martes, 28 de marzo de 2023

El peor año de la humanidad y una mascota enferma


Nuestro relato comienza con una niña de cinco años, que juega en el patio de su casa en Raphta. Hace mucho frío, a pesar de encontrarse en Azania (hoy Tanzania), en el este de África. La chavala sueña con conocer las blancas montañas de la luna, donde nace el poderoso río Nilo.

Su padre es comerciante del marfil deseado. Se lo vende a esos romanos que hablan griego, a los magos que – se rumorea - dominan un fuego que arde bajo el agua. Es el año 536 según el calendario de los cristianos. Y hoy, como ayer, como en el último año, apenas si ha salido el sol. Y hace mucho frío.

 

Desde el año 535 todo el planeta está sumido en las penumbras. Las crónicas hablan de un sol tan débil que la luz del día se asemeja a las noches de luna llena. En la China meridional del amable emperador Wu de Liang, en pleno agosto, no se superaban los 5 grados, y ciudades y campos están bajo un manto de nieve blanca. Europa y Asia padecen una densa niebla seca. Fueron 18 meses terribles, de hambre, sequía y penurias.

Los anales gaélicos describen la falta de pan en Irlanda. Procopio de Cesarea describe un sol apagado que no calienta, y una época de muerte. El senador romano Casiodoro dice que al mediodía no hay luz, y las personas que deambulan como espectros no producen sombras por la ausencia del sol.

Las cosechas no prosperan, los animales mueren. Los análisis de los anillos de la madera de un roble irlandés nos aportan la prueba de que durante 8 años los árboles dejaron de crecer. Estos análisis se han confirmado en los troncos de árboles de Finlandia, California, Chile y Suecia. El planeta entero se adormece, súbitamente congelado.

¿Por qué sucede esto?

El análisis de los núcleos de hielo recogidos en lugares tan distantes como Groenlandia y la Antártida muestran que en esa época había grandes cantidades de ácido sulfúrico, lo que evidencia una lluvia ácida en los cielos del mundo. El origen más probable de esta antagonista de la vida son las erupciones volcánicas masivas.

Además, en los núcleos de hielo de Groenlandia se han observado sedimentos y microorganismos de origen marino. Curiosamente, los microfósiles detectados provenían de aguas cálidas, tropicales. Los geólogos especulan con erupciones submarinas que, al vaporizar el agua del mar, transportan a la atmósfera los sedimentos marinos. El análisis de los hielos de un glaciar en Suiza nos ofrece nuevas pistas: en la ceniza se distinguen partículas microscópicas de vidrio volcánico procedente de Islandia.

Por lo tanto, parece demostrado que desde al menos el año 535 la tierra sufrió una sucesión de erupciones catastróficas en distintos lugares del planeta. Por ejemplo, el volcán Krakatoa explosionó el año 535, y también erupciona el volcán Rabaul en Papúa Nueva guinea. Se postulan erupciones masivas en Islandia, y parece probado que hubo actividad volcánica submarina en zonas ecuatoriales… y además contamos con la catástrofe del lago de Ilopango en El salvador. Fueron demasiadas catástrofes en poco tiempo, y la Tierra no fue capaz de curarse.

El lago de Ilopango, a solo 16 kilómetros de San Salvador, mide 11 kilómetros de largo y 8 de ancho, con una superficie de 72 km² y una profundidad de 230 m. Su belleza oculta un monstruo dormido; en realidad es un cráter inmenso, y en sus profundidades yace un enorme depósito de magma. En el año 536 este leviatán abrió sus fauces de fuego en un aullido que conmocionó a todo el planeta.

Es difícil imaginar la potencia del estallido sin hacer mención a las cifras: imagine que multiplica por más de 100 el estallido del Monte St. Helens de 1980, un horror que arrasa todo rastro de vida animal y vegetal 2.000 kilómetros cuadrados a la redonda. Fortísimos vientos huracanados ardientes, a cientos de kilómetros por hora, queman campos y ciudades. 80.000 personas mueren en cuestión de pocos minutos. El monstruo expulsa a la atmósfera más de 84 kilómetros cúbicos de ceniza y polvo que cubren buena parte del planeta.

Los efectos fueron terribles en poblaciones mayas cercanas. La cultura Moche de Perú, maravillosa en su dominio de la cerámica, comienza un declive imparable que acabará con su desaparición. La sequía global agrava las consecuencias del frío y la falta de luz. En China se describe una lluvia extraña, improductiva, de un polvo amarillo. En el imperio romano de oriente, en Bizancio, los sueños de restaurar un imperio romano que abarque todo el Mediterráneo están abocados al fracaso. Belisario, el glorioso general bizantino, ha llegado a Roma, y el Papa que desafía las órdenes del emperador Justiniano es destituido. Pero hay hambre, oscuridad y presagios de muerte en el aire.

Y, sin embargo, lo peor está por venir. La humanidad se enfrenta a un enemigo invisible que le someterá a un dolor inenarrable, a un calvario definitivo y cruel. Y todo comienza en el 536, en el patio de una casa en Raphta.

 

La niña es pequeña para saber que de su querida Raphta salen 50 toneladas anuales de marfil rumbo a Bizancio. Se matan 5.000 elefantes al año; no es de extrañar que más al norte, por Etiopía o Eritrea, de donde es su padre, los elefantes se hayan extinguido. Los cuernos de rinoceronte también son un producto de lujo. Pero la pequeña es ajena a todo y solo le preocupa una cosa: su mascota, un pequeño gerbillo, está enfermo. Ya no corretea en su jaula. Jadea. Vomita sangre.

 

Enormes volcanes estallan, se derrumban imperios y el hambre campa por doquier; un Papa díscolo muere de hambre y apaleado en una cárcel. Pero todo este espanto tenía solución hasta que un pequeño roedor cae enfermo en el patio de una casa de una ciudad del este de África… el mundo ya no será nunca el mismo. Este suceso doméstico, aparentemente sin importancia, acabará con el mundo antiguo y empujará a todo occidente a un periodo de 1.000 años de oscuridad y miedo.

El gerbilino está enfermo por una bacteria llamada Yersinia pestis, muy común pero restringida a estas zonas del este de África. Una pulga pica al roedor con aspecto de ratón y se contagia a su vez; pero en el 536 algo ha cambiado. Por vez primera hace frío en Raphta, y la pulga diminuta se convierte en un arma de destrucción masiva.

Las pulgas no son de sangre caliente, como el roedor, y son vulnerables a la temperatura ambiente. En Raphta la temperatura ha bajado de 27,5 °C., y algo sucede. Exactamente cuando se baja de esta temperatura la bacteria libera una enzima que provoca su rápida expansión en el estómago y el tracto digestivo de la pulga. La bacteria obstruye el intestino medio de la pulga, que no puede alimentarse. Esto hace que busque frenéticamente alimento, lo cual favorece a la expansión de la pandemia. La pulga infecta a otros gérbilinos, pero también a ratas negras. Y a humanos.

Es la primera epidemia de peste en la historia de la humanidad. La primera de muchas.

Pocos años más tarde las redes comerciales transportan la peste de África al imperio bizantino, muy debilitado por las hambrunas. El 25 % de la población, unos 50 millones de personas, muere. Las ciudades se despueblan, se abandonan los terrenos de cultivos por falta de mano de obra. Con el tiempo, la infección llegará a toda Europa y a Asia, y dejará un rastro de muerte durante siglos. La unificación del imperio romano será imposible. Habrá revueltas, se paralizan las actividades comerciales y el trasvase de cultura y conocimientos. Pueblos provenientes de Mongolia y pueblos eslavos invadirán y se instalarán en el este de Europa. En unos campos abandonados proliferarán plagas de langostas, como la que arrasó España en el 578 y devastó Toledo. Más hambre. Más muerte.

El mundo se vuelve muy pequeño. Los grandes caminos empedrados que unían todos los puntos del imperio romano caen en el olvido. El universo se reduce a un poblado, a una aldea, castillo o parroquia. En los púlpitos se dirá que tanto dolor es un castigo de Dios por nuestros pecados. Que la obediencia es la salvación. Todo rastro de pensamiento científico, de debate o espíritu crítico, desaparece. El mundo, antaño esférico, se vuelve plano. El dogma se afianza alimentándose del miedo. Solo en unos pocos reductos, en scriptoriums de monasterios, se resguarda el saber de siglos luminosos. En una Bizancio acorralada también se preserva la memoria del saber. Surgen nuevos idiomas, feudos y reinos.

Raphta cae en el olvido. Hoy ignoramos su ubicación exacta. Espero que la niña, de la que desconocemos el nombre, haya sobrevivido, y haya podido embarcarse en la búsqueda de las montañas de la luna. Pasarán mil años y esa necesidad de explorar, de conocer y preguntarse, germinará en un nuevo tiempo, en un renacimiento de calor y luz. Y descubriremos una cura para la peste que nos ha matado por cientos de millones.

Pero no olvidemos: en lo profundo del lago de Ilopango duerme un monstruo. Y nada es para siempre.

¿Lo oyen? Es su respiración.

Antonio Carrillo

lunes, 20 de marzo de 2023

El metro hecho de sueños

Una cuadrilla de trabajadores de la compañía Degnon Contracting está excavando una nueva línea de metro en el duro subsuelo de Nueva York. Son una amalgama de nacionalidades: italianos, irlandeses y otros muchos, mano de obra barata que lucha contra el esquisto y el resistente gneis que hoy hacen posible el bosque de rascacielos. Es el año 1912.
Se encuentran debajo de la calle Broadway, pero el trabajo se ha detenido. Han encontrado algo inesperado. Llaman al ingeniero. Hay un túnel muy extraño y un raro artefacto.
Tres hombres se adentran en la oquedad, y lo que ven resulta difícil de creer. Las lámparas de carburo iluminan un túnel perfectamente circular, y en él un vagón de madera con forma cilíndrica exquisitamente decorado, con lámparas de oxígeno y capacidad para 22 pasajeros. Era extraño, porque no había locomotora alguna que lo hiciese funcionar. Al ingeniero le vino a la memoria un cuento breve del escritor Julio Verne: “Un expreso del futuro”, de 1895, en el que se relata la experiencia de un viaje bajo el Atlántico a bordo de un ferrocarril sin locomotora, impulsado por energía neumática. Una obra de fantasía. Un imposible. Pero, ¿acaso no estaban viendo algo parecido? 

Al final del túnel vieron un andén, con la entrada del túnel flanqueada por dos estatuas gemelas de Mercurio, el dios mensajero con sandalias aladas. En lo alto se podía leer “PNEUMATIC (1870) TRANSIT”. No cabía dudas: ¡era un sistema de transporte neumático de hacía 40 años!
En una sala lateral se encontraron con la maquinaria que hacía posible tal hazaña: una bomba neumática de 100 caballos de vapor de potencia y seis metros y medio de altura, capaz de mover 9.000 metros cúbicos de aire por minuto. También vieron una enorme sala de espera, lujosamente decorada. Medía 40 metros de largo y estaba engalanada con cuadros, fuentes, dibujos, falsas ventanas y un gran piano. Todo seguía allí, en la oscuridad, testigos mudos de una proeza sin igual. Pero nadie recordaba este lugar. ¿Dónde estaban? ¿Qué estaban viendo? ¿Quién había construido algo así?
En la década del 1870 todas las grandes ciudades del mundo crecían con rapidez y había una necesidad imperiosa por mejorar el transporte público. El caballo como medio de transporte en superficie era lento, y resultaba muy poco higiénico por razones obvias. Londres había inaugurado su primer “metro” subterráneo en 1863, con unas locomotoras de vapor que quemaban fuel y condesaban su vapor en unos depósitos especiales. Sin embargo, era imposible evitar que la mayor parte del humo escapara y llegase a los viajeros. 

Años antes, en la década de 1860, se había dado a conocer una nueva invención: el correo neumático. A través de pequeños túneles se enviaban cápsulas con mensajes y pequeños paquetes. Empezaban a verse en comercios, entidades bancarias y organismos públicos. Las cápsulas recorrían grandes distancias en apenas unos pocos segundos.
Alfred Ely Beach, un inventor norteamericano, pensó que este sistema era limpio, seguro y eficaz; y que podía utilizarse en el transporte de personas. En una feria en Nueva York, en 1867, presentó su idea: un tubo de madera de 1.80 metros de diámetro y 30 de longitud, suspendido del techo, y en cuyo interior un vagón con capacidad para 10 asientos era disparado por aire a presión. El invento funcionaba.
Pero Beach se enfrentó con un poderoso adversario: William M. Tweed, terrateniente, político corrupto y empresario sin escrúpulos, con intereses en el mundo del ferrocarril, que se opuso a las ideas de Beach. Además, los comerciantes y propietarios de los edificios de la calle Broadway veían con preocupación que sus propiedades pudiesen sufrir daños por la perforación de túneles. Beach no consiguió el permiso para excavar su metro. 

Sin embargo, estaba decidido a construir su línea, y solicitó un nuevo permiso para construir un sistema de reparto de correo subterráneo parecido al de Londres. Eran dos túneles pequeños, de unos 145cm de diámetro, bajo la calle Broadway. Cuando consiguió el permiso solicitó una enmienda para simplificar el proyecto; en vez de dos túneles independientes construiría uno más grande. El cambio pasó desapercibido y la enmienda fue aprobada.
Beach alquiló un sótano de la tienda Devlin's Clothing Store, un almacén situado en el 260 de Broadway, y a escondidas empezó a perforar, por debajo de las tuberías y cloacas de Nueva York, un túnel profundo de 2.40 metros de diámetro. Había inventado el Beach Shield, un artefacto que trituraba la tierra por medio de piquetas conectadas a una bomba hidráulica, que anticipó a las tuneladoras modernas. Aprovechaba la oscuridad de la noche para sacar la tierra en sacos, que almacenaba en sótanos de edificios cercanos. No quería que nadie supiese de la magnitud de la obra.
Casi al final se filtró a la prensa la verdad de lo que estaba sucediendo, pero ya era tarde para detener a Beach, y el 1 de marzo de 1870 las autoridades pudieron hacer el primer viaje en el metro neumático de Nueva York. Los primeros pasajeros tomaban asiento bajo tierra y una fuerte ráfaga de aire propulsaba el vagón y le hacía recorrer unos cientos de metros. Cuando se aproximaba al final del túnel sus ruedas tocaban un cable telegráfico que hacía sonar una campana en la sala de la gran bomba neumática. El ingeniero movía las válvulas, y pasaba del modo “propulsor” a “estirador”, por lo que el vagón reducía su velocidad y se detenía suavemente. A los pocos instantes, la cápsula era “absorbida” de vuelta a su punto de origen. Eso era todo, un viaje de ida y vuelta bajo tierra. 

A los neoyorquinos les encantó. El viaje costaba 25 centavos, y en dos semanas se recaudaron 2.805 dólares. En su primer año de funcionamiento se contabilizaron 400.000 viajeros. Todo el mundo estaba entusiasmado, y Beach imaginó a miles de inversionistas invirtiendo en su Beach Pneumatic Transit Co. Me encanta el detalle del dibujo, con el querubín soplando las velas.
Por desgracia, estalló la Gran Depresión de 1873, la primera gran crisis del capitalismo, y el proyecto de Beach se quedó sin inversores. Intentó sobrevivir alquilando su túnel primero como galería de tiro, y luego como bodega. Pero no era suficiente para recuperar la inversión y acabó cerrando.
Alfred Ely Beach murió el 1 de enero en 1896 a la edad de 69 años. Dos años más tarde, en 1898, un incendio destruyó el edificio de los almacenes Devlin y borró todo rastro de la entrada al sótano y al andén de la estación. Y cayó el olvido.
Allí quedó el piano, los frescos de las paredes, el vagón y la maquinaria. Todos ellos hechos de ese material del que se forjan los sueños.

Antonio Carrillo

jueves, 9 de marzo de 2023

El libro más misterioso

 


Todos tenemos la necesidad de buscar refugio en los templos. Mis santuarios suelen adoptar la forma de museos o bibliotecas. Me fascinan sus atmósferas, sus laberintos de cultura revelada. Su evocación de una realidad más rica y matizada.

Hace años Humberto Eco nos invitó a conocer un templo imaginado: la biblioteca del monasterio medieval de El nombre de la rosa. Es una novela maravillosa, que transpira su amor por los libros y que le aportó fama mundial. No es de extrañar que en el otoño de 2013 fuese invitado a celebrar el 50 aniversario de otro lugar fascinante: la biblioteca Beinecke de Manuscritos y Libros Raros de la Universidad Yale. Ya solo el nombre resulta evocador: la biblioteca de libros raros.

Al llegar, Eco vio una fachada sobria, sin ventanas. Una caja de hormigón y piedra diseñada por Gordon Bunshaft, ganador del premio Pritzker, el conocido como Nóbel de la arquitectura. Pero una vez dentro asistió a un milagro en forma de luz: el mármol veteado de la fachada tiene apenas 32 milímetros de espesor, lo que le confiere una cualidad translúcida. Es un corte tan fino que la luz atraviesa la piedra, provocando un ambiente de perpetua penumbra, que invita al recogimiento. Es una luz tamizada que protege el tesoro de cientos de miles de ejemplares únicos y que refuerza el sentimiento de habernos adentrado en un verdadero templo.

En el centro, una torre de cristal de seis pisos nos muestra 180.000 libros, todos ellos extraordinarios. Más abajo, en los sótanos, se resguardan muchos más. Todos los ejemplares han sido sometidos a un procedimiento extremadamente peculiar: fueron envueltos en plástico y congelados durante 3 días a -36 ºC. Es un sistema que ahora imitan muchas otras instituciones y que previene las plagas.

Humberto Eco tiene a su disposición algunos de los ejemplares más alucinantes del mundo, como una de las escasas 48 biblias de Gutenberg que se conservan en el mundo. Pero el erudito solicita ver un solo libro, el que tiene el código MS 408.

Eco ha pedido que le traigan el manuscrito Voynich, el libro más misterioso del mundo.


El semiólogo italiano disfruta del privilegio de poder pasar las páginas de un ejemplar repleto de imágenes insólitas, de plantas desconocidas, de soles y estrellas, de mujeres desnudas conectadas por tuberías y diagramas circulares ininteligibles.

Un libro que nadie ha podido leer, porque está escrito en un idioma que no existe.

Hemos podido datar cuándo se fabricó la piel que conforma sus 240 páginas; según las pruebas del carbono 14 el pergamino se fechó entre 1404 y 1438, y el análisis químico de la tinta demostró que fue aplicada no mucho después. Por lo tanto, estamos ante un verdadero ejemplar de finales de la Edad Media.

Algunas pistas nos permiten elucubrar sobre el lugar en el que fue escrito: Italia. Hay un dibujo de una ciudad amurallada y, curiosamente, en la Baja Edad Media del norte Italiano la forma de las almenas podía ser un signo de orientación política. En concreto, las almenas cuadradas se utilizaban en murallas de los  güelfos, una facción que apoyaba al papado. Sus enemigos los gibelinos, que apoyaban al emperador, se identificaban con almenas con forma de cola de golondrina.


Las almenas dibujadas en el manuscrito Voynich eran almenas gibelinas, similares a las del castillo de Fenís en el norte de Italia.

Además, la escritura está hecha en un tipo de letra que se denomina “itálico”, propio del norte de Italia y de principios del 1.400. Todo coincide.

En la década de 1940 George Kingsley Zipf, lingüista de la Universidad de Harvard, ideó una ley que determina la frecuencia de aparición de las distintas palabras de un idioma. Es una ley que permite distinguir los idiomas naturales de los artificiales, como el de los elfos de El señor de los anillos o el klingon de Star Trek. El idioma del manuscrito Voynich cumple con la Ley de Zipf. 

Es un texto escrito de izquierda a derecha, dividido en párrafos y sin signos de puntuación. Es un alfabeto de entre 20 y 30 glifos, con unas 35.000 palabras. El Santo Grial de la criptografía histórica que se ha resistido a desentrañar sus misterios hasta el día de hoy.

¿Cuál es su propósito? Hay múltiples teorías. Es muy extraño que los dibujos muestren plantas que aparentemente no existen. Algunos teóricos de ideas alucinatorias has especulado con que se trate de un herbario extraterrestre. En realidad, puede que la explicación sea más mundana: podría tratarse de un manual de secretos guardados por artesanos medievales, en cuestiones como farmacopea de venenos, fabricación de instrumentos ópticos, medicina avanzada, fabricación de nuevos materiales como el papel o el vidrio… asuntos que representaban las mayores innovaciones tecnológicas a finales de la Edad Media y cuyo conocimiento y difusión estaba regulado y protegido por el Estado para evitar que potencias extranjeras tuviesen acceso al mismo.  

Por otra parte, un experto en herbarios antiguos, Sergio Toresella, ha propuesto que el manuscrito Voynich podría ser un herbario alquímico ficticio, con dibujos inventados; un manual con el que los curanderos trataban de impresionar a sus clientes. Al parecer era una práctica conocida en el norte de Italia de esa época, aunque ninguno de los manuales que nos han llegado ha sido escrito en un idioma desconocido. Y es curioso que un idioma inventado cumpla con la Ley de Zipf.

Podemos encontrarnos ante un grimorio: un libro de conocimiento mágico europeo de la Baja Edad Media, con sus fórmulas mágicas, correspondencias astrológicas, hechizos e invocaciones de entidades sobrenaturales y aquelarres.  Un libro como el Liber Aneguemis (en español, Libro de las leyes), un manual de magia natural práctica donde se explica cómo crear una entidad humanoide a partir del sacrificio de una vaca, esperma humano, minerales o sangre. Un libro fascinante donde se ofrece las claves de la invisibilidad, de la transformación o de la adivinación. También se ofrece información sobre las ilusiones ópticas o la fabricación de artefactos.  

No me extraña que Humberto Eco pidiese ver el manuscrito Voynich. Yo habría hecho lo mismo.  Y eso que la biblia de Gutenberg de la biblioteca Beinecke está completa: sólo hay 21 biblias Gutenberg completas en el mundo.

Por cierto, hay una biblia completa de Gutenberg en la Biblioteca Pública del Estado de Burgos; no es de extrañar, Burgos, en el norte de España, era una localidad importante en la edición de libros del siglo XV. Y hay más: en el año 2015 Yale seleccionó a una editorial experta en ediciones facsímiles, con más de 14 premios nacionales, para hacer un facsímil del manuscrito Voynich. Esa editorial se llama Siloé y tiene su sede en Burgos.

Tras años de investigación y de trabajo sobre el manuscrito, y dada la cantidad de información recabada, la editorial decidió reformar el antiguo Museo del Libro de Burgos y convertirlo en el actual museo del manuscrito Voynich. Su última incorporación es una carta manuscrita de Ethel Lilian Voynich a la investigadora Eleanor Marquand, del Jardín Botánico de Nueva York, sobre las plantas dibujadas en el manuscrito.

Lo decía al principio: los laberintos de cultura que nos llevan de la Italia medieval y sus almenas a Connecticut, donde está Yale, y a la hermosa Burgos.

Estos trayectos por la cultura y el saber no son inútiles. Nos vacunan contra el aburrimiento y la estulticia. Y hoy son más necesarios que nunca.

Porque, por desgracia, convivimos con la idiotez y la mediocridad. ¿Recuerdan que les dije el nombre del arquitecto de la biblioteca Beinecke? Gordon Bunshaft, uno de los creadores más importantes del siglo XX, diseñó una casa para él y su esposa: la conocida como Travertine house.  Una caja rectangular de hormigón revestido de travertino, con unos espacios habitables interiores separados por paneles de vidrio. La iluminación estaba diseñada específicamente al servicio de una colección de arte que incluía piezas de Picasso, Le Corbusier o Henry Moore. ¿Se lo imaginan?

La viuda de Bunshaft intentó renovar el interior en 1990, pero una disputa con un vecino, el promotor Harry Macklowe, lo impidió. Cuando falleció en 1994 la casa y su contenido fueron legados al MOMA, que vació la casa de sus obras de arte y la vendió a un particular, Martha Stewart, sin restricciones que protegieran una obra de arte de la arquitectura del siglo XX.

Martha acabó en la cárcel por problemas legales, y le regaló la casa a su hija Alexis, quien a su vez se la vendió al magnate textil Donald Maharam, quien describió la Travertine house como "decrépita y en gran parte irreparable". La demolió en el 2005 para que su yerno, David Pill, pudiese diseñar una casa nueva.

La Travertine house también era un templo, y cuando se derribó todos nos volvimos un poco más pobres. Los constructores, empresarios textiles, notarios y funcionarios de prisiones son necesarios. Pero también lo es un semiólogo y un poeta, un historiador y un músico. La cultura nos pertenece a todos y a todos corresponde protegerla.

Sin cultura corremos el riesgo de demoler templos con nosotros dentro.

Hay casas que no son prácticas, y hay libros que no se pueden leer. Menos mal.


Antonio Carrillo