No
se me da bien contar historias. Al fin y al cabo, antes fui un pez.
A
menudo divago narrando anécdotas absurdas, sin apenas interés. Por ejemplo: mucha
gente piensa que los peces respiramos agua, y no es cierto. Como el resto de
los animales, de dentro y fuera del océano, respiramos dioxígeno molecular, un
compuesto gaseoso formado por dos átomos de oxígeno. Por lo tanto, todos los
peces necesitamos que haya dioxígeno disuelto en el agua para no ahogarnos. Por
eso en las peceras un pequeño motor permite una circulación de aire en forma de
burbujas que ascienden ¿Cómo es posible que encontremos esta molécula gaseosa
en los océanos? Primero, porque la superficie del mar está en contacto con la
atmósfera, rica en dioxígeno, y se produce un intercambio gaseoso. Cuando el
mar está agitado el aporte de oxígeno es mayor. Además, los microorganismos
vegetales y las algas también producen oxígeno como resultado de la
fotosíntesis, y parte de ese oxígeno permanece en el agua.
En
el océano la mayoría opina que gran parte del dioxígeno que circunda la Tierra
se originó primero en el mar. Guárdenme un secreto: los animales acuáticos nos
sentimos calladamente orgullosos de nuestro rico entorno y de nuestra herencia.
Antes
yo no era un ser muy listo, es cierto, pero recuerdo vagamente el placer de deambular
por el ártico; el frío mar boreal permite una mayor concentración de gas
disuelto y es rico en algas y plancton. Pero todo acabó bruscamente una mañana,
cuando una foca me devoró.
Sufrí
entonces un dolor lacerante y cayó una oscuridad definitiva; había sido
arponeado por un cazador inuit. El boquete abierto en el hielo era una trampa.
Y
fue partir de ese momento que todo cambió, y tomé conciencia de mi inua,
de mi alma.
Fue un
fogonazo, de repente. Era una magia tan antigua como la vida misma. Después de
matarme el cazador me honró con una ceremonia para preservar mi espíritu, dándome
las gracias por el aporte de carne, grasa y piel. Además, en el poblado el
chamán bendijo mis restos y rogó por que formase parte del sutil equilibrio de
la vida. Ya no era solo pez o foca; los esquimales me abrieron los ojos a una
realidad espiritual de la que todos formamos parte como una unidad indisoluble.
El pueblo inuit me hizo partícipe de esa verdad que llamamos inconsciente
colectivo. La vida con los ropajes de la percepción y la memoria.
Comprendí
el origen del mundo, al principio una masa uniforme de agua que se vio alterada
por la caída de grandes trozos de tierra desde el espacio. Y en esa primera
tierra firme aparecieron los hombres, unos seres maltrechos, sin gracia ni
talento, que no sabían ni caminar; pero los dioses les ofrecieron el mayor de
los regalos: la mujer. Bajo su cuidado e inteligencia la humanidad comenzó a
prosperar.
Las
mujeres inuit están encargadas de la tarea más trascendental para la
supervivencia del poblado: mantener vivo el fuego en el interior de las casas sobre
una mezcla de musgo y grasa. Para un pueblo que vive seis meses bajo una permanente
oscuridad y atenazados por un frío extremo el fuego es el bien más preciado. De
hecho, los inuits piensan que las estrellas del firmamento son pequeños
agujeros que dejaban ver las fogatas de nuestros familiares ya fallecidos.
Y
yo, que comparto el alma de la tribu, que formo parte de su exquisita
mitología, sé que tienen razón. Salvo que las estrellas no arden, porque no hay
oxígeno en ellas. Nuestros antepasados viven en fuegos que no son fuegos, y que
queman sin arder.
Y
fue en una de esas noches interminables, de historias y relatos en el interior
cálido de una cabaña, que un anciano contó la historia de Sedna. La historia
del mar. Mi historia. La historia de todos.
Lejos,
en los albores del tiempo, en una isla sin nombre vivía un hombre viudo y su
hija Sedna, de gran belleza. Una mañana el horizonte avisó de la llegada de un
barco extranjero. El capitán era un hombre apuesto y encantador, y embriagado
por la belleza de Sedna la sedujo y convenció para que abandonase a su padre y
a su pueblo. Pero al poco de partir Sedna se dio cuenta de que su amado era en
realidad un cruel brujo. Un ser contra natura que disfrutaba haciendo daño a la
mujer.
El
padre de Sedna está aterrorizado; piensa que el mar está siendo gobernado por
los designios de los dioses enfadados y arroja a su hija Sedna a las aguas. La
joven se hunde un instante para en seguida salir a frote y, desesperada, se aferra
con fuerza a la borda del kayak. Aterrada le suplica a su padre que le perdone
la vida, que la salve. Pero la pequeña canoa no resiste el empuje que supone
tener a Sedna agarrada, se escora peligrosamente, y el padre toma una decisión
terrible: blande un hacha y con golpes repetidos corta los dedos y las manos de
Sedna.
La
mar se llena de seres que respiran, y desde entonces, en lo profundo, vive en
soledad Sedna, la reina del mar. A sus dominios van las almas de los que mueren
para ser juzgadas por lo que hicieron en vida. En ocasiones escasea la pesca y
el pueblo pasa hambre; otras muchas el océano se agita nervioso. Los hombres
saben que Sedna está nerviosa: sus largos cabellos se han enredado y la
muchacha se revuelve furiosa porque no tiene manos ni dedos para alisarlos. Los
chamanes sabios, en la orilla, mueven sus manos y cantan, peinando a la joven
diosa. Con el tiempo la mar vuelve a la calma.
Se
hace el silencio en la cabaña. Los más pequeños reflexionan sobre el respeto a
los seres que habitan en los mares y la necesidad de respetar a las mujeres.
Todo se engloba en una visión equilibrada y coherente de la realidad. La llama
consume el oxígeno y da calor. Las hijas se abrazan a sus madres y sueñan con
Sedna.
Yo,
que solo soy espíritu y que antes fui pez, estoy en todos ellos, en la tribu y
los animales, en el mar y el hielo. En los vivos y los muertos. En el firmamento.
Y puedo viajar a otra Sedna lejana que vive en una oscuridad permanente. Una
Sedna de agua y frío.
El
14 de noviembre de 2003, desde el observatorio de Monte Palomar de San Diego,
se detectó un cuerpo extraño dentro de nuestro sistema solar; aparentemente se
trata de un planeta enano, como Plutón, pero su órbita es tan lejana que desde
su superficie el Sol parece una estrella más, brillante pero sin forma. Está
muy, muy lejos. Demasiado.
Si
pudiésemos acercarnos a este cuerpo astronómico ¿qué veríamos?
Es
una esfera con 1.000 kilómetros de diámetro. Destaca por la intensidad de su
color rojo, como si fuese un Marte en miniatura. Está tan lejos de todo que
nunca ha sido molestado; no se observan cráteres ni relieves causados por el
impacto de meteoritos.
Su
superficie es químicamente compleja. En 1979 Carl Sagan descubrió las tolinas,
unas moléculas orgánicas muy primitivas y de enorme complejidad, formadas a
partir de moléculas ricas en nitrógeno, como el metano, cuando son bombardeadas
por radiación ultravioleta. El resultado es un hidrocarburo rico en nitrógeno y
carbono de color rojizo. En la superficie de este cuerpo helado hay, además de
tolina, agua congelada, metano, nitrógeno, metanol y carbono, formando una capa
superficial rica en compuestos orgánicos.
Se
llama Sedna.
Sus
descubridores lo llamaron Sedna en recuerdo de la diosa de las profundidades
heladas del océano ártico. Y puede que el nombre sea premonitorio, porque el
pequeño planeta Sedna puede ocultar en su interior un secreto fascinante.
Si
estuviésemos sobre la superficie de Sedna habría una oscuridad sin igual en
nuestro sistema solar; el sol no calienta y apenas si ofrece una luz difusa. El
día dura unas 10 horas, y cuando se oculta el Sol el firmamento debe
engalanarse en un espectáculo digno de verse. Pero si profundizásemos dentro de
Sedna, si atravesásemos su superficie helada rica en compuestos orgánicos, es
posible que encontrásemos un océano de agua líquida. Un verdadero reino de
Sedna ¿Cómo es posible?
Hay
un fenómeno natural conocido como “calor por desintegración nuclear”. En pocas
palabras, los cuerpos del sistema solar están compuestos por múltiples
elementos de la tabla periódica, y los más pesados se acumulan en el núcleo. El
interior de planetas y satélites están calientes porque los isótopos
radiactivos de elementos como el uranio, el torio o el potasio interactúan con
los átomos de otros elementos, causando movimiento en sus partículas
elementales y, en consecuencia, calor.
Los
modelos que se manejan de calentamiento interno a través de la desintegración
radiactiva indican que Sedna podría ser capaz de soportar un océano subterráneo
de agua líquida. Todo dependerá de la cantidad de elementos radiactivos
presentes en Sedna.
Pero
imaginen: a 20 veces la distancia de Plutón una pequeña esfera sólida de 1.000
kilómetros de diámetro puede ocultar un océano en penumbra de agua líquida rica
en nutrientes orgánicos. Sería un lugar propicio para que la vida experimentase
en sus muchas formas durante miles de millones de años, porque la lejanía de
Sedna supone dos ventajas: una menor incidencia de la radiación solar, a lo que
ayudaría las capacidades aislantes de la tolina, y un entorno libre de
acometida de meteoritos y cometas. Un remanso de paz en medio de la nada. Bajo
la apariencia de un mundo yermo, oscuro y frío podría bullir la vida.
Pero
sería una vida muy distinta a la nuestra. ¿Por qué? Por la ausencia total de
oxígeno atmosférico, de dioxígeno molecular. La vida en Sedna sería anaeróbica,
capaz de sobrevivir en un ambiente libre de oxígeno. Es importante recordar que
en la Tierra hay lugares propicios para la vida anaeróbica. Por ejemplo, el
interior de nuestro organismo. Y en sus orígenes toda la vida en la Tierra era
anaeróbica. Pero en Sedna, sin la facultad energética que aporta el oxígeno, la
vida sería posiblemente muy sencilla. Poco evolucionada. No habría células eucariotas.
Todo son especulaciones y es muy improbable que enviemos una sonda a explorar
Sedna.
He
vuelto. Vuelvo a ser yo. Se lo advertí; no se me da bien contar historias.
Es
porque antes era un pez.
En
el cosmos toda la vida está interconectada por cuerdas invisibles e
indetectables, capaces de soslayar tiempos y distancias. Los chamanes lo saben,
como saben que Sedna aguarda en lo más profundo del océano ártico. Como saben
que conviene peinar sus negros cabellos.
Aquí,
en la Tierra, y en lo más profundo del espacio.
Antonio
Carrillo