Buenos
días. Permítanme que me presente.
Soy
un trilobites.
Pertenezco
al filo de los artrópodos, el más amplio y diverso del reino animal. Y yo fui
el primero.
Mi
subfilo nació hace mucho, mucho tiempo, a comienzos del Cámbrico, una era
remota en la que apenas había medusas o esponjas. Nosotros fuimos los primeros
animales que desarrollaron patas con las que caminar. Los primeros en tener
antenas. En presentar dimorfismo sexual; los machos somos distintos que las
hembras.
Pero
lo más importante es que fuimos los primeros animales en desarrollar ojos
complejos. La naturaleza, el universo mismo, se hizo consciente ante la luz con
los trilobites.
Esto
ha dado mucho de qué hablar entre nosotros, los trilobites. Al fin y al cabo,
somos todos muy distintos, con más de 4.000 especies. Pero hay un consenso que
se ha mantenido a lo largo de los milenios: somos criaturas privilegiadas.
Los
hijos de la luz nos llamamos.
Pensamos
que Dios es un trilobites. Que estamos hechos a su imagen y semejanza. Creemos
en un Dios inmenso que porta sobre su cuerpo todos los mares y océanos en los
que vivimos. Que vela por nosotros.
¿Cómo
si no se explica nuestro éxito? Fuimos los primeros y sobrevivimos a dos
grandes extinciones. Llevamos 300 millones de años caminando bajo los mares de
este planeta, en aguas profundas y someras, frías y calientes, ácidas y
alcalinas.
El
tiempo pasa. Al Cámbrico se siguió el Ordovícico, luego el Silúrico, el
Devónico y el Carbonífero. Ahora estamos en el Pérmico, con los insectos, las
plantas con semillas y los reptiles. Hemos visto llegar y extinguirse a cientos
de miles de especies. Nosotros permanecemos.
Somos
únicos. Eternos.
El
relato se detiene. Hay un silencio como nunca ha habido en la Tierra.
Prácticamente, la vida se ha extinguido. Nuestro planeta, de repente, es un
páramo.
El
95% de las especies han desaparecido. Es la mayor catástrofe en la historia de
la Tierra.
¿Qué
ha sucedido? En el este del supercontinente de Gondwana cae una roca inmensa,
de 40 kilómetros de diámetro. El choque brutal provoca un cráter de 500
kilómetros. La Tierra se abre, tiembla, la corteza se resquebraja. Una parte
del continente se desgaja e inicia una marcha hacia el noreste. Con el tiempo
lo llamaremos Australia.
Es
algo parecido al meteorito que acabó con los dinosaurios, solo que tres veces
más grande. Mucho más destructivo.
Desde
el lugar del impacto surgen enormes ondas sísmicas que agitan toda la
superficie del planeta y que finalmente convergen en las antípodas. En el peor
lugar posible: los Traps Siberianos. La mayor zona volcánica del planeta.
Dos
millones de kilómetros cuadrados entran en erupción. Como si toda Europa
Occidental se abriera dejando fluir lava y gases. Las cifras son desorbitantes:
unos 4 millones de km³ de lava salen a la superficie. La emanación de CO2
provoca un aumento de las temperaturas de 5°C.
En
los océanos el aumento de temperatura provoca que se descongelen los depósitos
de hidrato de metano que hay en el fondo marino. Y pocos gases hay más nocivos
que el metano. La temperatura en el planeta aumenta otros 5°C y en los mares se
cambian las corrientes oceánicas, cae el nivel de oxígeno atmosférico y se
destruyen la mayoría de los ecosistemas. Zonas antaño frondosas se convierten
en desiertos sin vida.
Y
transcurridos muchos miles de años, sanadas las heridas, unos reptiles, capaces
de poner huevos amnióticos, se convirtien en los nuevos amos. Y creen que Dios tiene
la forma de un dinosaurio.
Y
otros seres, simios desnudos y bípedos, millones de años más tarde, también se
creen invencibles, tocados por la gracia divina. Únicos. Inmortales. Con un
Dios a su medida.
Y la
Tierra gira, ajena a todo este desatino. Ella sí, inmutable.
Antonio
Carrillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario