miércoles, 19 de octubre de 2016

El ingrediente fundamental de la felicidad




El ingrediente fundamental de la felicidad es un olor que se conoce, un tono de voz que no se ha olvidado.
Somos excepcionales: entre tanto ruido podemos rescatar la mirada hermanada, el pulso acompasado después de años de latir juntos. No hay redención salvo en la mirada de quienes amamos.  Sin alharacas ni sonoras demostraciones de afecto.
Con el tiempo se aprende a callar.  
El amor ama el silencio del roce distraído.
La muerte es un castigo inhumano, porque nos substrae de los demás. Y nos arrebata el olor de los padres, la paciencia del amigo, el calor del compañero.

Perdona. Me fui por las ramas.
Quería decir, simplemente, que el ingrediente fundamental de la felicidad eres tú.


Antonio Carrillo

lunes, 17 de octubre de 2016

El almirante deprimido




Abomino de todas las guerras. Y, sin embargo, incluso del horror se puede rescatar una sonrisa.
No hay mejor respuesta: el humor desnuda el embozo culpable de los hombres que emponzoñan la historia con sangre, ambición y bilis.
A principios del siglo XX el mundo hedía a muerte. Acostumbrados a un siglo XIX bastante calmado tras las guerras napoleónicas, las tensiones coloniales, la debilidad de vetustos imperios y la presión de las potencias emergentes (como Alemania o Japón) elevaron la tensión a niveles preocupantes.
Las matanzas por los recursos eran, simplemente, cuestión de tiempo.
Japón, pocos decenios antes un mundo feudal, llevaba 50 años modernizándose a su manera callada y eficaz. Matriculaban a sus jóvenes en universidades europeas y norteamericanas, y contrataban los servicios de asesores occidentales en un proceso de industrialización sorprendente.
Japón quería expandirse a expensas de una China debilitada, pero en este empeño surgieron fricciones con Rusia, que exigía un mayor control sobre la península de Corea o el territorio de Manchuria. Al fin y al cabo, Rusia precisaba de una salida al océano Pacífico libre de hielos en invierno, su eterno problema.
Previendo el conflicto, los rusos se prepararon. La flota del oeste, con base en el mar báltico, preparó unas maniobras propagandísticas que pretendían demostrar el poderío de la armada rusa.
Con gran boato y no poco entusiasmo los buques de guerra se aprestaron a cañonear unos blancos compuestos por barcos herrumbrosos. Un gran estruendo acompañó al martillear de la artillería; el público, expectante, contemplaba el espectáculo desde el puerto.
Por desgracia, los artilleros rusos no se distinguían en absoluto por su puntería, y ninguno de los blancos inmóviles resulto siquiera rozado. El almirante Rozhestvensky, famoso por su mal genio y apodado “el perro loco”, arrojó por la borda sus prismáticos. Cuando la bruma se disipó sí se apreciaron daños en varios de los remolcadores que mantenían a los blancos en posición. Afortunadamente, no hubo heridos.
Rozhestvensky, un tanto desesperado, ordenó entonces disparar 7 torpedos.
El primero ni tan siquiera salió; se atascó. Los dos siguientes giraron por sorpresa 90 grados a babor y se dirigieron hacia tierra, lo que causó no poca inquietud entre los asistentes.
Otro par de prismáticos del furioso almirante Rozhestvensky volaron hacia el agua.
El siguiente torpedo, con rumbo estribor, desapareció mar adentro.
Dos torpedos, sorprendentemente, se dirigieron rectos y formales hacia su objetivo. Pero fallaron. El último torpedo, que tuvo un inicio prometedor, viró en redondo 180 grados y describió una trayectoria errática entre los barcos que formaban la flota. Se desató el pánico, porque cualquiera de los buques temía resultar dañado.  
El Almirante Rozhdestvenski, ya sin prismáticos que arrojar, cayó en un mutismo absoluto y se encerró en su camarote. Supongo que pidió vodka.
Iniciada la guerra, con la derrota de la flota rusa del Pacífico, el bueno de Rozhestvensky recibió la orden del zar Nicolás II de acudir a los mares de oriente para enfrentarse a la flota japonesa.
Total, era un viajecito de 30.000 kilómetros de nada, de Europa a Japón.
Una flota comandada por cuatro acorazados zarpó del puerto lituano de Libau el 15 de octubre de 1904. Pueden creerme: a bordo del buque insignia, el acorazado Suvorov, se embarcó una partida suplementaria de prismáticos para el almirante. Hay pruebas documentales de este hecho.
Al poco de partir, Rozhestvensky recibió un telégrafo del almirantazgo: se rumoreaba que los japoneses disponían de cuatro torpederos, buques pequeños y veloces capaces de hundir un acorazado con sus torpedos. La noticia corrió como la pólvora entre los integrantes de la flota rusa, y cundió el pánico.
Los accidentes y malentendidos comenzaron enseguida: en aguas danesas un barco que se acercó portando mensajes diplomáticos pudo escapar sin daños tras ser confundido con un torpedero japonés. Poco más tarde el buque taller de la flota arrojó 300 obuses a tres embarcaciones enemigas, que en realidad resultaron ser un pesquero alemán, un velero francés y un barco mercante sueco. Afortunadamente, los artilleros rusos hicieron gala de su proverbial puntería. Ni uno solo de los 300 proyectiles hizo blanco.
Ya se hablaba en Europa del fastuoso quehacer del convoy ruso; pero, a una semana de partir, el 22 de octubre, sucedió lo impensable.
Al caer la tarde la nave de suministro Kamchatka, que cerraba el convoy, confundió un barco sueco con una torpedera japonesa. Y de hecho afirmó haber sido atacado. Toda la flota era presa de los nervios, y a las primeras luces de la mañana, entre la niebla, los rusos creyeron distinguir a una fuerza enemiga.
Y atacaron.
A este suceso se lo conoce como “el incidente del banco Dogger”. Los rusos dispararon contra 48 pesqueros ingleses que estaban faenando tranquilamente. Toda una flota de navíos de guerra contra unos barcos desarmados.
Y lo cierto es que casi quedaron empate.
De los 48 pesqueros sólo uno resultó hundido, el barco de arrastre Crane. Murieron su capitán y el primer oficial. Del resto de la flota civil inglesa tenemos noticias de otro fallecido y tan sólo 5 heridos. Algo difícil de creer, si no fuese porque buques como el crucero ruso Oriol reconocieron haber disparado más de 500 proyectiles sin hacer un solo blanco.
Ajetreados y un tanto despistados inmersos en la densa niebla, los navíos rusos se dispararon los unos a los otros. El crucero Aurora casi resultó hundido por fuego aliado, con un muerto y varios heridos. También hubo heridos en el crucero Donskoi.

 
Por cierto, un inciso; el mismo crucero Aurora, que sobrevivió al desastre de 1905, inició la revolución de octubre de 1917 al amotinarse su tripulación y negarse a levar anclas y salir a la mar. A las 21:45 un disparo de su cañón de proa fue la señal que utilizaron los insurgentes para iniciar el ataque contra el Palacio de Invierno de San Petersburgo (Por entonces Petrogrado).
Sigamos: tras el desastre en el Atlántico Norte, la flota rusa fue bautizada por los periódicos de toda Europa como "la flota del perro rabioso". La armada inglesa, la más potente del mundo, pareció ansiosa de pedir explicaciones a sus colegas rusos. De hecho, Rozhéstvenski se vio obligado a atracar en el puerto de Vigo, donde dejó como chivos expiatorios a algunos oficiales que no contaban con su simpatía.
Lo sucedido en Dogger fue un desastre para la maltrecha moral del convoy ruso. La mayoría de los puertos donde procuraban abastecimiento les negaron ayuda, e Inglaterra les cerró el paso por el Canal de Suez; para llegar a Asia, debían bordear toda África.
Por cierto, las chapuzas se sucedieron. Cerca de la costa marroquí un barco se enredó con un cable submarino. El capitán no se detuvo a pensar demasiado sobre la naturaleza o función de tal cable, y ordenó cortarlo, sin más.
Tras destrozar el cable telegráfico que unía África con el resto del mundo, todo un continente estuvo incomunicado durante casi una semana.
Escaso de moral y de prismáticos, Rozhéstvenski navegó siete meses; al poco de llegar a su destino, el 16 de mayo, se le unió la denominada “tercera escuadra del pacífico”, una flota de destartalados barcos de guerra al mando del contralmirante Nebogatov (el único oficial que se había presentado voluntario para tan infausta tarea). Rozhéstvenski, que despreciaba a Nebogatov, y que tras la odisea sufría de frecuentes crisis nerviosas y migrañas, no quiso compartir los planes de ataque.
Finalmente, el 27 de mayo, la flota rusa se enfrentó a la flota japonesa del almirante Tōgō Heihachirō, al que se le conocía como el “Nelson de oriente”. Los rusos contaban con un total de 35 buques, con 8 acorazados, 7 destructores y 9 cruceros.

 
A Rozhéstvenski le habían llegado informes de que los japoneses atacarían desde el este pero, lo habrán adivinado, los nipones aparecieron por el noroeste, aprovechando las mejores condiciones de viento y mar. Rozhéstvenski intentó virar a una situación más ventajosa (lo cual entrañaba un cierto riesgo, porque un fallo de diseño provocaba que a la Suvorov le entrase agua durante los virajes cerrados), pero se enfrentaba a un enemigo invisible y, a la larga, fatal: los moluscos.
Rozhéstvenski había navegado durante más de 200 días por aguas cálidas, atravesando en dos ocasiones la línea del ecuador. La obra viva de sus buques (la parte sumergida) estaba infestada por todo tipo de limo, algas y moluscos. La velocidad de sus acorazados apenas si llegaba a los 8 nudos.
Dos detalles más: los japoneses habían optado por construir acorazados más pequeños y rápidos, pero equipados con una artillería pesada de largo alcance. En definitiva, eran más rápidos y golpeaban desde más lejos. Además, por primera vez las naves contaban con comunicación por radio; pero mientras los japoneses contaban con equipos de transmisión hechos en casa, modernos y eficaces, fruto de la modernización del país, los rusos utilizaban tecnología alemana y francesa que fallaba a menudo.
Rozhéstvenski y su nave Suvorov fueron golpeados brutalmente. El almirante resultó herido en el cráneo y quedó inconsciente. El destructor Buinyi primero, y el Bedovii más tarde, recogieron al maltrecho Rozhéstvenski; pero finalmente no pudo evitar caer en manos niponas. Lo trasladaron a un centro hospitalario en Japón para que se recuperara de las heridas.
Por cierto; semanas más tarde, en el sanatorio, recibió la visita de cortesía de su adversario, el almirante Tōgō Heihachirō.
La batalla duró menos de dos días y acabó con el contralmirante Nebogatov rindiendo su espada a bordo del acorazado Mikasa. Asistimos a un momento histórico; por última vez un comandante en jefe rindió sus barcos en alta mar a bordo del buque insignia enemigo tras una batalla. La guerra moderna no hará posible que se vuelva a repetir un gesto similar.




El balance final es desolador: los rusos perdieron 6 acorazados, 4 cruceros y 5 destructores. Los 2 acorazados restantes fueron apresados. Sumaron más de 4.000 muertos y 6.000 prisioneros. De la flota inicial de 35 buques sólo pudieron conservar 8. Los japoneses tan sólo perdieron 3 destructores, con un saldo de 116 muertos y 538 heridos.
Nebogatov permaneció detenido como prisionero de guerra por los japoneses. Cuando pudo volver a Rusia se enfrentó al escarnio de haber sido degradado y despojado de sus títulos nobiliarios. En un consejo de guerra celebrado en el invierno de 1906 se le condenó a morir fusilado. La pena fue conmutada a 10 años de prisión por el zar, de los que finalmente cumpliría tan solo 3 años.
Y, a todo esto, ¿qué sucedió con Rozhestvensky?
Recuperado de las heridas, tras la firma del Tratado de Portsmouth que ponía punto y final al conflicto, volvió a San Petersburgo a bordo del transiberiano. Insistió en cargar con las culpas de lo acaecido, pero no se le dispensó el mismo trato que a Nebogatov, que estaba enemistado con parte del gobierno ruso. Siempre supo Rozhestvensky descargar las culpas en otros.
Falleció “el perro loco”, bajo arresto y por causas naturales, en 1909.  Sus restos reposan en un monasterio de San Petersburgo. En paz.


Antonio Carrillo

martes, 10 de mayo de 2016

Bendita pereza


Franklin decía que "la pereza viaja tan despacio que la pobreza no tarda en alcanzarla"

Y es cierto.

La pereza es, qué duda cabe, madre de todos los vicios.

Pero ojo: es una madre.

Compañera de la pereza resplandece la pausa. La lentitud.

La pausa es el reino del arte, de la contemplación desahogada, del olvido necesario, del mirarme en tus ojos, de la frase más dulce y el más callado silencio.

La pausa, en forma de pereza, la percibo en mis animales. En mi hijo en el breve instante en que lo observo antes de despertarlo para ir al amargo colegio. En la manera que tiene mi mujer de tocarse el pelo, distraída.

De la pausa respiran los pocos versos que nos quedan, acallados por tanto ruido.

Y ahora, un perro. Vean el vídeo.


Antonio Carrillo

viernes, 22 de abril de 2016

El hombre de la nariz de oro


 

El hombre de la nariz de oro se muere.

Decae. Se percibe un temblor en los labios, en los dedos de la mano derecha. Aquejado de dolor de cabeza y una persistente diarrea, sus ojos se nublan y su mente se aletarga.
A la vez, hay episodios de irritabilidad, en los que pierde el sentido de la realidad. Hay arrebatos de locura, y un miedo persistente.
El insomne hombre de la nariz de oro tiene los órganos internos irremisiblemente dañados, especialmente los riñones.
El hombre de la nariz de oro muere envenenado.
Es un hombre rico y poderoso, el señor de un castillo. Durante la cena, al fondo del salón, percibe la callada presencia de su invitado más reciente, un brillante matemático y físico alemán. Una de las mentes más privilegiadas de la historia de la humanidad.
El hombre de la nariz de oro ha dedicado su vida a observar el cielo nocturno, el movimiento de los astros. Nadie en la historia ha desempeñado esta tarea con tanta precisión y meticulosidad. Pero los datos esconden una respuesta: el tránsito de estrellas y planetas sigue un patrón, un orden. Y nadie ha sido capaz de descifrarlo. Sólo el matemático alemán tiene la inteligencia para desentrañar el secreto. Y necesita los datos recopilados por el dueño del palacio durante toda una vida.
Pero, en su delirio, enfermo y débil, inseguro, el hombre de la nariz de oro le racanea el acceso a la información. Son migajas lo que le ofrece. Unos pocos datos inconexos.
Todo empezó hace más de cincuenta años. El hombre de la nariz de oro nació en 1546, en el seno de una de las familias más poderosas de Dinamarca. Su destino era la política, el gobierno, y recibió una educación exquisita en humanidades y leyes. Sin embargo, a los 14 años presenció un eclipse de sol que había sido predicho. Este fenómeno lo marcó irremisiblemente: sus ojos adolescentes miraron desde entonces hacia lo alto, hacia el rumbo que marcan las estrellas.
A los 20 años sus estudios incluían, además de leyes y humanidades, astrología, matemáticas, alquimia y medicina. Se habla ya de su erudición por media Europa, y el propio rey le concede un puesto que le permite desarrollar su talento.
Es por entonces que, en el transcurso de una riña contra un colega astrónomo, el filo de una espada le arranca buena parte de la nariz. Hace que le fabriquen una prótesis de oro y plata, que disimulará con maquillaje.
A los 26 años, en 1572, mientras se dedicaba especialmente a la química y la alquimia, observa asombrado el nacimiento de una nueva estrella en la constelación de Casiopea. Donde antes no había nada, ahora aparecía un fulgor inigualable, tan brillante como Júpiter. Una luz nueva en el cielo nocturno, lo que contradecía todo lo que se sabía sobre el firmamento y su inmutabilidad. Se hizo más brillante, al punto que podía verse incluso de día. Publicó un libro sobre el fenómeno que llevaba por título Stella Nova. Nueva estrella.
Desde entonces, llamamos novas o supernovas a estas estrellas brillantes que surgen de repente. Y la estrella, hoy denominada supernova SN 1572, tiene el sobrenombre de nuestro protagonista: la estrella Tycho.
Tycho Brahe (el hombre de la nariz de oro) desarrolló su labor antes de la invención del telescopio. No podía saber que el fenómeno del que había sido testigo era excepcional y de una importancia descomunal. Porque lo que la humanidad presenció en 1572 no fue una supernova normal. Hoy sabemos que SN 1572 es, en realidad, un fenómeno astronómico causado no por una, sino dos estrellas hermanadas. Una supernova del tipo Ia.
Imaginen. 5.500 años antes de Cristo la humanidad daba sus primeros pasos hacia lo que denominamos civilización. Faltan 2.000 años para que se invente la escritura en Mesopotamia, pero en el cercano oriente ya hay ciudades fuertemente amuralladas, como Jericó. Hay comercio, jefatura, sacerdotes.
 
En ese preciso momento, muy lejos, a 7.000 años luz de distancia, dos estrellas que orbitan juntas en un sistema binario están a punto de sufrir un cambio catastrófico. Una de las estrellas es lo que denominamos una enana blanca, una estrella pequeña y (relativamente) fría compuesta de carbono y oxígeno y una fina capa de helio e hidrógeno. Su compañera es una gigante roja, una enorme estrella que se desgarra en parte, compartiendo materia con su hermana pequeña. La enana blanca recibe masa de la gigante, su núcleo se compacta con el tiempo y, de repente, se inicia una fusión nuclear que consume casi todo el carbono en apenas unos segundos. Se genera una reacción incontrolada que acaba en una gigantesca explosión que la destruye.
Una supernova Ia.
Esto sucedió, hemos dicho, unos 5.500 años antes de Cristo. Como las estrellas estaban a unos 7.000 años luz de la Tierra, vimos la explosión justo 7.000 años más tarde, en el año 1572.
Pero hemos dicho que las supernovas del tipo Ia son muy importantes ¿Por qué?
Estas explosiones estelares Ia tienen como protagonistas a enanas blancas, de las que conocemos bastante bien la cantidad de luz que emiten. Las supernovas que percibimos responden a esta uniformidad, muy especialmente a los pocos meses de explosionar, cuando la materia que se ilumina se compone principalmente de níquel. Es decir, sabemos lo brillantes que son las estrellas al explotar gracias al metal que blanquea el interior de nuestras monedas de euro.
Este dato es de una importancia excepcional. La intensidad de la luz que emite una estrella varía con la distancia, más tenue cuanto más lejos. Si observo supernovas Ia en galaxias muy lejanas a miles o decenas de miles de años luz de distancia, puedo calcular con precisión lo lejos que están midiendo la intensidad con la que me llega la luz de la explosión.
Este método – igual les sorprende – es una de las pocas herramientas con las que contamos para medir el cosmos. Lo grande que es en realidad. Lo rápido que se expande.
Pero volvamos a Tycho Brahe.
Al año siguiente de presenciar la supernova , el inconformista Tycho provoca un gran escándalo al elegir como esposa a Cristina, una humilde campesina. Tuvo que intervenir el mismo rey para que se pudiese celebrar el enlace. Tuvieron 8 hijos.
Dos años más tarde el monarca, deseoso de mantener a Tycho como astrólogo real, le regaló la isla de Hven, con una casa y una renta vitalicia. Tycho amplió el recinto construyendo un verdadero centro de observación científico, con observatorio, laboratorios e incluso una imprenta propia.
Mucho más tarde, en 1599, Tycho fue nombrado astrólogo y matemático del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Rodolfo II de Habsburgo. Y es entonces, en el año 1600, en un castillo cercano a Praga, que nos volvemos a encontrar al Tycho Brahe mortalmente enfermo a sus 54 años.
Envenenado, dije.
El problema lo causa la exposición al mercurio. Los alquimistas de la época, y ciertos artesanos que utilizaban el fieltro, como los sombrereros, sufrían por el contacto con este metal altamente venenoso (¿Recuerdan al sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas?). El propio Newton murió con la razón trastornada por su afición a la alquimia y la exposición al mercurio.
Esto nos conduce a una reflexión que considero de una enorme importancia. En el siglo XVI y XVII la modernidad (la física experimental, la astronomía o las matemáticas) convivían con retazos de una cultura medieval (la astrología, la alquimia), estableciendo unas fronteras difusas. La iglesia, por ejemplo, condena a Galileo (que inventó el telescopio en 1609) por su teoría heliocéntrica el año 1633.
Por cierto, en el año 1990 Ratzinger, futuro Benedicto XVI, afirma que “la Iglesia de la época de Galileo se atenía más estrictamente a la razón que el propio Galileo, y tomaba en consideración también las consecuencias éticas y sociales de la doctrina galileana. Su sentencia contra Galileo fue razonable y justa, y sólo por motivos de oportunismo político se legitima su revisión”. O, como diría más tarde, “Desde las consecuencias concretas de la obra galileana, C. F. von Weizsäcker, por ejemplo, da un paso adelante cuando ve un «camino directísimo» que conduce desde Galileo a la bomba atómica”.
Conviene recordarlo: en enero de 2008 el ya Papa Benedicto XVI tendrá que anular su presencia en la principal universidad de Roma, La Sapienza, ante la protesta firmada por 67 profesores y los actos de rebeldía del alumnado.
Conviene recordar, asimismo, que la comisión nombrada por Juan Pablo II para tratar el “caso Galileo” en 1992, afirmó que Galileo carecía de argumentos científicos para demostrar el heliocentrismo, y la comisión sostuvo la inocencia de la Iglesia como institución y la obligación de Galileo de reconocer y prestar obediencia a su magisterio, justificando la condena y evitando una rehabilitación plena.
Porque la historia de Tycho Brahe, del hombre de la nariz de oro, es, en definitiva, la historia del triunfo del razonamiento científico frente al dogma o la doctrina.
Un Tycho Brahe moribundo accede finalmente a que el matemático alemán pueda disponer de los miles de datos recopilados durante decenios. En su lecho de muerte, en un breve momento de lucidez, sólo tiene un último ruego, una súplica desesperada: “no quiero haber vivido en vano”.
La obra de su vida pasará, en efecto, al matemático Johannes Kepler, una de las tres figuras capitales del siglo XVII.
 
Y sucede algo sorprendente: Kepler era un hombre muy religioso, creyente en un universo que reflejaba la perfección de Dios en órbitas perfectamente circulares, a la manera de Aristóteles, pero que además guardaban entre sí una relación equivalente a los poliedros perfectos, siguiendo el razonamiento platónico. Pero los datos de Brahe eran concluyentes, e incompatibles con el círculo, incluso con el óvalo. Los astros no obedecían a la armonía de las esferas.
Kepler pudo obviar los datos de Brahe. Pudo amañarlos para que se adecuasen a sus prejuicios. Pudo simplemente desacreditarlos. Sin embargo, buceó en otras formas geométricas hasta que descubrió las elipses. Y con ello acabó formulando, en 1609, las tres leyes que describen el movimiento de los astros. Tres leyes que seguimos utilizando, que sirvieron de inspiración a Galileo o Newton. Que nos permiten conocer con exactitud cómo se comporta la realidad.
Gracias a la obra de estos tres hombres hoy podemos enviar una sonda a millones de kilómetros, más allá de Plutón, al encuentro con una pequeña roca de apenas 40 kilómetros de diámetro; una hazaña que se producirá el 1 de enero de 2019. Los cálculos necesarios se basan en razonamientos del siglo XVII.
Por cierto; Kepler será también testigo, en 1604, de la aparición de una Stella nova. La estrella de Kepler.
Es un suceso excepcional. Desde entonces no hemos podido volver a ver, a simple vista, este fenómeno en el firmamento. Y han pasado 400 años.
Un adolescente observa un eclipse. Su mente se abre al asombro con la intensidad del amor temprano.
 
Y el universo, por un instante, acaso una milésima de segundo, se siente observado.
Esta es la grandeza del hombre. La mirada de un niño. A lo alto.

Antonio Carrillo.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Ultratumba


 

Cumplo años. Y no puedo evitarlo.

La arena de mi reloj ha dado un vuelco: de repente hay más cantidad abajo que arriba. Y eso me hace pensar.

La arena que descansa en el suelo permanece inmóvil, inalterable. No puedo hacer nada por cambiar lo que ha sucedido. Y, de alguna manera, soy consciente de que mis facultades merman. Lenta pero fatalmente.

 La arena sigue cayendo, inmisericorde. Día y noche, la vida se me escapa de entre las manos, con una velocidad creciente.

Me muero. Como todos. Lo hacemos desde el mismo momento en que nacimos. Mi admirado Montaigne lo explicaba con sencillez: “No morimos porque estemos enfermos, sino porque estamos vivos”. Estar vivo es una enfermedad terminal. Estoy sano y, sin embargo, me muero.

Inexorablemente.

Muchos buscan consuelo en que haya algo después de la muerte. En la supervivencia del alma. No es mi caso. Como Lucrecio, creo que al morir regresamos al mismo sitio del que vinimos antes de ser concebidos. La nada.

Ahora bien, si tuviese que elegir una creencia en la otra vida, creo que elegiría la opción que me ofrece la mitología Nahua, la azteca.

Tras la muerte, en la versión nahua, el difunto podía acudir a cuatro moradas: Mictlan, Tlalocán, Ilhuicalt Tonaliuh o Chichiua-cuauhco.

Mictlan es el lugar al que vamos la gran mayoría, ricos o pobres, hombres o mujeres por igual, fallecidos por causas naturales.

Se trata de un penoso peregrinar durante cuatro años, sorteando todo tipo de penalidades. Se comenzaba por vadear un enorme río, el Apanohuaya. Un lugar sorprendente, donde los protagonistas son los perros domésticos. Si el difunto había maltratado a un perro en vida, se le impedía atravesar el río, y su alma penaba por la orilla, incapaz de avanzar y encontrar la paz. Los nahuas criaban perros y los trataban con cariño, para así asegurar un tránsito en paz tras la muerte.

 
Que se les niegue el perdón a los que maltratan a los perros no me parece nada mal.

Pero el viaje apenas si ha comenzado. El alma debe atravesar lugares fascinantes y peligrosos, en los que las montañas de repente chocan entre sí, triturando a los muertos, o parajes repletos de piedras afiladas que despedazaban los cadáveres, montañas nevadas, desiertos en los que no hay gravedad y los muertos flotan al merced de los fuertes vientos, regiones en las que un jaguar devora el corazón o un lago negro y profundo en donde el gran lagarto Xochitonal acecha para devorar a los infelices.

Tras ese largo peregrinar llega no la recompensa, sino el sueño. El olvido. Un descanso en el que el alma se libera.

Tlalocan era un lugar paradisíaco, origen de todas las aguas potables, destinado a las personas que morían ahogadas, fulminadas por un rayo o víctimas de determinadas enfermedades, como la lepra, sarna o hidropesía. A los cadáveres se los quemaba.

El tercer lugar, Ilhuicalt Tonaliuh, también placentero, lugar sin noche ni pesar alguno, con flores siempre frescas y placeres infinitos, era el destino que aguardaba a los guerreros muertos en batalla o prisioneros. Si sus escudos habían resultado agujereados por flechas, podían ver el sol a través de ellos; y al cabo de cuatro años su alma se transformaba en pájaros de hermosos colores que libaban el cáliz de las flores del cielo y de la tierra.

Pero la más hermosa de las moradas es Chichiua-cuauhco, el lugar que acoge a los niños muertos. En él se encuentra un árbol de cuyas hojas rezuma leche. Los niños aguardan tranquilos; están destinados a repoblar la Tierra cuando la raza de los hombres se extinga.

 
Este mito serviría de consuelo a las madres que habían perdido a su retoño.

Consuelo. Se trata de sobrevivir a la muerte de los que amamos, y encontrarle un sentido a la vida. No es poca cosa.

Yo tengo la desgracia de no creer en un más allá. Soy un firme creyente en el más acá; en cuidar con esmero a los que nos rodean en vida. En procurar vivir en armonía sin causar daño. En sembrar ilusiones y sueños sin pedir nada a cambio.

El paraíso, de existir, lo concibo estando vivo.

Inmensa y agotadoramente vivo.

Antonio Carrillo.

viernes, 11 de marzo de 2016

El caminar del gato y otras divagaciones



Mamá me tiene dicho que no divague.

Yo no divago”, me defiendo.” La realidad misma insiste en hacerlo”.

La realidad se asemeja al espectáculo pirotécnico: de un único cohete estallan cien ramificaciones, iluminando la oscuridad de nuestro cráneo con el fulgor de mil respuestas y muchas más preguntas, con el brillo del asombro cotidiano que no nos permite caer en la molicie de la senda trillada. Es un laberinto de recodos insospechados, un devenir fabuloso en el que la razón se eleva bajo el impulso de la imaginación y de la búsqueda.

Estar vivo es mirar. Es detenerse en la lectura, porque algo ha desperezado a los duendes que nos habitan.  Es desplegar mapas en la mente sin fronteras ni visados. Es la libertad de soñar caminos nunca hollados por persona alguna.

Yo no divago. Sólo tengo los ojos abiertos.

Observo a mi gato. Se mueve con una elegancia hipnótica. Se desplaza como si flotara, como un fluido silente y cauteloso, orgulloso y perfectamente consciente de su importancia, de que lo observo.

La perra, a mi lado, fiel y complaciente, también lo mira embelesada.

El caminar del gato es único. Mueve ambos miembros de un solo lado a la vez; el delantero y trasero del lado izquierdo. Después los del lado derecho. No alterna ambos lados, como el resto de los cuadrúpedos, incluidos los otros felinos. Esta locomoción extraña es posible por su constitución: el gato tiene más huesos que el ser humano, una enorme cantidad de músculos poderosos y unas articulaciones muy flexibles. Su sistema nervioso y un perfecto sentido del equilibrio ayudan a que su andar sea ágil y efectivo. Con su pata trasera pisan casi en el lugar exacto donde vemos la huella que dejó la pata delantera.

Es curioso; sólo hay dos animales que caminen de esta manera: la jirafa y el camello.

El camello, mucho más torpe que el gato, se balancea al caminar. Se le conoce como “el barco del desierto”. Sin embargo, que su aparente torpeza no nos llame a engaño: el camello es una máquina de resistencia casi perfecta, capaz de soportar las condiciones más duras durante 18 horas diarias. El camello se enfrenta al reto del Sahara, con sus 9 millones de kilómetros cuadrados. Casi 18 veces la superficie de España.

Por cierto, en el colegio mi hijo ha estudiado que el Sahara es el mayor desierto del planeta. Y no es cierto. El mayor desierto de la Tierra es la Antártida, con 14,2 millones de Km2. Que la presencia de agua congelada no nos llame a engaño: en el interior del continente austral las precipitaciones apenas alcanzan niveles de 50mm al año.

Más acotaciones: he hablado de camellos cuando debería haber hablado de dromedarios. Los camellos no viven en África, sino en Asia. Tienen dos jorobas y el pelo largo, para soportar los rigores climáticos de la altiplanicie tibetana o los cambios de temperatura del desierto del Gobi. Este pelo frondoso posiblemente ayude a los camellos a soportar la radiación procedente del sol cuando se encuentran en altitudes superiores a los 3.000 metros. En esto me recuerdan a las llamas o las alpacas de Sudamérica.

Pero…. ¡si son de la misma familia!. Camellos, dromedarios, alpacas, llamas o vicuñas son todos miembros de la familia camelidae. Todos ellos tienen los glóbulos rojos con forma elíptica (curioso), una misma musculatura en las patas y una misma dentición. Tienen tres cámaras en el estómago (no cuatro, como los rumiantes) y en vez de pezuñas tienen dos dedos.

Y camellos y llamas escupen.

Y sí: los parientes americanos también se mueven desplazando simultáneamente las dos extremidades del mismo lado. Por tanto, no hagan mucho caso de lo que puedan leer por internet: como el gato caminan el camello, el dromedario, la jirafa, la vicuña, la alpaca, la llama y el guanaco.

Alguno se preguntará… ¿acaso el camello procede de América? Lo cierto es que sí. De Norteamérica. Hace 40 millones de años los camélidos apenas si llegaban a medir 80 cm. Mucho más tarde, hace unos 3 millones de años, cuando se congeló el estrecho de Bering, algunos camélidos pasaron de América a Eurasia. Ni iban solos: otras especies también emigraron hacia nuevos horizontes. Por ejemplo, el caballo.

Sí. El caballo procede de América. Es paradójico que millones de años más tarde volvieran a la tierra de sus ancestros embarcados en navíos españoles.

Dejo que el cerebro divague. Es bonito encontrar conexiones y paradojas: el gato camina de manera extraña, de camello lo hace también, el dromedario se protege del sol, esto lo emparenta con la alpaca, los dromedarios proceden de América… pero ¿y la jirafa? ¿Seré capaz de encontrar un nexo, algo más que entrelace este tapiz complejo y fascinante?

Pienso en una especie extinta de camélido americano: el Oxydactylus. Se parecía a la jirafa, con largas patas y un cuello muy largo, para comer de los árboles. Podría ser un antecesor; pero no. La divagación sólo admite un límite: el rigor.

La jirafa tiene su origen en Europa, y tiene un solo pariente cercano vivo, el raro (casi extinto) okapi. Cuando los europeos descubrieron a los okapi pensaron que era un équido, emparentado con las cebras, porque mostraba las mismas rayas blancas y negras en su parte posterior. Pero las huellas demostraron que no tenían casco, sino dos dedos. Jirafas, okapis, llamas, camellos… todos pertenecen a un mismo orden, el de los artiodáctilos; los animales cuyas extremidades terminan en un número par de dedos. Es un vínculo, lejano, pero vínculo al fin y al cabo.

¿Saben qué nos dio la pista sobre el vínculo entre el okapi y la jirafa? La lengua. Ambos tienen la lengua negra, muy larga (medio metro en el caso de la jirafa). Son capaces incluso de limpiarse el interior de las orejas.  

Y el okapi camina del mismo modo que la jirafa, el camello o el gato. La lista se alarga. Sospecho que habrá más.

Me queda algo pendiente, un vínculo entre el camello y la jirafa. Algo.

Recuerdo a Julio César y su campaña en África. A su vuelta trajo consigo la primera jirafa. Los romanos, fascinados ante este nuevo y extraño animal, lo llamaron el "camellopardo"; decían que tenía la cara del camello y las manchas del leopardo. En 1758 Linneo le dio su nombre científico: Giraffa camelopardalis. Es su nombre actual. Ya tengo la relación que buscaba.

Otro día hablaré de la jirafa y su relación con los astronautas y el sistema circulatorio. Pero ya he divagado bastante por hoy ¿no les parece?

En este laberinto la Antártida, Julio César, la protección el pelo contra la radiación solar o la lengua negra nos han llevado de la mano del asombro.

¡Es tan maravilloso estar despierto a la vida!

Antonio Carrillo

martes, 8 de marzo de 2016

Leyes absurdas





En la Inglaterra victoriana de principios del siglo XX el río Támesis, como tenía por costumbre, sufrió una crecida y desbordó su cauce.

En la ribera del río, ahora con medio metro de agua, dos flemáticos ingleses se encaminan hacia un encuentro accidentado. El uno montado en un vehículo impulsado a motor, uno de los primeros. El otro, feliz en su pequeño bote de remos.

En cualquier lugar del mundo cualquiera de los dos protagonistas se hubiese apartado; pero hablamos de ingleses. La ley del mar obliga a circular por la derecha, y la ley de circulación terrestre establece que se circula por la izquierda. Y los ingleses obedecen la ley.

Resultado: chocaron.

El asunto llegó hasta las más altas magistraturas, que debieron dilucidar si aquél espacio era marítimo o terrestre.

Todos los países conservamos leyes antiguas absurdas; pero el Reino Unido es un crisol de ejemplos (algunos) desternillantes.

Por ejemplo: si en España la ley nos obliga a llevar triángulos de señalización o chalecos en el vehículo, en Londres el conductor debe llevar un fardo de heno. Por si tiene que alimentar al caballo. Hay empresas que fabrican minúsculas balas de heno que los taxistas llevan colgadas, para así obedecer la ley.

Conviene que lo sepa: está prohibido pintar garabatos en los billetes, coser el escudo de armas de la realeza sobre una cama, pegar un sello con la imagen de la reina al revés, afeitarse o cortar el césped en domingo, golpear a tu esposa a partir de las 9 de la noche (todo un detalle), comer pastel de carne en navidad, agitar una alfombra en la calle (los felpudos se pueden limpiar antes de las 8 de la mañana), comer chocolate en un transporte público si eres mujer, volar una cometa en un parque público (¿y el final de Mary Poppins?), permitir que tu asistenta esté de pie en el alféizar de una ventana, tender la ropa en la calle, sacar a tu perro del coche si se te avería en el arcén de una autopista… tú puedes volver a casa, pero el perro debe permanecer en el interior del vehículo.

Ojo: si tiene previsto llevar un rebaño de ovejas por el centro de Londres, conviene que sepa que tiene prohibido hacerlo de 10 de la mañana a 7 de la tarde.

Si aparece una ballena o un esturión varados en la costa, pertenecen a la realeza. La Ley señalaba expresamente que la reina podría necesitar cartílagos y huesos para su corsé. Los ciervos, cisnes y osos son propiedad de la casa real. Y el que tu perro “monte y mancille” por un descuido a la perra de la reina podría suponer la pena de muerte.

Para el perro y para ti.
 
 

En la (preciosa) ciudad de York es perfectamente legal asesinar a un escocés dentro de las antiguas murallas si porta una ballesta. A no ser que sea domingo. En (la no menos bonita) Chester se puede disparar a un galés a partir de las 12 de la noche. En realidad, los galeses no pueden entrar a la ciudad antes de la salida del sol, y no pueden permanecer en ella una vez se ha puesto.

Se toman muy en serio los asuntos que atañen al miccionar. Un hombre que se siente compelido a orinar en público y no dispone de mingitorio, puede hacerlo siempre y cuando apunte hacia la rueda de su vehículo y mantenga su mano derecha apoyada en él. La ley dice que una embarazada puede orinar donde quiera, incluso (literalmente) en un casco de policía. Si estás en Escocia, todo es mucho más sencillo: si no te aguantas las ganas y llamas a la puerta de un extraño, la ley le obliga a cederte su baño.

Los hombres menores de 14 deben practicar el tiro con arco todos los días, es ilegal pasear bebido con una vaca en Escocia y se penaliza saltarte la cola del ticket de metro de Londres.

Pero hay dos leyes británicas que me llaman poderosamente la atención: está terminantemente prohibida la importación de patatas si se sospecha que proceden de Polonia.

Y si eres mujer y vives en Liverpool, debes saber que es ilegal la práctica del toples salvo en un caso: si trabajas en una tienda que se dedica a la venta de peces tropicales.

Esta última ley me tiene fascinado. ¿En qué habrá estado pensando el legislador?

Antonio Carrillo.

lunes, 22 de febrero de 2016

El Arca de Noe y los Osos de Agua



El 14 septiembre de 2007, a las 13 horas (hora central europea), despegó del cosmódromo Baikonur, en Kazajstán, el cohete ruso Soyuz-U. Transcurridos apenas 9 minutos, a 300 kilómetros de altitud, se desprendió la nave Fotón M3, un proyecto conjunto de Rusia y la Agencia Espacial Europea.

Fotón, ahora satélite artificial de la Tierra, estuvo 12 días orbitando el planeta. Tardaba apenas 90 minutos en completar un giro.

La agencia oficial rusa Itar-Tass le puso un mote a la nave: “Arca de Noé” ¿Por qué? En su interior  líquenes, bacterias, 10 hámsteres, 20 tritones, peces, 5 lagartos, 20 caracoles, cucarachas o crisálidas de mariposas se sometieron a 45 experimentos químicos, físicos, biológicos y biotecnológicos en condiciones de microgravedad. Todos los animales iban protegidos en entornos que salvaguardaran su supervivencia.

Todos, menos uno.

Tras completar 189 órbitas Fotón M3 aterrizó en Kazajstán, en la ciudad de Kustanay, a las 09:58.

 
K. Ingemar Jönsson, científico sueco del Departamento de Matemáticas y Ciencia de la Universidad Kristianstad, esperaba nervioso; era el máximo responsable del proyecto TARDIS “Tardigrades in space”.

Por primera vez un animal multicelular se vio expuesto a las peores condiciones posibles: a la gravedad, vacío, frío y radiación del espacio exterior ¿Quedó alguno con vida?

Jönsson escogió para su experimento de resistencia a unos pequeños invertebrados acuáticos que apenas alcanzan 1 mm de longitud: los tardígrados. Estos animales fascinantes fueron descubiertos en 1773 por Johann August Ephraim Goeze, a quien se le ocurrió el apodo “oso de agua”, por su lento caminar.

Los tardígrados se encuentran en prácticamente todos los ecosistemas en los que hay agua, desde el trópico a los hielos del Ártico, de la fosa de las Marianas al Everest. Les basta con que haya una fina película de agua en musgos o helechos, tierra adentro. Están en todas partes. Son los mayores supervivientes de la naturaleza.



Y han sobrevivido al frío inmenso, a la presión mínima, el vacío y la radiación del espacio exterior.

El oso de agua es el ser vivo más resistente que conocemos. Sobrevive a temperaturas entre -273 y +151 °C. No mueren si se les sumerge en alcohol puro o en éter, soportan 100 veces más radiación que las cucarachas y pueden sobrevivir en estado de hibernación sin agua ni alimento al menos 40 años. Resisten presiones de 600 atmósferas. En condiciones difíciles estos animales con reproducción sexual pueden incluso autofecundarse. Un único tardígrado puede formar una colonia.

El secreto del taquígrafo radica en la capacidad de entrar en un estado de latencia casi absoluta. Antes de introducirlos en Fotón, Jönsson provocó que los osos de agua respondieran a una progresiva falta de agua descendiendo su actividad metabólica hasta alcanzar un estado de animación suspendida que se denomina criptobiosis o estado anhidrobiótico. En este estado el organismo del tardígrado se retarda a menos de una centésima parte de lo normal, hasta alcanzar un nivel de reposo prácticamente indetectable.

Es lo más parecido a una muerte. Pero de la que se puede resucitar.

Todo se basa en un progresivo proceso de deshidratación, mediante el cual el animal pasa de tener un 85% de agua corporal a quedarse con tan solo un 3%. En el proceso, el minúsculo invertebrado sustituye el agua perdida por un azúcar muy especial, llamado trehalosa, que impide la destrucción de las estructuras celulares. Además, genera glicerina, para aportar elasticidad a los tejidos deshidratados y formar un escudo protector frente a las agresiones externas. Finalmente, el animal retrae las patas al interior del cuerpo y se enrolla, formando una esfera (la forma perfecta para preservar la energía) que está cubierta por una especie de cera.

Los tardígrados previamente deshidratados, de las especies  Richtersius coronifer  y Milnesium tardigradum, fueron expuestos por Jönsson a tres tipos de condiciones ambientales:

 
1) Al vacío, presión y temperatura del espacio exterior, pero protegidos frente a la radiación.

2) Un segundo grupo tuvo que soportar la radiación conocida como UVAB (rayos ultravioleta de onda media).

3) Finalmente un tercer grupo estuvo expuesto sin filtro alguno al espacio, sometidos a la radiación ultravioleta de onda corta o UVC, cuatro veces más potente que la B, un tipo de radiación ionizante y letal para la vida, a la que se sumaba la ingente radiación cósmica. De este grupo, no se esperaba superviviente alguno.

La radiación constituía (y constituye) el gran reto para la supervivencia en los viajes espaciales. La temperatura no era el mayor problema; el vacío del espacio exterior es un fabuloso aislante térmico. A pesar de soportar una temperatura próxima al Cero Absoluto, la congelación no es inmediata. En el espacio sólo se pierde calor mediante transferencia, y la muerte llegaría al cabo de bastantes minutos. Y los osos de agua, como dijimos, en estado de hibernación soportan temperaturas bajísimas.

En el espacio, en tales condiciones de vacío y presión, todos los líquidos hierven. Pero los fluidos que se mantienen en el interior del cuerpo comparten una presión mayor. Un astronauta al que le fallara el traje espacial no moriría congelado al instante ni le herviría la sangre. Sí que hervirían otros líquidos como la saliva o las lágrimas, pero no quemarían, porque hervirían a 37ºC. El accidentado perdería en segundos el conocimiento y moriría de un fallo cardíaco. Los tardígrados, sin embargo, con sólo un 3% de agua, no tendrían demasiados problemas.

Es por esto que el equipo de Jönsson dividió los osos de agua en tres grupos: sin exposición a radiación, expuestos a radiación B y expuestos a toda la radiación.

Una vez trasladados al laboratorio, se comenzó la tarea de rehidratar e intentar renacer a los osos de agua.

Del grupo 1, sometidos durante 12 días a temperaturas cercanas al cero absoluto, a -600 atmósferas, al vacío y ausencia de soporte vital, despertaron la gran mayoría de los tardígrados, en un tiempo normal, y comenzaron a procrear de inmediato.

Del grupo 2, expuesto a las mismas condiciones y a la exposición de la radiación ultravioleta tipo B, sobrevivió el 70%.

Pero la sorpresa vino con el grupo 3. Sobrevivieron y prosperaron 3 especímenes.

Este experimento se repitió en 2011, en la Estación Espacial Internacional. Los resultaron fueron similares: los tardígrados sobreviven a la radiación cósmica y al vacío del espacio.

Animada por estos resultados, la comunidad científica envió en noviembre de 2011 osos de agua, bacterias, hongos y semillas a Fobos, el mayor satélite de Marte. Se esperaría 3 años para comprobar si alguno prosperaba. Por desgracia, la sonda Fobos-Grunt se estrelló por un fallo de ingeniería.

Un dato más, de hace unas pocas semanas: el Instituto Nacional de Investigación Polar de Japón (NIPR) ha resucitado un oso de agua que encontraron en los años 80 en unas muestras de musgo congelado cerca de la base polar Showa, en la Antártida Oriental. Es decir, los tardígrados pueden esperar más de 30 años a que los reanimen. Hay datos de rehidratación de especímenes con más de 100 años, pero no son concluyentes.

 
Acabo: les propongo algo. Busquen fuera de casa un poco de musgo. Lo ideal es buscar en rocas, muros o tejados, porque los osos de agua buscan lugares que les puedan aportar calcio, que necesitan para formar sus estructuras más duras. Se deja secar el musgo al sol, se limpia de residuos y se coloca boca abajo sobre un recipiente con agua mineral o destilada. 24 horas más tarde es probable que en el agua veamos, con la ayuda de una lupa, diminutos animales en movimiento. Con un microscopio doméstico podrán verlos con suficiente detalle.

Necesita una lupa, un recipiente y el microscopio de su hijo. Cuando los vea moverse piense que, dentro de unos años, habrá osos de agua en planetas o satélites del Sistema Solar. Que lo que observa es un milagro de la naturaleza.

Antonio Carrillo