He decidido que mis hijos aprehendan un
idioma.
Quiero decir: pretendo asentar en ellos el
respeto a la palabra. Querría que adquirieran un léxico profundo, que les
permita arropar todas las sensaciones, cosas y pensares.
Me haría feliz que cultivaran y respetasen el
habla y la escritura, acicalados ambos como se limpia el cuerpo, aseados como
la moral de un niño. Que a su paso por lugares y personas dejen la impronta de
un verbo sereno.
Pretendo que mis hijos aprehendan un idioma,
y he decidido que sea el castellano. Al fin y al cabo, es el idioma que
escucharon en el seno de su madre, y lo hablan desde los tres años.
No convienen los experimentos en cuestiones
de tanta importancia. El padre de Montaigne, un hombre harto peculiar, decidió
que su hijo pasara los primeros años con unos humildes campesinos, pero, en
tanto el niño alcanzaba la edad del balbuceo, contrató los servicios de un
latinista alemán. Maestro y pupilo sólo se comunicaba en la vetusta lengua, enclaustrados
ambos en un mundo clásico, con Virgilio, Séneca o Cicerón como amigos de la
infancia; un universo mental que llevaba 1.000 años muerto. Las criadas tenían
prohibido hablarle, y el padre y la madre tuvieron que aprender un latín
rudimentario para poder comunicase con su hijo.
Con Montaigne parece que el experimento salió
bien; o al menos eso afirma el autor renacentista. Pero el riesgo es excesivo.
Todo idioma resulta trascendental, porque de su mano alcanzamos la condición de
personas. Somos lo que pensamos y sentimos, cierto, pero nuestra naturaleza
social nos obliga a compartirnos. Sin los otros no hay lenguaje, sino estéril
soliloquio. Es por eso que el lenguaje nos conforma; porque la vida, el
devenir, reside en los demás y la manera cómo nos insertamos en un cuerpo
(órgano) social.
Las palabras son armas poderosas: definen y
modifican la realidad. Un léxico amplio nos abre la ventana de la mente a un
cosmos rico en matices, diverso y fascinante. Nuestra voz es un fiel reflejo de
cómo está estructurada la mente, y la más bella de las formas se derrumba si no
se sustenta en un hablar coherente. Porque, si bien la piel sufre el embate del
tiempo, el lenguaje tiene en el mismo tiempo su aliado, y gana en lozanía con
los años y la experiencia.
No hay mejor cura de rejuvenecimiento que
cultivar el habla.
Además, el español es un idioma con futuro.
La fortuna de que se hable en dos continentes le confiere una variedad y
riqueza dignas de encomio. En este sentido, querría llamar la atención sobre un
aspecto que considero esencial: es importante cómo se construye el castellano,
la riqueza de su vocabulario, y no tanto la manera como se pronuncia. Lo digo
por aquéllos que denostan el habla andaluza por su acento, o menosprecian los
ritmos y cadencias sudamericanos por no acomodarse a un castellano neutro en su
pronunciación. Sin embargo, en Cádiz, Colombia, México o Perú se habla un
español significativamente más rico que en Madrid. Y lo digo con conocimiento
de causa. Les propongo una prueba: comparen el habla de un adolescente pastuso
(sur de Colombia) con el de un madrileño. Seguro que el colombiano emplea el
doble de palabras, y no comete tantos errores gramaticales, como el horrible
laísmo que impera en Castilla.
Si acaso, los jóvenes colombianos deberían
vigilar la acometida de los anglicismos en el lenguaje cotidiano. Y es éste
asunto, el de la conservación y cuidado del idioma, que nos compete a todos, ya
que es obligado que preservemos el patrimonio cultural como un tesoro de gran
valor. No hay herencia más importante.
Coda: viajo en un tren de cercanías desde
Alcalá de Henares rumbo a Madrid. A mi lado, un grupo de adolescentes charlan
sobre su futuro. Una joven comenta:
- "Mi madre no entiende. La he dicho que si quiero aprender inglés
tengo que irme un año a Irlanda".
Aprender inglés es algo maravilloso. Ortega
decía que dominar otro idioma significaba adquirir un alma distinta. Pero
debemos ser coherentes. Antes de adentrarnos en el estudio de un segundo
idioma, asentemos unas bases firmes que nos permitan dominar con soltura y
seguridad nuestro idioma materno. No pretendamos construir una casa desde el
tejado.
Como en otras tantas ocasiones, nos
distraemos de lo fundamental. Afianzar nuestra lengua nos consolida como
individuos. Y, a menudo, se tarda toda una vida en aprehender (con
"h" intercalada) un idioma. Porque no es tarea fácil.
Pero merece la pena.
Antonio Carrillo.