jueves, 15 de agosto de 2013

scholé






Los recortes en educación pública son una realidad incuestionable; el propio gobierno español prevé una reducción de 10.000 millones de euros en cinco años. En consecuencia, aumentarán (están aumentando) el precio de las matrículas universitarias, perderemos una parte significativa del cuerpo docente ya formado y se concederán menos becas y ayudas. La Conferencia de Rectores de las Universidades anunció un recorte del 80% en los gastos no financieros en I+ D+i.
 

Hasta aquí la frialdad de los números. Expresado en román paladino, no hay dinero en  la caja pública, huérfana de ingresos. Todos lo sabemos; las radios nos despiertan a mañanas de penurias insistentes, de ajustarse el cinturón. Llevamos tantos años con la misma cantinela, que nos hemos habituado al desánimo.

Es fácil gestionar la opulencia. Lo difícil es priorizar el gasto cuando las vacas, de tan famélicas, más semejan espectros rumiantes. Bajo el azote de la tempestad confiamos en la sensatez de nuestros gobernantes, que imaginamos firmes al timón, la mirada atenta no sólo al embate de la próxima ola, sino también, o al menos eso esperamos, previendo un futuro de prosperidad indefectible.
 

Porque, recordémonos, tras la tempestad siempre llega la calma.
 

En el idioma que habla la mar, "derrota" no es fracaso, sino rumbo. Y guía. Merecemos que nos clarifiquen qué país podemos y vamos a tener, cuáles son las prioridades del gobierno en relación al gasto y la verdad de las cifras, sin demagogia ni intereses espurios por ninguna de las partes. Merecemos, en definitiva, que se nos hable y trate como adultos.

En este debate sobre derechos elementales, la pregunta sería: ¿qué es la educación? Un transcurso, diríamos, durante el cual descubrimos lo que realmente llevamos dentro. En este sentido, la etimología de "educar" es clara (del latín "ex ducere": sacar fuera). Es una función consustancial al ser humano, por la que se transmite y conserva una coherencia cultural propia y diferenciada, así como los avances logrados en el conocimiento de las cosas y los actos. Los adultos disciplinan a los jóvenes en unos ideales que cimientan la identidad de grupo, algo que llevan dentro sin saberlo. Se educa con el fin de encontrar la senda trazada por generaciones de iguales que nos antecedieron, y sumar un tramo más.

En definitiva, se nos educa para que no nos perdamos. Para que nos encontremos a nosotros mismos en los demás. Nuestra naturaleza social nos obliga a hacernos desde la escucha.

Esta vertiente, la más básica, justifica que todos intervengamos en este debate, porque todos, finalmente, somos tribu. A todos nos incumbe esta tarea. Los valores que inculquemos a nuestros menores gobernarán nuestro futuro de ancianos, necesitados de apoyo. Si por desidia desatendemos a nuestros jóvenes, estamos apostando por la soledad. Si no sembramos hoy, ¿qué frutos esperamos recoger mañana?

La Grecia clásica respondió a este reto, sin dudas fundamental, con plena conciencia de su importancia. Desde épocas muy antiguas se interesó por la Paidea, el proceso por el que un joven alcanzaba la categoría de ciudadano. Desde una perspectiva aristocrática, propia de la Grecia homérica, el joven buscaba el equilibrio de la virtud, la preciosa cualidad de lo que denominaban la "areté", el honor. La Grecia posterior de las democracias áticas hizo posible que cualquier ciudadano (siempre que fuese varón y libre) pudiese optar al ideal de la excelencia. Es de nuevo la polis (la tribu) la que se involucra en este proyecto de futuro: los jóvenes reciben de sus enseñantes nociones de gimnasia, gramática, retórica, ciencias y filosofía. Los mayores (la sociedad) invierten recursos y tiempo en educar a sus adultos del mañana. Todo tiene un sentido, una finalidad pragmática que favorece a la ciudadanía en su conjunto, porque un ánimo similar perdura con el paso de las generaciones, una misma idea de ciudadano y de polis. Se vislumbra acaso la esencia del debate: la educación es la medida de lo que somos y seremos como individuos, como pueblo, como sociedad. No es, por consiguiente, una inversión de futuro, sino de presente. Es un imperativo que trasciende modas, opiniones o elucubraciones. Es asunto que concierne a lo público, y de lo que no se puede privar a nadie.

Dicho queda.

Para Aristóteles, los humanos nos educamos para así forjar una identidad propia. La educación es, en definitiva, la herramienta por la que llegamos a "des-velarnos". El consenso público sobre lo que es justo y bueno forma parte de la tarea, como también priorizar el cultivo de la mente en libertad y con espíritu crítico, promover la creatividad, el pensamiento alternativo, y lograr ese raro equilibrio en el que todos lleguemos a ser lo que realmente somos.

Es una tarea hercúlea, soy perfectamente consciente de ello, pero insoslayable.


Lo que más embota la mirada en estas lides es la carga ideológica (manipuladora) y política que adquiere la educación, una condición que proviene de épocas recientes, del siglo XIX. Atrapados por intensas corrientes nacionalistas, los gobiernos intentaron generar una idea de patria consistente, con fundamento en un único pasado y una herencia cultural a menudo impuesta y falseada. Se hizo necesario, pues, adoctrinar en historia, lengua y valores. Educar a la ciudadanía en un mismo ideal consolidado.

La singularidad griega, este sutil ejercicio que consistía en alimentar los rescoldos del saber que bulle en nuestro interior, se abandonó por unas políticas educativas de trazos gruesos y burdos, todos iguales. Con Grecia, de individuos pasamos a ser ciudadanos, todavía nosotros mismos; pero las políticas educativas del XIX nos abandonaron al gris anonimato de ser patriotas.

Y, muy pronto, carne de cañón. Las doctrinas e intereses nacionales nos arrojaron al lodazal de las trincheras de la I guerra Mundial y, ahogados en un espanto de sangre, perdimos la inocencia.

El progreso industrial, poco más tarde, trajo consigo el nacimiento de una clase media que pretendía (con razón) ofrecer a sus hijos un futuro mejor por medio de la educación, fundamentalmente pública y gratuita. Las escuelas llegan a todas las capas sociales, y el Estado del Bienestar instaurado en Europa permitió que las mentes más brillantes pudieran sacar provecho de su potencial por medio de becas; por primera vez en nuestra historia la alfabetización es más la norma que la excepción. El acceso a una educación superior, antaño al alcance de una clase dirigente, se universaliza. Llegamos a una euforia en la que, a finales de siglo XX, se gradúan en España cientos de miles de licenciados.


 

Sin embargo, esta marea bienintencionada, en principio con una loable intención igualitaria, acaba por desvirtuar el sentido último de la educación, su esencia. La excelencia, la virtud y el esfuerzo son valores en franco desuso; la memoria, una herramienta desfasada. Al igual que sucede con la denominada "cultura de masas", se improvisan planes educativos con un mínimo nivel de exigencia. Y, aún así, los índices de fracaso escolar son escalofriantes, los resultados en investigación y desarrollo deficientes (consulte el dato de cuántas patentes genera España). Los planes de ordenación académica se desangran a dentelladas en la cruenta arena política; no logramos un consenso sobre el rumbo, el sentido que queremos trazar para la educación de nuestros hijos. Un cambio de gobierno implica una Ley de Educación nueva. Todo se vuelve frenético, con una caducidad de apenas cuatro años. La educación se devalúa.

Forjamos así mentes esclavas de lo inmediato, vacías en el desorden. Tenemos las paredes repletas de floridos diplomas, es cierto, pero las estanterías de muchas casas están vacías de libros o revistas. Inmersos en esta confusión abigarrada perdemos identidad y propósito. El individuo se resiente, perdida la orientación hacia sí mismo. Si antes educábamos de dentro hacia fuera, ahora es al contrario: una misma idea se insemina en todas las mentes, que se moldean según un mismo patrón. No importa lo que eres, tu potencial ni tus cualidades; a nadie interesa el proceso de búsqueda que desvela lo que ocultas en tu interior. Sólo estudia y aprueba, consigue los créditos necesarios. Ofrece resultados, notas que se puedan convalidar. Aprende a leer, aunque de adulto no leas jamás, convertido en un analfabeto funcional. Ya te informarán los noticiarios, la pantalla de tu smartphone, de tu tablet. Fórjate un currículum y sé fiel a la doctrina de lo efímero.

Educamos en nuestras escuelas, públicas y privadas, a futuros consumidores y productores, no a ciudadanos ni individuos. Hemos olvidado la razón por la que enseñamos; ya nadie recuerda lo que significa la palabra "escuela". Procede del vocablo griego "scholé", que significa ocio. Y ¿saben qué es lo contrario al ocio? El "nego-ocio". El "negocio". Habrá quien se sorprenda.

En una sociedad mercantilizada hasta la saciedad, el empeño humanista por cultivar la curiosidad se considera una utopía bienintencionada e inútil para el día a día. Todo se somete al escrutinio de la cuenta de resultados, del beneficio a corto plazo. Las cuestiones de fondo que antes analizamos, como el tipo de sociedad que pretendemos construir, necesitan de una perspectiva que supere lo inmediato. Y, cegados en este ejercicio de pragmatismo fácil y barato, caemos en la trampa del argumento, falaz de la rentabilidad. Nos dejamos robar el futuro desatendiendo nuestro presente. Tal es la condición humana.

El debate educación pública vs. privada es, en mi opinión, absurdo por inconsistente. La educación siempre será asunto que nos compete a todos, como tribu, polis o país. El problema es otro: la escasa calidad de nuestra enseñanza.

¿Qué pasos conviene dar para mejorar? El tema merece un artículo propio. Desde luego, sería conveniente constreñir la burocracia (el cáncer de lo público), sólo a lo imprescindible. Abramos los departamentos universitarios al aire fresco de la innovación, pero con un objetivo impregnado de utilidad y sentido práctico. Acordemos unos planes educativos que fomenten una formación en Módulos, antes denominados Formación Profesional; activos todos que facilitan la creación de una clase media emprendedora y activa. No todos estamos llamados a ser licenciados, ni falta que hace; debemos ser algo infinitamente más valioso: lo que realmente somos. Lo que queremos ser.

En esta propuesta de renovación, ¿vamos a escatimar dinero público? ¿Precisamente ahora, cuando la crisis nos exige buscar salidas y competir con un entorno hostil y global? No tiene lógica. Debemos gestionar mejor lo público, está claro, pero desinvertir en formación y desarrollo es un atentado flagrante contra toda esperanza de futuro. Si el dinero privado quiere arriesgar en el mercado de la formación, bienvenido sea. En EEUU o Inglaterra el sistema funciona, bien que a costa de la educación de una mayoría. Pero, mientras arraigue esta (improbable) alternativa desde lo privado (algo que no se logra de un día para otro), es obligación de todos defender, con uñas y dientes, los avances sociales conquistados con tanto sacrificio. No podemos desmantelar lo poco que hemos avanzado, retrocediendo de golpe treinta años por razones ideológicas. Y siempre habrá que mantener abierta la puerta del saber a la mente tocada por la musa de la curiosidad. Que no se marchite por falta de dinero. Esto sería imperdonable.
 


Es tarea de todos defender la scholé, en su sentido más clásico, como un derecho público  fundamental, consolidado y ajeno a todo debate político. Nuestros jóvenes deben aprender a ser ciudadanos, para que nuestro futuro lo dejemos en buenas (y sabias) manos.
La Paidea nos concierne a todos. Nadie puede declarase ajeno a este debate. Porque no hay asunto más trascendente, que nos requiera tanto como individuos, ciudadanos y padres.
 
Antonio Carrillo

1 comentario:

  1. Al igual que en tu anterior artículo, La razón poética, demuestras un estilo muy personal para expresar el pensamiento, lejos de los alardes de erudición que empañan el significado. Un placer leerte. Un saludo, Olga

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