Soy yo, y no hay más.
El navegante.
Deambulo de un universo a otro,
en un tránsito que no conoce de principio ni final.
Resulta difícil hacerme entender.
No conozco de límites, y ello perjudica mi discurso lineal. El espacio y el
tiempo entretejen un todo coherente y comprensible, que visito desde antes de
siempre.
He visto cosas que no creeríais.
He estado dentro de un objeto Thorne–Żytkow.
A veces, en el corazón de una supergigante roja, se oculta, como si de una
perla se tratase, una pequeña, diminuta estrella de neutrones. No se rozan: un
halo invisible separa ambos cuerpos, aunque ingentes cantidades de materia caen
desde la superficie de la supergigante hacia su misterioso centro, inimaginablemente denso, en
una cascada que rompe los núcleos atómicos del hidrógeno.
Es un lugar de maravillas.
He asistido al choque fortuito de
dos branas. En ocasiones he provocado esta conjunción de contrarios, que acaba
en un estallido. El inicio de algo nuevo.
Sí. He visto nacer el tiempo.
Muchas, infinitas veces. Lo llaman creación.
Me he dejado caer en el
torbellino de un agujero negro de Kerr, y he vencido a la cruel entropía
cayendo por un agujero blanco.
Me gusta asistir al terremoto de
un magnetar. Me siento en su superficie de apenas 20 kilómetros de diámetro y
espero al sismo inexplicable, magnífico, que me empuja en una ola de energía en
forma de rayos gamma. No hay nada igual en el universo, salvo el choque de dos
branas. Pero me gustan los magnetares, su enorme fuerza.
En uno de mis viajes pasé por una
3-brana corriente de un universo corriente, con una galaxia corriente en la
que, en el tercer planeta de un sistema solar, un país acababa de publicar en
su Boletín Oficial del Estado que la asignatura de religión optativa computaba
para la nota global del alumno, y que en ella se enseñaría que no cabe alcanzar
la felicidad por uno mismo y que el universo es obra de Dios, y no del azar.
Es una lástima, porque nada hay
más parecido al navegante que la mente abierta, curiosa, de un joven. Durante
sus años de aprendizaje nadie les hablará de la existencia de los objetos
Thorne–Żytkow, ni de los agujeros blancos, ni de los magnetares o una estrella
de preones. Ni de tantas otras maravillas que acoge un cosmos abierto, infinito
y empapado de magia.
No conozco a Dios. Jamás me lo he
encontrado. Pero sospecho que, de existir, no querría para sus fieles una
perspectiva tan cerrada y miope del cosmos. Al fin y al cabo, les ha regalado a
esos seres la inteligencia capaz de desentrañar los misterios matemáticos del
universo oculto y, más importante, los ha dotado de un bien precioso: la
imaginación.
No me incumbe opinar. Pero, como
todo viajero, he aprendido a expandir mi mente.
Me despido. Mi viaje no ha hecho
más que empezar.
Espero encontrarles algún día.
Libres de ataduras.
Navegando.
Antonio Carrillo
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