mm de diámetro.
Nos preocupaban las tormentas de arena marcianas. Comprobamos que las
comunicaciones con la Tierra funcionaban correctamente, con un retardo de
apenas seis minutos, y presurizamos el módulo de supervivencia a 1 bar de
presión. Los controles de temperatura, el filtro de CO2 y el generador de
oxígeno… todo correcto. Pasamos la primera noche en suelo marciano, ilusionados.
Una partida de mus, y a dormir.
Al
día siguiente empezaron los problemas.
Todo
empezó con un malestar temprano en tres de nosotros; como un mareo. Eran los
efectos de la gravedad marciana. Nuestro cuerpo no se habituaba a una gravedad
de apenas un tercio de la terrestre; especialmente nuestros oídos. Todo el “sistema
de posicionamiento” de nuestro organismo se centraliza en el oído, en el estado
de equilibrio de unos líquidos y, cosa curiosa, de unas pequeñas piedras hechas
de cristales de carbonato de calcio. Los otolitos.
Con
una gravedad tan pequeña, y sin la posibilidad de resetear nuestro sistema del
equilibrio, surge un problema de calibración. Un organismo ajustado para
funcionar con 1g de gravedad se ve sometido a una fuerza de apenas 0,35g. Hay
resistencia, pero menos de la acostumbrada, y nuestro cerebro malinterpreta los
mensajes enviados por los oídos. Con el tiempo, también el sistema
circulatorio, autoinmune, muscular… todo se ve afectado. Podemos generar una
presión atmosférica artificial, pero no podemos simular una gravedad parecida a
la de la Tierra. Es un problema sin solución.
Pero
los mareos dejaron de tener importancia cuando nos enfrentamos al problema del
agua. De la ausencia de agua.
Todo
el hielo que vemos en imágenes por satélite de los polos marcianos no es hielo
de agua, sino de dióxido de carbono. Ya lo sabíamos. Pero las naves enviadas
por la Tierra y los análisis realizados desde las sondas orbitales por líneas
espectrales indicaban la existencia de agua en estado sólido o gaseoso. Lo que
no hay es agua líquida en Marte; la presión no lo hace posible.
El
Phoenix ya había descubierto agua en julio del 2008. El agua, común hace 3.000
millones de años, fue absorbida por las rocas volcánicas (basaltos) muy
permeables. Estas rocas, ricas en hierro, se oxidaron en contacto con el oxígeno
del agua. Por ello Marte es el planeta rojo. Si queríamos encontrar agua, había
que excavar.
Al
día siguiente de nuestra llegada nuestra prioridad fue doble: un equipo comenzó
a construir un hábitat definitivo en una cueva al pie del barranco; otro buscó
agua.
Comenzamos
calentando muestras extraídas a un metro de profundidad. Y había agua. Pero no
el agua que tenemos en la Tierra y que hace posible la vida: en el agua de
Marte se detecta la presencia de átomos de deuterio. Un desastre.
El
deuterio es un isótopo del hidrógeno; el átomo de hidrógeno tiene un protón. El
de deuterio tiene un protón y un neutrón. El agua formada con dos átomos de deuterio
recibe el nombre de óxido de deuterio; aunque les sonará su otro nombre: agua
pesada.
Como curiosidad, el agua de los cometas es agua pesada. Por eso sabemos que el agua de la Tierra no procede del choque de cometas, como se creía.
Como curiosidad, el agua de los cometas es agua pesada. Por eso sabemos que el agua de la Tierra no procede del choque de cometas, como se creía.
Y, por desgracia, el agua
pesada resulta venenosa para plantas y animales.
Debíamos
haber hecho caso a las advertencias del laboratorio químico de la sonda Curiosity.
Detectó una proporción inusualmente alta de deuterio. Y también de percloratos
(sales compuestas por cloro y oxígeno), un compuesto químico extremadamente
tóxico. Por si fuera poco, en nuestras primeras muestras detectamos peróxido de
hidrógeno. Una combinación letal para la vida.
No
podíamos mezclar la tierra de Marte con nuestro abono. Aunque la atmósfera de Marte
tiene 52 veces más CO2 que la terrestre (y por tanto las plantas se podrían dar
un auténtico festín), la tierra es venenosa. Además. La baja gravedad
interfería en la fotosíntesis; en concreto con el intercambio de gases.
Ese
mismo día, tan aciago, nos hubiésemos vuelto a la Tierra, pero la gravedad de
Marte nos obligaba a esperar; la velocidad de escape es de 5km/s. Necesitamos
recoger suficiente combustible para poder despegar con la Rocinante..
Estábamos
atrapados en un planeta con un suelo venenoso, sin agua potable, un clima polar
y con suministros para aguantar seis meses. Algo debíamos hacer.
Y lo
hicimos.
Pero
esa es otra historia.
Antonio Carrillo
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