miércoles, 17 de enero de 2018

A imagen de Dios



Buenos días. Permítanme que me presente.

Soy un trilobites.

Pertenezco al filo de los artrópodos, el más amplio y diverso del reino animal. Y yo fui el primero.

Mi subfilo nació hace mucho, mucho tiempo, a comienzos del Cámbrico, una era remota en la que apenas había medusas o esponjas. Nosotros fuimos los primeros animales que desarrollaron patas con las que caminar. Los primeros en tener antenas. En presentar dimorfismo sexual; los machos somos distintos que las hembras.

Pero lo más importante es que fuimos los primeros animales en desarrollar ojos complejos. La naturaleza, el universo mismo, se hizo consciente ante la luz con los trilobites.

Esto ha dado mucho de qué hablar entre nosotros, los trilobites. Al fin y al cabo, somos todos muy distintos, con más de 4.000 especies. Pero hay un consenso que se ha mantenido a lo largo de los milenios: somos criaturas privilegiadas.

Los hijos de la luz nos llamamos.

Pensamos que Dios es un trilobites. Que estamos hechos a su imagen y semejanza. Creemos en un Dios inmenso que porta sobre su cuerpo todos los mares y océanos en los que vivimos. Que vela por nosotros.

¿Cómo si no se explica nuestro éxito? Fuimos los primeros y sobrevivimos a dos grandes extinciones. Llevamos 300 millones de años caminando bajo los mares de este planeta, en aguas profundas y someras, frías y calientes, ácidas y alcalinas.

El tiempo pasa. Al Cámbrico se siguió el Ordovícico, luego el Silúrico, el Devónico y el Carbonífero. Ahora estamos en el Pérmico, con los insectos, las plantas con semillas y los reptiles. Hemos visto llegar y extinguirse a cientos de miles de especies. Nosotros permanecemos.

Somos únicos. Eternos.




El relato se detiene. Hay un silencio como nunca ha habido en la Tierra. Prácticamente, la vida se ha extinguido. Nuestro planeta, de repente, es un páramo.

El 95% de las especies han desaparecido. Es la mayor catástrofe en la historia de la Tierra.

¿Qué ha sucedido? En el este del supercontinente de Gondwana cae una roca inmensa, de 40 kilómetros de diámetro. El choque brutal provoca un cráter de 500 kilómetros. La Tierra se abre, tiembla, la corteza se resquebraja. Una parte del continente se desgaja e inicia una marcha hacia el noreste. Con el tiempo lo llamaremos Australia.

Es algo parecido al meteorito que acabó con los dinosaurios, solo que tres veces más grande. Mucho más destructivo.

Desde el lugar del impacto surgen enormes ondas sísmicas que agitan toda la superficie del planeta y que finalmente convergen en las antípodas. En el peor lugar posible: los Traps Siberianos. La mayor zona volcánica del planeta.

Dos millones de kilómetros cuadrados entran en erupción. Como si toda Europa Occidental se abriera dejando fluir lava y gases. Las cifras son desorbitantes: unos 4 millones de km³ de lava salen a la superficie. La emanación de CO2 provoca un aumento de las temperaturas de 5°C.

En los océanos el aumento de temperatura provoca que se descongelen los depósitos de hidrato de metano que hay en el fondo marino. Y pocos gases hay más nocivos que el metano. La temperatura en el planeta aumenta otros 5°C y en los mares se cambian las corrientes oceánicas, cae el nivel de oxígeno atmosférico y se destruyen la mayoría de los ecosistemas. Zonas antaño frondosas se convierten en desiertos sin vida.


Y transcurridos muchos miles de años, sanadas las heridas, unos reptiles, capaces de poner huevos amnióticos, se convirtien en los nuevos amos. Y creen que Dios tiene la forma de un dinosaurio.

Y otros seres, simios desnudos y bípedos, millones de años más tarde, también se creen invencibles, tocados por la gracia divina. Únicos. Inmortales. Con un Dios a su medida.

Y la Tierra gira, ajena a todo este desatino. Ella sí, inmutable.

Antonio Carrillo

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