La escucha tiene graves y poderosos enemigos.
Su peor enemigo, por común, es la soberbia. Lejos estamos de la época clásica, en la que los dioses
griegos aplicaban severos castigos a los humanos arrogantes y vanidosos;
hoy campean despreocupados y fatuos, a menudo escriben libros o participan en
tertulias multidisciplinarias, multidimensionales y multitudinarias.
Vivimos tiempos en los que se habla mucho.
El documento Gaudium
et Spes del Concilio Vaticano II muestra su preocupación cuando destaca la soberbia como alimento de la injusticia; una soberbia endémica, que no es patrimonio de unos pocos
elegidos, intelectuales, políticos o comunicadores... la soberbia es una
enfermedad crónica.
Porque la soberbia se alimenta de la estulticia. La idiotez más lacerante pulula desvergonzada por palacios, despachos, páginas impresas y ondas de radio. El idiota es osado, mediocre y pueril en su argumento. Es peligroso por sordo.
La palabra "idiota" procede del griego "idios": "uno mismo". El idiota, en la antigua Grecia, era un ciudadano que sólo se preocupaba de sus propios asuntos, y se desentendía de participar y ayudar en el debate y devenir público, de la polis.
Embebido en su soberbia, el idiota sólo escucha el sonido de su propia voz que lo embelesa y atonta. No sabe de la existencia de los otros, que lo complementan.
La
soberbia es una afrenta a la educación, al com-partir. Este soliloquio estéril hacia y desde mí mismo nos aísla en un laberinto monocorde; el camino del "yo". Del "mío". Del "para mí".
Benavente escribió:
En el "meeting" de la Humanidad
millones de hombres gritan lo mismo;
¡yo, yo, yo, yo, yo, yo!...
¡yo, yo, yo, yo, yo, yo!...
millones de hombres gritan lo mismo;
¡yo, yo, yo, yo, yo, yo!...
¡yo, yo, yo, yo, yo, yo!...
¡Cu, cu, cantaba la rana!
¡Cu, cu, debajo del agua!
¡Qué monótona es la rana humana!
¡Qué monótono es el hombre mono!
Y luego: a mí, para mí;
en mi opinión, a mi entender.
¡Mi, mi, mi, mi!
¡Y en francés hoy un "moi"!
¡Oh!, el "moi" francés, ¡ése sí que es grande!
"¡Monsieur le moi!"
La rana es mejor.
¡Cu, cu, cu, cu, cu!
Sólo los que aman saben decir
¡Tú!
La atención es siempre selectiva ¡qué remedio!, pero la atención del soberbio
está extraordinariamente limitada hacia él mismo. A veces puede transmitir una apariencia
de interés: es el caso del “condescendiente”; una figura endiosada, siempre dispuesto
a ofrecer los mejores consejos, producto de una sabiduría sin par y un profundo
conocimiento de la naturaleza humana. La calle está repleta de estos “buenos amigos”,
siempre prestos a dar su sincera opinión sobre los problemas ajenos.
Tenemos en tales sujetos
el ejemplo acabado, definitivo, de soberbia: la figura del triunfador condescendiente, o la
del líder incontestado. La del hombre "hecho a sí mismo" ¿Puede haber mayor aberración? ¿Cómo podemos hacernos sino reflejados en los ojos de los demás?
Una
vez oí narrar a un “cuenta-cuentos” una
historia interesante:
«Rojo, rojo intenso, azul, morado... y blanco.
Juan era un niño
normal, como cualquier otro. Le gustaba jugar en el recreo con sus amigos e
intercambiar la colección de cromos. Nada había de excepcional en la vida de
Juan, salvo su padre. El padre de Juan era un hombre que se regía por un único
lema: “si no puedes ser el mejor, ni siquiera lo intentes”. El padre de Juan
siempre había sido el primero de su clase, con las mejores calificaciones, un
triunfador hecho a sí mismo que disfrutaba con la responsabilidad de su trabajo
y con las exigencias de una vida admirable y perfecta. Al padre de Juan le
gustaba ser siempre el mejor.
Un día Juan llevó a
casa un notable en matemáticas. A su padre le resultó increíble que un hijo
suyo pudiera haberle fallado de esa manera, y, furioso, tomó la determinación
de enviar a Juan interno a un colegio de férrea disciplina. “A ver si todavía
podemos hacer de ti alguien de provecho”.
Fue entonces cuando
Juan entendió que debía matar a su padre. El problema está en matar a alguien
perfecto. Durante semanas no tuvo la más mínima oportunidad, y pronto llegó la
noche antes de su marcha. Juan estaba viendo la televisión, y su padre asomó la
cabeza por la puerta de la sala.
“¿Has hecho ya la maleta?”.
“Aún no. Pensaba
hacerla después, cuando...”.
“¡Yo ya la habría
hecho; estaría preparado para salir mañana temprano! ¡Sube a tu cuarto!”.
Dos horas más tarde,
el padre, algo arrepentido, subió a hablar con el hijo.
“Supongo que eres
muy joven para entender que esto lo hago por tu bien, pero más adelante me
agradecerás que haya sido tan estricto contigo”.
Juan tenía una
expresión ausente, algo extraña. Miró entonces a su padre, y dijo:
“Papá, ¿puedo
pedirte una última cosa? “.
“Claro, hijo.”
“¿Querrías jugar conmigo a algo?”
“¿Jugar?; bueno,
siempre que sea corto”.
“Verás, papá. Te
apuesto a ver quién de los dos aguanta más tiempo sin respirar”.
Y rojo, rojo intenso, azul, morado... y blanco.»
La escucha nace de la generosidad, antes que de la conveniencia. La "escucha humanística", como actitud vital, consiste en escuchar, no en recabar información para luego opinar.
Lo que la otra persona agradece es que atiendas a sus quejas, dudas o
inquietudes; no que le ofrezcas una alternativa o consejo. Madelyn Burley-Allen
reproduce una carta anónima que le enviaron por correo:
«Cuando te pido que
me escuches y empiezas a darme consejos, no haces lo que te he pedido. Cuando
te pido que me escuches y empiezas a explicarme por qué no debería sentir de
ese modo, me hieres en mis sentimientos. Cuando te pido que me escuches y te
crees en la obligación de hacer algo para resolver mis problemas, me
decepcionas, aunque parezca extraño.
¡Escucha! Lo único
que te pido es que me escuches, no que hables o que hagas algo, sino que me
oigas. Los consejos son baratos. Con veinte centavos me compro los de Dear Abby
y los de Billy Graham, que vienen en el mismo periódico.
Cuando haces por mi
algo que puedo y debo hacer yo solo, no haces sino reforzar mi temor y mi
sensación de ineptitud: pero cuando aceptas el hecho de que siento lo que
siento, por muy irritante que sea, entonces puedo dejar de insistir en
convencerte y pasar a tratar de comprenderlo.
Los sentimientos
irracionales tienen sentido cuando discernimos lo que hay tras ellos. Y cuando
esto queda claro, las respuestas resultan obvia y no necesito consejo. Quizás
esta es la razón de que a algunas personas le sirva la oración en ciertas
ocasiones, porque Dios es silencioso y no da consejos ni intenta resolver nada.
Dios no hace más que escuchar y dejar que uno descubra por si solo las
soluciones.
Así que, por favor, escucha sin más. Si deseas hablar, espera un momento
a que te llegue el turno, y entonces yo te escucharé.»
Posiblemente sólo haya un
acto de soberbia mayor que el no escuchar, y éste sea el escribir. Según
parece, una vez le preguntaron a Apolonio por qué no había escrito nada sobre lo mucho que sabía; y él contestó con un
argumento extraño:
«porque aún no he guardado silencio».
Es tiempo de callar, pues.
Antonio Carrillo
Muchas gracias. Muy complicado, el arte de la escucha.
ResponderEliminarGracias, Antonio. Es muy difícil acallar la ansiedad del yo que desea aturdirse con el sonido de su propia voz. La escucha debería ser una virtud teologal. Difundiré esta trilogía sobre la escucha.
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