Los recortes en educación pública son una realidad
incuestionable; el propio gobierno español prevé una reducción de 10.000
millones de euros en cinco años. En consecuencia, aumentarán (están aumentando)
el precio de las matrículas universitarias, perderemos una parte significativa
del cuerpo docente ya formado y se concederán menos becas y ayudas. La
Conferencia de Rectores de las Universidades anunció un recorte del 80% en los
gastos no financieros en I+ D+i.
Hasta aquí la frialdad de los números. Expresado en román paladino, no hay dinero en la caja pública, huérfana de ingresos. Todos
lo sabemos; las radios nos despiertan a mañanas de penurias insistentes, de
ajustarse el cinturón. Llevamos tantos años con la misma cantinela, que nos
hemos habituado al desánimo.
Es fácil gestionar la opulencia. Lo difícil es priorizar el
gasto cuando las vacas, de tan famélicas, más semejan espectros rumiantes. Bajo
el azote de la tempestad confiamos en la sensatez de nuestros gobernantes, que
imaginamos firmes al timón, la mirada atenta no sólo al embate de la próxima
ola, sino también, o al menos eso esperamos, previendo un futuro de prosperidad
indefectible.
Porque, recordémonos, tras la tempestad siempre llega la
calma.
En el idioma que habla la mar, "derrota" no es
fracaso, sino rumbo. Y guía. Merecemos que nos clarifiquen qué país podemos y
vamos a tener, cuáles son las prioridades del gobierno en relación al gasto y
la verdad de las cifras, sin demagogia ni intereses espurios por ninguna de las
partes. Merecemos, en definitiva, que se nos hable y trate como adultos.
En este debate sobre derechos elementales, la pregunta sería:
¿qué es la educación? Un transcurso, diríamos, durante el cual descubrimos lo
que realmente llevamos dentro. En este sentido, la etimología de
"educar" es clara (del latín "ex ducere": sacar fuera). Es una función consustancial al ser
humano, por la que se transmite y conserva una coherencia cultural propia y
diferenciada, así como los avances logrados en el conocimiento de las cosas y
los actos. Los adultos disciplinan a los jóvenes en unos ideales que cimientan
la identidad de grupo, algo que llevan dentro sin saberlo. Se educa con el fin
de encontrar la senda trazada por generaciones de iguales que nos antecedieron,
y sumar un tramo más.
En definitiva, se nos educa para que no nos perdamos. Para
que nos encontremos a nosotros mismos en los demás. Nuestra naturaleza social
nos obliga a hacernos desde la escucha.
Esta vertiente, la más básica, justifica que todos intervengamos
en este debate, porque todos, finalmente, somos tribu. A todos nos incumbe esta
tarea. Los valores que inculquemos a nuestros menores gobernarán nuestro futuro
de ancianos, necesitados de apoyo. Si por desidia desatendemos a nuestros
jóvenes, estamos apostando por la soledad. Si no sembramos hoy, ¿qué frutos
esperamos recoger mañana?
La Grecia clásica respondió a este reto, sin dudas
fundamental, con plena conciencia de su importancia. Desde épocas muy antiguas
se interesó por la Paidea, el
proceso por el que un joven alcanzaba la categoría de ciudadano. Desde una
perspectiva aristocrática, propia de la Grecia homérica, el joven buscaba el
equilibrio de la virtud, la preciosa cualidad de lo que denominaban la "areté", el honor. La Grecia
posterior de las democracias áticas hizo posible que cualquier ciudadano
(siempre que fuese varón y libre) pudiese optar al ideal de la excelencia. Es
de nuevo la polis (la tribu) la que se involucra en este proyecto de futuro:
los jóvenes reciben de sus enseñantes nociones de gimnasia, gramática,
retórica, ciencias y filosofía. Los mayores (la sociedad) invierten recursos y
tiempo en educar a sus adultos del mañana. Todo tiene un sentido, una finalidad
pragmática que favorece a la ciudadanía en su conjunto, porque un ánimo similar
perdura con el paso de las generaciones, una misma idea de ciudadano y de
polis. Se vislumbra acaso la esencia del debate: la educación es la medida de
lo que somos y seremos como individuos, como pueblo, como sociedad. No es, por
consiguiente, una inversión de futuro, sino de presente. Es un imperativo que
trasciende modas, opiniones o elucubraciones. Es asunto que concierne a lo
público, y de lo que no se puede privar a nadie.
Dicho queda.
Para Aristóteles, los humanos nos educamos para así forjar
una identidad propia. La educación es, en definitiva, la herramienta por la que
llegamos a "des-velarnos". El consenso público sobre lo que es justo
y bueno forma parte de la tarea, como también priorizar el cultivo de la mente
en libertad y con espíritu crítico, promover la creatividad, el pensamiento
alternativo, y lograr ese raro equilibrio en el que todos lleguemos a ser lo
que realmente somos.
Es una tarea hercúlea, soy perfectamente consciente de ello,
pero insoslayable.
Lo que más embota la mirada en estas lides es la carga ideológica (manipuladora) y política que adquiere la educación, una condición que proviene de épocas recientes, del siglo XIX. Atrapados por intensas corrientes nacionalistas, los gobiernos intentaron generar una idea de patria consistente, con fundamento en un único pasado y una herencia cultural a menudo impuesta y falseada. Se hizo necesario, pues, adoctrinar en historia, lengua y valores. Educar a la ciudadanía en un mismo ideal consolidado.
La singularidad griega, este sutil ejercicio que consistía en
alimentar los rescoldos del saber que bulle en nuestro interior, se abandonó
por unas políticas educativas de trazos gruesos y burdos, todos iguales. Con
Grecia, de individuos pasamos a ser ciudadanos, todavía nosotros mismos; pero
las políticas educativas del XIX nos abandonaron al gris anonimato de ser
patriotas.
Y, muy pronto, carne de cañón. Las doctrinas e intereses
nacionales nos arrojaron al lodazal de las trincheras de la I guerra Mundial y,
ahogados en un espanto de sangre, perdimos la inocencia.
El progreso industrial, poco más tarde, trajo consigo el
nacimiento de una clase media que pretendía (con razón) ofrecer a sus hijos un
futuro mejor por medio de la educación, fundamentalmente pública y gratuita.
Las escuelas llegan a todas las capas sociales, y el Estado del Bienestar
instaurado en Europa permitió que las mentes más brillantes pudieran sacar
provecho de su potencial por medio de becas; por primera vez en nuestra
historia la alfabetización es más la norma que la excepción. El acceso a una
educación superior, antaño al alcance de una clase dirigente, se universaliza.
Llegamos a una euforia en la que, a finales de siglo XX, se gradúan en España
cientos de miles de licenciados.
Sin embargo, esta marea bienintencionada, en principio con
una loable intención igualitaria, acaba por desvirtuar el sentido último de la
educación, su esencia. La excelencia, la virtud y el esfuerzo son valores en
franco desuso; la memoria, una herramienta desfasada. Al igual que sucede con
la denominada "cultura de masas", se improvisan planes educativos con
un mínimo nivel de exigencia. Y, aún así, los índices de fracaso escolar son
escalofriantes, los resultados en investigación y desarrollo deficientes
(consulte el dato de cuántas patentes genera España). Los planes de ordenación
académica se desangran a dentelladas en la cruenta arena política; no logramos
un consenso sobre el rumbo, el sentido que queremos trazar para la educación de
nuestros hijos. Un cambio de gobierno implica una Ley de Educación nueva. Todo
se vuelve frenético, con una caducidad de apenas cuatro años. La educación se
devalúa.
Forjamos así mentes esclavas de lo inmediato, vacías en el
desorden. Tenemos las paredes repletas de floridos diplomas, es cierto, pero
las estanterías de muchas casas están vacías de libros o revistas. Inmersos en
esta confusión abigarrada perdemos identidad y propósito. El individuo se
resiente, perdida la orientación hacia sí mismo. Si antes educábamos de dentro
hacia fuera, ahora es al contrario: una misma idea se insemina en todas las
mentes, que se moldean según un mismo patrón. No importa lo que eres, tu
potencial ni tus cualidades; a nadie interesa el proceso de búsqueda que
desvela lo que ocultas en tu interior. Sólo estudia y aprueba, consigue los
créditos necesarios. Ofrece resultados, notas que se puedan convalidar. Aprende
a leer, aunque de adulto no leas jamás, convertido en un analfabeto funcional.
Ya te informarán los noticiarios, la pantalla de tu smartphone, de tu tablet.
Fórjate un currículum y sé fiel a la doctrina de lo efímero.
Educamos en nuestras escuelas, públicas y privadas, a futuros
consumidores y productores, no a ciudadanos ni individuos. Hemos olvidado la
razón por la que enseñamos; ya nadie recuerda lo que significa la palabra
"escuela". Procede del vocablo griego "scholé", que significa ocio. Y ¿saben qué es lo contrario al
ocio? El "nego-ocio". El "negocio". Habrá quien se
sorprenda.
En una sociedad mercantilizada hasta la saciedad, el empeño
humanista por cultivar la curiosidad se considera una utopía bienintencionada e
inútil para el día a día. Todo se somete al escrutinio de la cuenta de
resultados, del beneficio a corto plazo. Las cuestiones de fondo que antes
analizamos, como el tipo de sociedad que pretendemos construir, necesitan de
una perspectiva que supere lo inmediato. Y, cegados en este ejercicio de
pragmatismo fácil y barato, caemos en la trampa del argumento, falaz de la
rentabilidad. Nos dejamos robar el futuro desatendiendo nuestro presente. Tal
es la condición humana.
El debate educación pública vs. privada es, en mi opinión,
absurdo por inconsistente. La educación siempre será asunto que nos compete a
todos, como tribu, polis o país. El problema es otro: la escasa calidad de
nuestra enseñanza.
¿Qué pasos conviene dar para mejorar? El tema merece un
artículo propio. Desde luego, sería conveniente constreñir la burocracia (el
cáncer de lo público), sólo a lo imprescindible. Abramos los departamentos
universitarios al aire fresco de la innovación, pero con un objetivo impregnado
de utilidad y sentido práctico. Acordemos unos planes educativos que fomenten
una formación en Módulos, antes denominados Formación Profesional; activos
todos que facilitan la creación de una clase media emprendedora y activa. No
todos estamos llamados a ser licenciados, ni falta que hace; debemos ser algo
infinitamente más valioso: lo que realmente somos. Lo que queremos ser.
En esta propuesta de renovación, ¿vamos a escatimar dinero
público? ¿Precisamente ahora, cuando la crisis nos exige buscar salidas y
competir con un entorno hostil y global? No tiene lógica. Debemos gestionar
mejor lo público, está claro, pero desinvertir en formación y desarrollo es un
atentado flagrante contra toda esperanza de futuro. Si el dinero privado quiere
arriesgar en el mercado de la formación, bienvenido sea. En EEUU o Inglaterra
el sistema funciona, bien que a costa de la educación de una mayoría. Pero,
mientras arraigue esta (improbable) alternativa desde lo privado (algo que no
se logra de un día para otro), es obligación de todos defender, con uñas y
dientes, los avances sociales conquistados con tanto sacrificio. No podemos
desmantelar lo poco que hemos avanzado, retrocediendo de golpe treinta años por
razones ideológicas. Y siempre habrá que mantener abierta la puerta del saber a
la mente tocada por la musa de la curiosidad. Que no se marchite por falta de
dinero. Esto sería imperdonable.
Es tarea de todos defender la scholé, en su sentido más clásico, como un derecho público fundamental, consolidado y ajeno a todo debate político. Nuestros jóvenes deben aprender a ser ciudadanos, para que nuestro futuro lo dejemos en buenas (y sabias) manos.
La Paidea nos concierne a todos. Nadie puede declarase ajeno
a este debate. Porque no hay asunto más trascendente, que nos requiera tanto
como individuos, ciudadanos y padres.
Al igual que en tu anterior artículo, La razón poética, demuestras un estilo muy personal para expresar el pensamiento, lejos de los alardes de erudición que empañan el significado. Un placer leerte. Un saludo, Olga
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