En
lo que sigue, tengo la intención de reflexionar sobre algo en lo que creo, pero
cuya existencia no puedo demostrar. En realidad, es un tema tan complejo que
siento cómo se me escapa de entre los dedos, continuamente, como la arena más
fina. Así, tan sólo con la ayuda de unos pocos, minúsculos granos, intentaré
construir el armazón de un discurso coherente.
Confieso
que no estoy seguro de lograrlo. Es un tarea que, posiblemente, me supere en
mucho.
Y
el caso es que voy a hablar de un tema que aparentemente domino a la
perfección.
Voy
a hablar de mí.
Pero
antes de empezar, una declaración de intenciones: en estos tiempos de
racionalismo a ultranza cualquier digresión, por mínima que sea, azuza el
escepticismo académico más ortodoxo. Y es normal que así sea. Esta
reverdeciendo el interés por el ocultismo, las especulaciones esotéricas y las
fabulaciones paranormales. Es algo cíclico, que suelen fomentar las crisis
económicas. Escuchamos a eficaces propagandistas de humo apropiarse de ámbitos
del saber aún inabordables desde las ciencias exactas, y que, sin embargo,
resultan imprescindibles en la búsqueda de lo que llamaríamos "fenómeno
humano". El espíritu, el alma, la consciencia, la intuición o el vértigo
ante la muerte abonan estas inopinadas aseveraciones.
Y
es que, como bien afirmaba Gabriel Marcel, el hombre es un misterio, y
"des-entrañarlo" es tarea que precisa de algo más que método
científico y racionalismo.
Sin
embargo, algo quiero dejar claro para que no haya lugar a la confusión. Yo,
escribiente de estas líneas, soy animal mamífero del género homo, un ente
físico enmarcado en un universo que comenzamos a conocer, y sujeto por
consiguiente a unas leyes físicas que apenas atisbamos. Lo que soy es resultado
de una evolución natural de millones de años, y se explica desde una imbricada
interacción del sistema nervioso central con mi propio cuerpo y una realidad
externa que percibo a través de mis sentidos. No creo, pues, en la existencia
de un Dios creador que rige mi destino, como tampoco creo en mundos esotéricos
ni espirituales. Creo que todo tiene finalmente una causa bio-electro-química,
por descubrir en la mayoría de los casos.
Y,
a pesar de todo, acudo tímidamente a esta pantalla para hablarles de un
misterio. De algo que forma parte de mí y que no tiene fácil concreción. Vengo
nervioso a "com-partir" un algo
que soy y que me define.
Verán:
me fascina la manera cómo mi cerebro me engaña para conseguir que la realidad
sea aprehensible. Cuando recibimos estímulos visuales y sonoros, por ejemplo,
no llegan al mismo tiempo a nuestra corteza. Sin embargo, el cerebro retarda la
imagen, de tal manera que parezca que todo sucede en un solo (mismo) instante.
Este truco nos recuerda que lo que percibimos está pasado por un tamiz que
distorsiona en ocasiones la realidad para hacerla así comprensible y racional.
Hay una sutil abstracción, inevitable en este absolutismo biológico que todos
compartimos. Gracias a ello hay una única realidad: el vehículo en el que
viajamos mi esposa y yo tiene un mismo color, escuchamos la misma noticia por
la radio. Cosa distinta es cómo interioricemos lo que escuchamos.
Esta
tarea por hacer el mundo estable (mismos estímulos, distintas interpretaciones)
tiene como consecuencia el que no deambulamos por la realidad que es la vida
como entes autónomos, ajenos al otro. Es más: vivimos pendientes no sólo del
soliloquio interno, sino, muy principalmente, de cómo nos interrelacionamos con
nuestros semejantes. Este hecho nos "dis-trae" de nosotros mismos, y
con ello nos permite olvidar que el tiempo transcurre, que somos mortales; que,
hagamos lo que hagamos, todos (también usted) tenemos mal pronóstico. A veces
la imagen que nos devuelve el espejo, un dictamen médico o la muerte de un
familiar nos hace caer bruscamente al tiempo interno del habla callada con uno
mismo, conscientes de un tiempo que no se detiene.
Pero
esta condición no dura mucho. No podríamos vivir pendientes de respirar a cada
momento. La mayoría de nuestras actividades, físicas y mentales, fluyen en un
estado de semi-vigilia. Un autor del siglo de oro lo definió con acierto:
"Toda
la vida es sueño"
Vivimos,
pues, insertos en un constructo fiable y predecible que denominamos realidad.
En este universo impera una causalidad inefable: si me alimento calmaré el
hambre, si suelto una manzana caerá al suelo. Igual para todos, no es fácil
este transcurrir. Todos jugamos con las mismas reglas, cierto, pero jugamos.
Unos con otros. Porque de lo que se trata es de hacernos, día tras día,
alimentando nuestro yo de experiencias, sensaciones, aprendizajes y
sentimientos. La realidad tan sólo ofrece un marco de juego equivalente para
que la razón pueda asentarse en unas normas comunes. Sin ello no habría juego,
interacción. Sin realidad viviríamos en una bruma permanente, autistas
funcionales.
Antes
hablé de un momento en el que desconectamos del juego, instantes breves en los
que se detiene el tiempo mecánico (realidad) y se escucha el fluir del reloj de
arena interno (tiempo orgánico). Sordos por un instante al estruendo de la
realidad, nos escuchamos a nosotros mismos. ¿Qué ocultan nuestros adentros?
¿Qué puede haber que no sea realidad?
Nos
adentramos en razonamientos de difícil concreción. Si nos elevamos lo
suficiente, nuestro ser se expande por efecto de la perspectiva, ofrece una
visión más amplia de su naturaleza; pero a cambio ya no distinguimos los
detalles ni podemos ser concretos, meticulosos en el análisis. Lo que propongo,
pues, es despertar por un momento del sueño, tomar conciencia de nuestra
plenitud e intentar abarcar por un instante lo que somos.
En
mi visión del hombre llama la atención lo pequeña que es la realidad. Lo que
creemos la esencia del ser, en realidad, es una mínima parte. Lo que soy es
más, mucho más. Que no tenga conciencia de ello no significa que no exista. Si
estuviese siempre despierto a mi verdadero yo y a los múltiples tiempos
(universos) en los que vivo estaría "en-si-mismado", ajeno y ausente
de los demás. Solo.
Es
el riesgo de caer en la unicidad: aislarse en uno mismo. Porque hay un peligro
real en adentrarse en esa senda que conduce hacia los oscuros lugares del ser.
Podríamos perdernos. No encontrar el camino de vuelta.
¿Dónde
se encuentra la entrada a este mundo subterráneo en el que me hallo? Este
alumbramiento precisa de una actitud pasiva, ajena al bullicio de la realidad.
Es preciso nacer de dentro, escuchar y asimilar el lenguaje del yo. Este
lenguaje que nos permitirá dialogar con nosotros mismos tiene como herramienta
fundamental la metáfora. Y, en expresión de María Zambrano, será un lenguaje
poético.
Debemos
abandonarnos a la razón poética.
Lo
fascinante de esta perspectiva del ser es que la razón poética no es mera
especulación ontológica. La razón poética existe, la utilizamos de continuo.
Nos acompaña silente en la toma de decisiones, en el devenir. Nos define y
completa. Es razón creadora, capaz de adentrarse en la realidad por atajos
(metáforas) e imprimir su esencia en lo que vivimos. A esto lo llamamos
intuición, revelación o creatividad.
¿No
ha sentido nunca este fogonazo repentino, un instante de plenitud en el que se
asoma a la vastedad de la comprensión?
Por
un instante ha alcanzado un estado de coherencia atemporal. Se ha liberado de
las cadenas del tiempo mecánico y ha alcanzado alturas de vértigo. Ha vuelto a
nacer, soltando el lastre de los personajes que ha forjado a lo largo de su
vida. Desnudo, callado y sobrio, ha alcanzado un claro en el bosque. La
conciencia se detiene a observar(se).
Sí.
Es usted. Siempre estuvo ahí. Frágil, complejo e insatisfecho. En un constante
(y callado) diálogo con uno mismo. Oculto tras la sombra del yo, omnipresente
incluso durante el sueño. Acechante. Curioso.
Esto
no pretende ser metafísica; lo dije antes, hay una explicación desde la
actividad sináptica para este fenómeno. Es real.
Pero
escurridizo, difícil de explicar. No creo haberlo conseguido. Olvide estas
líneas, lector, y disculpe la pérdida de tiempo.
Si
acaso, cuando le sacuda el fogonazo y sienta que el tiempo se detiene,
considérese afortunado. En ese instante ha sido usted coherente con lo que es.
Un
ser humano único, complejo e irrepetible.
Por
un instante, el universo entero se ha detenido a escuchar.
Antonio
Carrillo.
Gracias por tu delicadeza final con el lector, o en mi caso, lectora, pero no ha sido en absoluto ninguna pérdida de tiempo, sino un afortunado encuentro. El tiempo me limita para hacer mi comentario más extenso, pero lo bello del fondo de tu escrito (y de su forma) es comprender que verdaderamente el yo es una enorme metáfora de su ser y su pensamiento y en ella encontramos la fórmula que nos conecta, que nos da sentido. Existen unas cuantas referencias a otros pensadores o simplemente prosistas del pensamiento, a los que consciente o inconscientemente, me han llevado tus palabras. Wittgenstein, Steiner y también alguien cuya obra leí recientemente y que recuerda a tu expresión "razón creadora". Se llama Sara Barrena y su obra "La razón creativa". No tengo más tiempo en este momento para seguir comentando, pero solo decirte que ha sido un placer leerte. Saludos, Olga
ResponderEliminarLa vida es simple, el humano - con sus complejidades intelectuales y emocionales, es quien la complica. Vivir es estar en armonìa consigo mismo, con la naturaleza, con el pròjimo y con Dios.
ResponderEliminarEsto se consigue Amando..., todo lo demàs es añadidura...-
Gracias por compartir esos granos de fina arena que se deslizaron entre tus dedos para componer esta profunda y bella reflexión.
ResponderEliminarHa sido reconfortante para mi leer tu descripción de ese fogonazo, que varias veces he sentido, sin poder decir más que "es un instante en el que SABES, que se esfuma en cuanto quieres atraparlo". Gracias por compartirlo.
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