Imagine. Somos estudiantes en la
Alejandría del siglo II, y en la asignatura de biología repasamos los escritos
del gran Aristóteles, muerto hace cuatro siglos. La vida, objeto de nuestro
estudio, se circunscribe a lo que podemos analizar a simple vista en los
laboratorios de la universidad: a los animales y las plantas. El maestro griego
afirmaba en sus escritos - apenas unos apuntes para impartir clases - que los
delfines segregan leche; deben estar emparentados con lobos y humanos.
Su lógica indiscutible y su
capacidad de análisis lo condujeron a una conclusión difícil de creer: estamos,
en efecto, ligados a esos animales marinos tan frecuentes en aguas del
Mediterráneo. Somos unos primos cercanos, a pesar de sus aletas y nuestras manos.
Pero 1.500 años más tarde, a
mediados del XVII, un comerciante de telas neerlandés, Anton van Leeuwenhoek,
que utilizaba lupas cada vez más potentes para comprobar la calidad de los
tejidos, y que llegó a dominar la técnica de la fabricación y pulido de las
lentes, las cuales sujetaba a estructuras rígidas (microscopios), observó
fascinado un mundo nuevo; aparentemente infinito. El mundo de lo pequeño. El
ingente universo microscópico, bullente de vida.
Lo vivo ya no eran sólo animales
y plantas. Había mucho más. En una gota de agua incontables seres de formas
fantasmagóricas llevaban una existencia silente y anónima.
Resulta curioso – o al menos a mí
me lo parece – que sepamos bastante de cómo se forman los elementos de la Tabla
periódica en el corazón de las estrellas moribundas, que podamos detectar el
levísimo soplo de las ondas gravitacionales o que transcribamos órdenes
complejas utilizando lenguajes de programación cada vez más sofisticados; pero,
sin embargo, somos incapaces de crear ni un atisbo de vida.
Lo intentamos. Simulamos las
condiciones atmosféricas que existían en la Tierra primigenia, en ocasiones
damos rodeos o hacemos trampas pergeñando atajos. Son miles de laboratorios
enfrascados en este intento y jamás se ha creado una simple célula. Nada.
Podemos enviar al hombre a la
Luna, pero somos incapaces de alumbrar una bacteria.
La razón es evidente: la bacteria
más sencilla es, en realidad, de una complejidad apabullante. De las ramas del
saber científico, pocas hay tan arduas e intrincadas como la química orgánica.
No recreamos vida porque ni tan siquiera sabemos cómo se creó. Es extraño:
pretendemos implantar en potentes computadoras una inteligencia artificial, pero
balbuceamos como bebés si buceamos en el océano abisal de la biología.
¿Les extraña? La vida es el
triunfo, momentáneo, efímero pero glorioso, sobre la entropía. En un universo
que tiende inexorablemente al desorden y al frío, la vida es un auténtico
milagro. La vida es propósito, equilibrio. Una célula, a través del
metabolismo, interactúa con un entorno caótico y lo convierte en ¿cómo decirlo?
energía con intención. Sus herramientas bioquímicas entrañan una complejidad
fascinante; y, en ocasiones, las células colaboran unas con otras generando
organismos pluricelulares, universos isla cuyo devenir es siempre incierto. Y,
entonces, el milagro se trasunta en magia: un organismo multicelular hace uso de
la psicomotricidad fina que posibilita un sistema nervioso evolucionado,
cerrando y abriendo agujeros de un instrumento hecho de madera, rodeado de
otros organismos con instrumentos distintos que suenan todos al unísono,
armónicamente.
Y la música de Schubert, muerto
hace casi 200 años, revive. El sonido de una orquesta.
Adentrémonos, pues, en los
orígenes. El árbol de la vida, su estudio, encierra muchas sorpresas. La mayor
de todas, posiblemente, nuestra propia identidad. Saber de dónde venimos es la
manera de desentrañar la pregunta definitiva: quiénes somos.
La vida comenzó sorprendentemente
pronto, en una Tierra muy joven e inhóspita. Tenemos registros fósiles que lo
demuestran. Da la impresión de que, lejos de la imagen mistérica y elitista que
se le supone, la vida tiene un alma de pícaro carterista, dispuesto a aprovechar
cualquier resquicio para sobrevivir con lo mínimo, incluso cuando las
condiciones son extremadamente difíciles. Es algo que nos debe hacer reflexionar:
es posible que la vida sea un fenómeno más común de lo que pensamos, en
absoluto circunscrito a nuestro planeta.
Esto es algo que acabaremos por
saber, y que tendrá grandes implicaciones no sólo científicas; también
filosóficas o teológicas.
He hablado de vida, en singular,
cuando lo correcto sería hablar de vidas. Tenemos indicios de que en los
albores de la Tierra hubo varios intentos, todos distintos en su esencia, de
desarrollar vida; pero todos los experimentos y combinaciones se extinguieron,
salvo uno basado en el carbono. Hablo, pues, de un antepasado común a todos los
seres vivos que tiene nombre: LUCA (Last
Universal Common Ancestor). Se le atribuye una antigüedad de unos 3.800
millones de años.
Toda vida, por muy distinta que
nos parezca, procede de LUCA. Los seres vivos somos miembros de una única
familia.
Lo que había en LUCA lo hay en
todo ser vivo que forma la biosfera. Fundamentalmente tres características: primero,
la posibilidad de vencer la entropía interrelacionando con el entorno a través
de unos procesos bioquímicos que llamamos metabolismo. Además, este juego de relaciones,
de crecimiento y de réplica o procreación tiene un sentido, obedece a una
lógica eficaz que se transmite y afina a lo largo de los milenios. A este orden
lo denominamos genética, y está presente en el ADN.
Por último, pero no menos
importante: no sólo funcionamos y lo hacemos con orden. También somos únicos,
diferenciados. Para ello necesitamos de una membrana que nos aísle (en cierta
medida, porque nos relacionamos con el entorno) y nos determine. Somos sistemas
cerrados, lo cual nos permite afrontar el reto de luchar – y a la larga perder,
todos morimos - contra la entropía.
Metabolismo, genética y membrana.
Los tres pilares de la vida.
Con un inicio (tronco) común, LUCA,
podemos intentar esbozar el árbol genealógico de la vida. Desde 1977 este árbol
se basa en una estructura básica: la célula. Hay tres dominios, tres ramas
principales, tres tipos de células: las bacterias, las eucariotas (animales,
plantas, hongos y protistas) y unas células muy simples que generalmente viven
en ambientes muy extremos, unos seres misteriosos que se descubrieron hace
relativamente poco, las arqueas.
Tanto las bacterias como las
arqueas tienen algo en común: son células procariotas. Esto significa que no
tienen su ADN resguardado en un núcleo ni en ellas flotan la mayor parte de los
orgánulos. Son, por tanto, células pequeñas y simples.
Conclusión lógica: las bacterias
y las arqueas son vetustas primas hermanas; y nosotros, las complejas células
eucarióticas, una rama distinta, aparte, más evolucionada.
Pues resulta que no. De eso nada.
En un baño de humildad, la
genética demuestra claramente que hay una enorme semejanza entre las arqueas y
nosotros, las eucarióticas, en lo que se refiere a la manera como procesamos y
transmitimos la información, hasta el punto de que - y aquí viene una sorpresa
- en realidad es muy probable (casi seguro) que animales, plantas y hongos seamos
poco más que arqueas transformadas.
Por decirlo en Román paladino: la
genética dice sin apenas género de duda que provenimos de las arqueas. El
árbol, por tanto, comienza con dos únicas ramas, arqueas y bacterias. Nosotros
somos una ramificación de la primera
Imagine: hace miles de millones
de años unas arqueas sibilinas, hambrientas y con mal genio, se comieron a unas
pobres bacterias (a este banquete se lo denomina endosimbiosis); pero, como
sucede en el mito de Saturno y sus hijos, no las llegaron a digerir. Las
voraces arqueas se “contaminaron” tras el contacto con las bacterias,
transformándose en algo completamente distinto. De hecho, las bacterias
sobrevivieron en su interior y les obligaron a cambiar. En esos primeros tiempos
las denominadas “transferencias horizontales” (transferencias genéticas de
bacterias a arqueas, por ejemplo) no eran raras. Es muy probable que los virus,
oportunistas y marrulleros, ayudasen en esta tarea de mezcolanza actuando como
catalizadores.
Suena un tanto a película de
terror de serie B. Pero hay pruebas incontestables de este fenómeno de posesión.
La prueba más significativa: flotando
en el citoplasma de cada una de nuestras células eucariotas miles de
corpúsculos extraños se postulan como la consecuencia de esta endosimbiosis.
Las mitocondrias (en animales y hongos) y cloroplastos (en plantas) son en
realidad antiguas bacterias que conviven con nosotros aportándonos energía.
Pero, orgullosas, conservan su propio genoma. El genoma de una bacteria. El llamado
ADN mitocondrial, que sólo se hereda de las madres.
En definitiva: usted y yo,
querido lector, somos el resultado de unas arqueas glotonas contaminadas por
bacterias oportunistas que sobrevivieron en su interior ofreciendo un trato que
beneficiaba a ambas partes.
¿Quiere más pruebas?
Aunque la genética confirma sin
lugar a dudas nuestra herencia arquea, se da una paradoja: nuestra membrana,
una parte fundamental de nuestra estructura, es de tipo bacteriano.
Simplificando, las membranas celulares están hechas, básicamente, de grasas
(lípidos), pero las hay de dos tipos: el tipo L (bacterias y eucarióticas) y el
D (las arqueas).
Tenemos, pues, membranas L
iguales a las de las bacterias. Hay algo (mucho) de bacterias en nosotros.
Pero hay más. El año pasado, en
el 2015, encontramos a un primo hermano, mezcla de arquea y eucariótica. Un
eslabón evolutivo que demostraba la endosimbiosis.
Encontramos a Locki.
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Castillo de Locki: cortesía Universidad de Bergen |
A 2.500 metros de profundidad,
entre Noruega y Groenlandia, científicos de la universidad de Bergen descubrieron hace unos años en el lecho marino estructuras
de 10 metros de altura: chimeneas o ventilas hidrotermales de aspecto
fantasmal. Los descubridores las denominaron “El Castillo de Locki”, en honor
al dios nórdico del misterio y del engaño.
En mayo del 2015 (hace dos días,
como quien dice) se hizo público un descubrimiento fascinante; estas chimeneas
eran el hogar de unas arqueas asombrosas, células procariotas, simples, pero
con características eucarióticas en su genética, con genes que afectaban al
funcionamiento de la membrana que sólo se habían encontrado en animales y
plantas. Una prueba viviente del paso evolutivo de arquea a eucariótica.
A estas arqueas muy voraces, a
las que les encanta deglutir otras células, los científicos suecos que las
encontraron les dieron el nombre de “Locki”.
Por supuesto una noticia tan
trascendente paró las rotativas y obligó a interrumpir las retransmisiones
deportivas y los programas de entretenimiento. Hoy todo el mundo sabe del
hallazgo de Locki y de las implicaciones que ello tiene para entender de dónde
venimos y lo que somos.
Bueno; estoy siendo sarcástico.
Mis disculpas.
Saber todo esto ¿para qué sirve?
¿Merece la pena divulgarlo?
No se puede saber de todo, pero
todo forma parte del saber. Aristóteles observó a los delfines y los emparentó
al resto de los mamíferos, a pesar de vivir en el agua. Si un invertebrado
artrópodo tiene 6 patas es un insecto. Un arácnido tiene 8 y un crustáceo 10. Sólo
hay que contar las patas para saber que un escorpión es un arácnido. Hay
moluscos con dos conchas (mejillón), una (caracol), con concha interna
(calamar) o sin concha (pulpo).
Y uno se para a pensar; el pulpo
que ha formado parte de mi almuerzo está directamente emparentado con cualquier
caracol de mi jardín (O, si se es francés, el caracol que he comido es pariente
del pulpo).
No les va a cambiar la vida saber
de la existencia de Locki, ni de cómo está formada la membrana de cada una de
sus células. Tampoco resulta muy práctico perder el tiempo pensando en pulpos y
caracoles. Lo reconozco. Pero considero
necesario que existan lugares donde se ponga al alcance de cualquiera estos
conocimientos que nos ayudan a afinar nuestra visión de la realidad, de lo que
somos. El que la Tierra sea esférica y no plana no es determinante para nuestra
vida diaria, pero saberlo nos sitúa en un contexto relativo, complejo y
fascinante.
Si encontramos pruebas fósiles de
la existencia de vida en algún momento de la historia del planeta Marte ello no
pagará nuestra hipoteca, pero sin duda que habrá un instante de vértigo. El
estudio de Locki nos puede ayudar en la tarea de conocer nuestros orígenes, la
clave de nuestra evolución. En todo caso, todo conocimiento es un impulso
definitivo hacia la libertad que proviene del discernimiento.
Saber de todo esto nos hace un
poco más libres. Es algo en lo que creo.
En todo caso, espero que no les
haya resultado una pérdida de tiempo.
Como siempre, gracias por su
paciencia
Antonio Carrillo