Dedicado a los valientes de IFEMA
Cuando la tormenta pase
Y se amansen los caminos
y seamos sobrevivientes
de un naufragio colectivo.
Con el corazón lloroso
y el destino bendecido
nos sentiremos dichosos
tan sólo por estar vivos.
Y le daremos un abrazo
al primer desconocido,
y alabaremos la suerte
de conservar un amigo.
Y entonces recordaremos
todo aquello que perdimos
y de una vez aprenderemos
todo lo que no aprendimos.
Ya no tendremos envidia
pues todos habrán sufrido.
Ya no tendremos desidia
Seremos más compasivos.
Valdrá más lo que es de todos
Que lo jamás conseguido
Seremos más generosos
Y mucho más comprometidos
Entenderemos lo frágil
que significa estar vivos
Sudaremos empatía
por quien está y quien se ha ido.
Extrañaremos al viejo
que pedía un peso en el mercado,
que no supimos su nombre
y siempre estuvo a tu lado.
Y quizás el viejo pobre
era tu Dios disfrazado.
Nunca preguntaste el nombre
porque estabas apurado.
Y todo será un milagro
Y todo será un legado
Y se respetará la vida,
la vida que hemos ganado.
Cuando la tormenta pase
te pido Dios, apenado,
que nos devuelvas mejores,
como nos habías soñado.
Alexis Valdés
Hace
dos meses, en una reunión familiar, minusvaloré la importancia de la amenaza
que supone este nuevo virus que nos tiene confinados. Me equivoqué, y mucho. No
fui el único; el jefe de Servicio de Medicina Preventiva de un Hospital Público
opinaba el 26 de febrero que “lo lógico es que en marzo, sobre todo en la
segunda quincena, disminuya la incidencia de estas infecciones por coronavirus;
y entre abril y mayo prácticamente desaparezca”. Consideraba esta autoridad
médica que la epidemia estaba siendo sobrevalorada, dado que su letalidad es
parecida a la de la gripe y, por tanto, “no sería partidario de indicar
aislamientos masivos”.
Hoy,
12 de abril, podemos afirmar sin exagerar que nos enfrentamos a la mayor crisis
de los últimos 80 años, con 170.000 contagiados en España (serán muchos más con
certeza) y al menos 17.500 fallecidos en unas cuantas semanas. Vivimos una
situación de alarma y angustia que dejará su impronta en los libros de
historia.
Nuestros
nietos estudiarán lo que estamos viviendo hoy, y sus consecuencias.
Esta
opinión tiene su primer fundamento en algo que el médico anteriormente citado
no podía prever: la naturaleza dañina de un coronavirus nuevo, desconocido para
nuestra especie que no tiene anticuerpos para enfrentarlo, un patógeno que ha
demostrado ser un enemigo temible. Es un virus peligroso precisamente por su
condición de neófito. Es mucho lo que no sabemos sobre la manera como infecta y
se manifiesta, sobre el curso de la enfermedad aguda que provoca y ni tan
siquiera tenemos certeza alguna sobre el pronóstico a medio y largo plazo. Simplemente,
no hemos tenido tiempo para aprender sobre él.
Es
descorazonador enfrentarse a un enemigo que desobedece el curso previsto de los
acontecimientos. Al tratarse de un coronavirus era de esperar que tuviese una
naturaleza estacional, como el catarro, y que desapareciese durante los meses
estivales. Sin embargo ha prosperado en poblaciones del hemisferio sur, que
viven el ocaso del verano. En un principio se informó que se transmitía a
través de las gotas de saliva de tamaño medio (los epidemiólogos distinguen
tres tamaños de gotas) que un contagiado expulsa al toser; gotas envenenadas
que se pueden depositar en la barandilla de un parque público y que dejan el
virus activo durante días. Esto ya es bastante malo; pero además hoy se sospecha
que el virus puede perdurar un tiempo en el aire en gotas más pequeñas, y su
radio de contagio podría llegar hasta los 7 metros en un espacio cerrado. Eso
explica que últimamente se recomiende el uso de mascarilla como medida
profiláctica mientras se está fuera de casa. Es una recomendación que la OMS
descartó las primeras semanas, pero lo cierto es que desde el próximo lunes el
gobierno de España repartirá 20 millones de mascarillas entre la población que
acuda a los medios de transporte públicos.
Seamos
rigurosos: este virus no es tan pequeño como el sarampión y no permanece tanto
tiempo en el aire. De eso estamos seguros; y es difícil el contagio si se
mantiene una distancia prudencial de dos metros aproximadamente y se tienen las
manos limpias. Pero la rápida propagación del virus, especialmente en espacios
cerrados, nos ha obligado a ser más escrupulosos y aumentar las medidas de
protección. Su índice de contagio se aproxima a 3 (una persona contagiaría a
otras tres); un número reproductivo alto. Pero el mayor problema es doble: por
un lado el virus tarda de media una semana en dar la cara, cuando la persona
infectada manifiesta los primeros síntomas. Durante este tiempo las personas ya
enfermas pueden viajar lejos y, en las últimas horas de incubación, antes
incluso de tener fiebre, comenzar a contagiar a otras personas. Es un virus que
se propaga con una rapidez infernal, a la velocidad de un avión comercial.
Además, según cálculos a día de hoy, se sospecha que tres de cada cuatro
infectados podrían ser asintomáticos o bien tener síntomas muy leves. Infectan
porque son portadores del virus, con una concentración muy grande en la
garganta, pero serían como enemigos infiltrados que siembran su ponzoña
inadvertidamente.
¿A
cuánta gente mata este virus? A mucha, demasiada sin duda, generalmente por
neumonía; pero seguramente las cifras que circulan, en ocasiones cercanas al
10%, son erróneas, porque hay una mayoría de infectados que no aparecen en las
estadísticas. Por otra parte, hay un consenso general en que los datos
aportados por algunos países como China no reflejan el número real de
fallecidos. En todo caso, con un índice de contagio de casi 3, un 20% de
hospitalizados y un (supongamos) 1% de fallecidos – seguramente este número
será menor - este virus es un peligro para los sistemas sanitarios de todos los
países, incapaces de atender a decenas de miles de pacientes que requieren
hospitalización y respiración asistida. Es un virus capaz de saturar las UCIS y
hacinar los muertos en las morgues, como está sucediendo en este mismo momento.
En
Nueva York hoy están habilitando una isla cercana para enterrar a las decenas
de miles de muertos. En Madrid se utilizan pistas de hielo como gélidos
reservorios improvisados de cuerpos. Es un espanto. Un horror que nos retrotrae
a los tiempos de la gripe española.
Es
el verdadero estremecimiento que estamos viviendo, la crueldad inimaginable que
supone el morir solo, sin el apoyo de unos familiares o en el frío anonimato de
una residencia de ancianos. Es la necesidad de tener que decidir quién vive y
quién muere, sobre la base de la edad y la esperanza de supervivencia, algo a
lo que no están habituados nuestros sanitarios, que no han vivido una guerra ni
una medicina de triaje que les obliga a tomar decisiones horribles. Muchos médicos
y enfermeros necesitarán ayuda psicológica cuando todo esto acabe. Además, muchos
caen enfermos por la enfermedad. Son los héroes de nuestro tiempo y todos los
días, a las ocho de la tarde, la ciudadanía nos asomamos a los balcones de nuestras
casas a aplaudir.
Y
luego está la incertidumbre ¿Qué pasará? ¿Cuándo acabará todo? ¿Puede volver
este mal el invierno que viene? No lo sabemos. Nadie se atreve a hacer
pronósticos. Parece que este virus ha venido para quedarse, pero hay una
característica en el coronavirus que invita a un moderado optimismo: al
contrario que la sibilina gripe este enemigo no muta fácilmente. Debido a su
estructura no cambia de vestuario todos los inviernos engañando a nuestras
defensas. Porque, y esta es la noticia más importante, las personas que pasan
el virus con casi total seguridad quedan inmunizadas. Su cuerpo genera
anticuerpos capaces de enfrentarse al enemigo en batallas futuras por un tiempo.
Ya sea por haber pasado la enfermedad (al menos un 60% de la población), o por
disponer de una vacuna, en dos o tres años estaremos (o eso espero) protegidos
frente a esta terrible pandemia. No tengo certeza alguna. Ni siquiera soy
médico y mi opinión en estos temas poco vale. Recientemente ha habido informes
de pacientes que han vuelto a mostrar síntomas después de haber pasado la
enfermedad; es algo que habrá que verificar.
Pero
el coste para la sociedad está siendo y va a ser difícil de imaginar. El FMI ya
ha dicho que nos enfrentamos a la mayor recesión económica desde el crack del
29, un empobrecimiento global que se cebará en las clases más desprotegidas. El
paro, el hambre o la inseguridad asistencial pueden matar a más personas que el
mismo virus. El tejido productivo, el comercio internacional o el sector de
servicios ya están sufriendo la mayor hecatombe que se recuerda. Estos son
datos, no especulaciones. El virus nos está castigando como sociedad
obligándonos a cerrar negocios y permanecer aislados en nuestras casas. Está
sembrando miedo y confusión. Nadie se siente seguro. Todos tenemos el sabor
agrio de la incertidumbre en la boca.
En
medio de tanto terror ¿hay cabida para la esperanza? Es posible que sí.
Dependerá de cómo respondamos a los retos que nos plantea el futuro próximo y,
en buena medida, de si hemos aprendido algo de esta dura lección.
Lo
desgranaré en 5 puntos:
1.
Las sociedades
vulnerables.
2.
El fomento de la
solidaridad.
3.
La huella humana.
4.
La incubatio como catarsis.
5.
El contrato social.
Las
sociedades vulnerables
No
podemos matar al virus, porque no está vivo. Algo tan pequeño que se necesita
un potente microscopio para verlo ha sembrado de silencio nuestras avenidas, ha
cerrado escuelas y centros de trabajo. Ha hecho que nuestra sociedad se
detenga. Y no podemos matarlo. No emite el estruendo de una bomba en la guerra
ni tiene la presencia tangible de un terrorista fanático dispuesto a inmolarse.
Nos ha derribado de la peor manera posible: poniendo en evidencia nuestra mayor
fragilidad, aquello en lo que somos más vulnerables. Nuestra sociedad de
consumo frenético hipertecnificada se derrumba acobardada ante este minúsculo ente.
Nuestro
universo de tabletas y dispositivos multimedia, que prometían vuelos supersónicos
a la velocidad del 5G, han dado paso a un ritual lento de lavarnos las manos
concienzudamente y de cubrirnos la cara con un paño. Nosotros, que pensábamos
que lo teníamos todo al alcance de un clic en el ordenador, no podemos comprar
artículos tan básicos como alcohol, mascarillas, guantes ni papel higiénico.
Aireamos el cuarto y lavamos la ropa a temperaturas elevadas, guardamos las
distancias y fabricamos mascarillas caseras. Y nos aburrimos metidos en casa,
obligados a una espera difícil y frustrante.
De
súbito nos vemos vulnerables. Ni el dinero, el gran dios de nuestro tiempo, es
realmente útil. Caen pobres y poderosos bajo el castigo de esta plaga, como
tantas otras veces. Una aldea africana de cazadores y recolectores está mejor preparada
para afrontar este reto. Saben buscar comida y agua, tienen recursos para
sobrevivir con lo que la naturaleza les proporciona. Y conocen la muerte. La
temen, seguro, pero están acostumbrado a los ciclos de vida y muerte que forman
parte de esta experiencia tan extraña que es sentirse vivos. Nosotros, sin
embargo, vivimos ajenos a la muerte; la ocultamos y pretendemos disfrutar de
una utópica juventud eterna. Somos capaces de decir: “ha muerto con 75 años,
tan joven”. Parecemos niños asustadizos y cobardes cuando tenemos que afrontar
la crudeza de la pérdida, del dolor y sufrimiento. No estamos entrenados en el
sacrificio ni soportamos la frustración. En una sociedad preocupada por renovar
su teléfono móvil todos los años el vértigo de una catástrofe provoca
confusión, inseguridad y miedo.
Cuando
el virus pase y podamos entrar a tomar café en un bar espero que nos demos
cuenta de lo afortunados que somos. En ese momento recuerde lo que pasa hoy
viernes 11 de abril: los camioneros que siguen abasteciendo nuestras tiendas de
productos de primera necesidad tienen el problema de que ahora mismo no pueden
ir al baño, porque buena parte de las gasolineras de carretera no tienen los
servicios abiertos. Mañana iré a mi farmacia y meteré en una caja de cartón una
máscara de buceo que le compré a mi hijo
hace un año; con ella fabrican respiradores para enfermos. Buena parte de los
periódicos de los EEUU no permiten acceder a sus ediciones digitales desde
Europa; posiblemente por problemas de saturación en la red. Plataformas como
Netflix han tenido que bajar la calidad de emisión para poder dar servicio a
los millones de usuarios encerrados en sus casas. Tenemos que recolectar las
cerezas a finales de este mes; la naturaleza no espera, y no sabemos si se
podrá disponer de mano de obra o si se podrá preservar la seguridad de los
recolectores. Hace más de un mes que no se estrenan películas porque los cines
están cerrados. La policía y el ejército te detienen en la calle y te piden el
ticket de compra para ver si está justificado que pasees y no cumplas la
cuarentena. Mi hijo seguramente no volverá a clase este curso.
Las
calles están desiertas. Las personas somos entes anónimos, personajes fantasmales
de Chejov tras unas máscaras pálidas. Es primavera y la naturaleza parece ajena
a todo, pero lo cierto es que se están perdiendo millones de puestos de trabajo
por semanas.
Cuando
todo pase, cuando volvamos a los bares y podamos pasear libremente, no debemos
olvidar lo vulnerables que fuimos. Es una suerte vivir en este mundo de riqueza
y ocio permanente, qué duda cabe, pero las estructuras sobre las que se asienta
son más frágiles de lo que aparentan. En esta sociedad con acceso ilimitado a
la información los bulos circulan a la misma velocidad que la verdad, y estamos
perdiendo la capacidad de análisis crítico que nos permite distinguir lo
verdadero de lo falso. Cualquier opinión se puede verter por canales sociales
sin pasar por criba alguna. Hemos descuidado la educación del sentido común, el
gusto por la verdad y el respeto por el saber. La nuestra es una sociedad que
vive de titulares intensos, luminosos, pero vacuos de contenido. Todo es
efímero. La verdad es relativa y escurridiza. La diversión inmediata no nos
permite formar un criterio sostenido y sostenible. Somos volubles porque la
realidad misma vive en una nube digital.
Por
eso, cuando todo esto pase, debemos recordar cómo lavarnos las manos. Debemos
disfrutar del paseo en sí mismo, porque antaño se nos impidió salir de casa.
Debemos pensar que es tiempo de siembra, y que eso también importa. Seguramente
importa más que tener el último artefacto multimedia del mercado. Debemos
reflexionar sobre la cultura y el saber, sobre lo vulnerables que nos hace
dejar en manos de unos pocos la toma de decisiones. Es responsabilidad de todos
estar bien informados, confrontar pareceres y profundizar en el porqué de las
cosas. No nos podemos permitir el desatino de dejar el gobierno de lo público
en manos de populistas que sólo dicen verdades a medias.
Porque
todo esto nos hace vulnerables. Quien necesita poco es capaz de soportar con
entereza las penurias que inevitablemente trae la vida; por ello es esencial
distinguir lo fundamental de lo accesorio, el grano de la paja. Cuando todo
esto pase espero que todos y cada uno de nosotros sienta en su interior la
necesidad de ser mejores, más vigilantes, más sensatos y cívicos. Hace tres
días saqué la basura a la calle. Era de noche y no había nadie. Un pequeño
vehículo con la insignia del ayuntamiento de Alcalá de Henares se detuvo y un
señor, ya encanecido, con mono de trabajo, se puso a recoger trozos de plástico
del suelo y a depositarlos en los contenedores. Le pregunté si lo hacía todos
los días. Me contestó que sí. Que él siempre acudía antes que el camión de la
basura para asegurarse de que todo estaba en su sitio. Que por desgracia la
mayoría de las ocasiones tenía que recoger basura del suelo. Era una desgracia,
me comentó, que la gente no tomase conciencia de que el acto de dejar las
bolsas tiradas en el suelo de cualquier manera era una fuente de suciedad que
atraía a ratas, generaba mal olor e insalubridad. Ojalá, me dijo al
despedirnos, todo esto que estamos pasando sirva para que la gente deje de
mirar tanto el móvil y tenga cuidado de dejar su basura dentro del contenedor.
Él llevaba 35 años recogiendo basura. Esperaba ver un día en el que el suelo
estuviese limpio.
Cuando
todo esto pase no deberíamos olvidar que somos vulnerables. Si no nos olvidamos
enseguida de este espanto, si somos capaces de reflexionar, podemos salir
fortalecidos al tomar conciencia de nuestra debilidad. Cuando todo esto pase ojalá
no olvidemos enseguida, como tantas otras veces. Y queramos ser mejores. Y
levantemos la mirada de la pantalla del móvil y veamos los suelos libres de
basura.
El
fomento de la solidaridad
A
las 8 de la tarde todo el mundo se asoma a los balcones a aplaudir, como
muestra de apoyo a los sanitarios, bomberos y fuerzas de seguridad que están
velando por nosotros. Un amigo policía me pasó un vídeo grabado desde su coche
patrulla mientras escoltaba a unos bomberos. La gente, al escuchar las sirenas,
se agolpaba en balcones y ventanas; gritaban y aplaudían. En el vídeo se
escucha la voz de mi amigo Rafa: “estos días mola salir a trabajar”.
Otro
amigo trabaja en el hospital de campaña con cientos de camas que se ha montado
en el recinto ferial IFEMA. Es el resultado del esfuerzo conjunto del ejército,
el servicio de salud pública y cientos de ciudadanos anónimos que acudieron con
sus enseres de trabajo para hacer una instalación de tuberías que habría
supuesto semanas o meses de trabajo. Lo hicieron en dos días. Billy me cuenta
que en el IFEMA los enfermeros han montado un bingo para hacer más llevadera la
estancia a los enfermos. Un quinteto de cuerda interpreta obras clásicas en la
entrada del hospital. Y la cama 19 siempre la dejan vacía: por lo del Covid-19.
Por cierto, Billy es un chaval de 20 años que está terminando el bachillerato y
va a estudiar producción musical; una persona anónima que se presentó
voluntario para luchar contra el espanto en primera línea, como un soldado de
infantería. Quiere ser músico y venía casi todos los días a grabar al estudio
que tengo montado en casa.
Es
un héroe muy joven. Ha embolsado cadáveres y soportado temperaturas altísimas
enfundado en un traje de protección. No aparecerá en ninguna crónica ni
recibirá una medalla. Como él habrá cientos, miles. Pero quienes hablen de una
generación de jóvenes semianalfabetos y sin principios ni valores deberían
pensar en Billy. Solo Billy; no ha querido que diga su nombre.
Ante
una amenaza común actuamos instintivamente como tribu, protegiéndonos los unos
a los otros. Este altruismo se explica porque ante la dificultad todos
colaboramos para que la unión nos haga más fuertes. En una partida de caza en
tiempos prehistóricos todos participaban para conseguir alimento, y daba igual
quien atestase el golpe o lanzada final; la tribu entera se alimentaba
alrededor del fuego en el ocaso. Y era un momento de contar historias.
Cualquier
compromiso extraordinario nos aúna en un mismo empeño y genera un fortísimo
sentimiento de identidad. Cuando las cosas vienen muy mal dadas suele surgir la
figura del héroe altruista. Todos somos, de alguna manera, héroes. Y se aparcan
las diferencias que hasta hace poco parecían focalizar toda nuestra atención.
Luchamos por sobrevivir juntos y dejamos de lado las disputas del pasado.
Este
periodo tan inquietante ha dejado aparcados casi todos los debates que tenían
la querella soberanista como centro de atención en España. Salvo escasas (y
patéticas) excepciones los españoles estamos actuando como un solo pueblo, con
referentes como el ejército o las fuerzas de seguridad del Estado. Hay
excepciones – lo he dicho –, especialmente desde sectores radicalizados de Cataluña,
pero en líneas generales los verdaderos problemas solo surgen cuando se
detectan movimientos temerarios desde zonas con altísimo contagio hacia zonas
casi limpias de virus. Es natural: todos debemos guardar cuarentena y,
especialmente si venimos de una zona castigada por la pandemia, o bien
deberíamos abstenernos de viajar o bien deberíamos guardar la cuarentena motu
proprio.
Este
virus nada sabe de fronteras ni de pasaportes. Y si debemos unirnos para
presentar un frente más potente contra el embate del enemigo la cuestión se
traslada indefectiblemente a la Unión Europea. Los países del norte de Europa
no pueden abandonar a su suerte a los países como España o Italia, mucho más
castigados. Porque, y en esto voy a ser taxativo, la supervivencia de la Unión
Europea está en juego. Si se produce un desapego entre los aliados, se abrirán
heridas imposibles de suturar. Hace falta tener una visión de estadista para
entender que lo que sucede en Italia es asunto que incumbe a los holandeses.
Por
desgracia esta tragedia nos ha golpeado en un momento en el que éramos
especialmente vulnerables, con algunos políticos extremistas euroescépticos,
miembros de formaciones populistas y de rala tradición democrática. Además, el
mundo ha presenciado atónito al surgimiento de líderes estrambóticos, más
propios de un programa televisivo de entretenimiento. No estamos en las mejores
manos, esto es cierto. Y el peligro se percibe.
Si
la lucha contra este virus nos une saldremos antes y más recuperados de la
catástrofe, más conscientes de nuestra identidad común. Sin embargo, en este
punto confieso que soy poco optimista. Espero, de corazón, equivocarme, y que
la esperanza prevalezca sobre el contumaz realismo.
La
huella humana
Lo
del cambio climático y la huella que deja la actividad industrial en nuestro
ecosistema es un debate largamente repetido. Muchos científicos llevan décadas
avisando de un deterioro que se explica directamente por la intervención
humana. Pocos lo discuten.
Pero
la crisis del coronavirus nos ha servido como experimento. ¿Qué sucedería si la
actividad industrial se detuviese durante unas semanas? ¿Se notaría la ausencia
de contaminantes? Las imágenes tomadas desde órbita no dejan lugar a la duda.
Hay un antes y un después del coronavirus; donde hace días los satélites
fotografiaban un cielo brumoso de contaminación ahora aparece un aire casi limpio.
A
los canales de Venecia han vuelto bancos de peces, aves acuáticas e incluso
delfines. En los parques de Madrid se pueden ver patos silvestres y pavos
reales en las calles; en otras poblaciones hay ciervos, jabalíes o cabras
montesas. Le hemos dado un respiro a la naturaleza y ha respondido con
prontitud. La contaminación ha bajado una media del 70%.
Este
fenómeno por supuesto es pasajero, apenas un espejismo. Pero debería hacernos
reflexionar sobre lo mucho que alteramos el medio ambiente. Además, y dado que
este virus – como otros – surge por el consumo de carne salvaje en mercados de
China sin control sanitario, es posible que la pandemia sirva para frenar el
comercio ilegal de especies en peligro de extinción. Porque el COVID 19 no es
el virus X que va a acabar con nuestra civilización, pero es un aviso muy
serio. La próxima vez puede ser una mutación de un virus de la gripe
desconocido para el que no haya vacuna ni inmunidad. Un desastre como el de la
gripe española de principios de siglo XX, con el potencial de acabar con
cientos de millones de vidas.
Respetar
la naturaleza también es hacer un uso responsable de los medicamentos que les
damos a los animales de granja. En China (y España) la mayoría de los animales
destinados al consumo humano reciben grandes cantidades de antibióticos de
última generación. Nos arriesgamos a que aparezca una bacteria resistente a
todos los antibióticos conocidos ¿Qué haremos entonces?
Las
calles desiertas de Madrid o Nueva York parecen el escenario de una película;
pero está sucediendo. Es real. Y precisamente ahora, en el hemisferio norte, la
naturaleza está haciendo brotar con fuerza la vida. Si somos capaces de
detenernos un instante para mirar lo que nos rodea, quizás tomemos conciencia
de que la suciedad no tiene por qué ser un peaje necesario para el progreso.
Otro mundo es posible, lo estamos viendo estos días. El cielo puede volver a
ser de color azul y podemos convivir con otras especies y respetar su hábitat.
Es
una lección que podría cambiar el curso de la historia, porque caminamos, con
ojos vendados, hacia un desfiladero de plástico y podredumbre. Si no lo vemos
ahora, si no despertamos ¿cuándo vamos a hacerlo?
La
incubatio como catarsis
En
la antigua Grecia los enfermos acudían a los templos consagrados a Asclepio, el
dios de la medicina. Unos sacerdotes los recibían y los pacientes se recluían
en las penumbras del edificio, cerca de la estatua del dios. Adoptaban una
postura fetal y, aislados, procuraban que el cuerpo sanase por sí mismo bajo la
benéfica influencia de Asclepio. Los latinos llamaron a esta reclusión
voluntaria incubatio.
Los
sacerdotes no permanecían ociosos; ayudaban con dietas, friegas o tratamientos
termales. Además, los enfermos en ocasiones se acercaban a los pórticos y
preguntaban a los paseantes curiosos por la naturaleza de su mal, por si alguno
sabía de un remedio eficaz.
Cuando
uno está enfermo (“in firmitas”, poco firme), el propio cuerpo lanza
señales de agotamiento para que baje la actividad. Y en soledad sobreviene la
catarsis, un proceso de purificación en el que se dispone de tiempo para pensar
en uno mismo. La Real Academia de la Lengua Española dice que la catarsis es la
“purificación, liberación o transformación interior suscitadas por una experiencia
vital profunda”.
Y
todos, en este momento, confinados en los templos que son nuestros hogares,
estamos sometidos a una catarsis colectiva como pocas veces se ha visto en la
historia de la humanidad. Es un fenómeno que causa asombro: la sociedad más
viajera y comunicada que se conoce obligada a recluirse durante semanas. Y en
esta pausa, durante este busco freno a nuestra vida frenética, no podemos
evitar reflexionar. Pensar. Porque estamos diseñados de tal manera que nuestro
cerebro no sabe de pausas ni desconexiones, y sin los estímulos de la calle,
hastiados de series o películas, recapacitamos.
Este
virus nos ha obligado durante nuestra incubatio a mirar hacia un lugar
inesperado, poco explorado y lleno de misterios. Nos ha compelido a mirar hacia
nosotros mismos. Y en ocasiones hemos visto un enorme vacío.
Cuando
la ciudad griega de Priene se vio asediada en el siglo VI a. C. por el gran rey
Ciro de Persia,
todos los habitantes se apresuraron a acumular todas sus
posesiones preparando la inminente huida. Sólo un hombre se mantuvo tranquilo,
esperando; portando tan solo su túnica. Un conciudadano le preguntó por su
actitud pasiva, contemplativa. El hombre contestó “Omnia mea mecum porto”. Todo
lo que tengo, lo que soy, ya lo llevo conmigo. Se llamaba Bías, y fue
considerado el hombre más sabio de toda la Grecia arcaica.
Bias
sabía que los persas no le podrían arrebatar su moral ni los muchos saberes que
había cultivado durante toda su vida. Su capacidad de reflexionar con
profundidad, sus pensamientos y su cultura constituían el mayor tesoro que debía
preservar. Y siempre los llevaba consigo. Porque eran él.
Usted,
lector del siglo XXI, tiene un vehículo, una casa y una nevera. Tiene
vacaciones, un teléfono inteligente y cientos de películas, series o canciones
a través de internet. Tiene un médico de cabecera, ropa que jamás se pone,
gimnasios donde puede practicar yoga y un contrato matrimonial. Todo eso lo
tiene. Lo posee. Pero en este preciso momento el estado de emergencia le
restringe la libertad de movimientos y no puede acceder a todo lo que tiene. Y,
además, el largo encierro en casa le ha obligado a enfrentarse a la paradoja de
disponer de más tiempo de ocio. Y se siente agobiado. Constreñido. Porque
dispone de más tiempo del que suele, y se ve forzado a convivir con ese extraño
que es usted mismo, sin distracciones. Se ve obligado a reflexionar y, de
alguna manera, percibe una merma. Algo falta.
Es
una soledad sonora. Encerrado en casa se ve bombardeado por informaciones de
todo tipo, la mayoría contradictorias. Se relaciona a través de brevísimos
mensajes de Wasap en los que se repiten las mismas oraciones, las mismas
preguntas. Aturullado, percibe que mucha de la información que le llega o está
manipulada, o no ha sido contrastada o es directamente torticera. Le intentan
engatusar y engañar desde todos lados con frases afortunadas e hilarantes
chascarrillos. Pero en esencia, desde lo más hondo, no tiene la base de conocimiento
imprescindible para poder distinguir la cierto de lo falsario. No puede saber
de todo y por ello es poco lo que sabe. Se ha acostumbrado a una enseñanza y
una vida cimentada sobre titulares vacuos que no dejan impronta alguna en la
memoria. El hombre de hoy, al contrario de Bías, lleva tantas cosas encima,
está tan repleto de todo que no le queda tiempo ni ganas de preocuparse por lo
que almacena dentro. ¿Para qué va a preocuparse por saber si puede consultar la
Wikipedia?
Existe
el riesgo de que esta incubatio nos lleve a un ejercicio de contrición, en su
sentido más etimológico, más laico. El adjetivo contrito define a una persona
aquejada de un enorme dolor y arrepentimiento por haber hecho algo mal.
Proviene de una palabra latina, contritus, que define a alguien o algo
totalmente quebrantado y sometido. Devastado. Y nada nos deteriora tanto como
la conciencia de habernos fallado a nosotros mismos. De haber permitido que la
molicie y la comodidad nos haya hecho desatender el ejercicio del espíritu
crítico. A cambio de unos pocos placeres terrenales pasajeros hemos permitido
que otros piensen, legislen y actúen en nuestro nombre. A menudo en contra
nuestra. Y cuando nos hemos dado cuenta, como en el poema de Brecht, resulta demasiado
tarde. Hemos vendido nuestra alma a cambio de espacio en una nube virtual, de
dinero virtual, de un trabajo que tiene mucho de virtual. A cambio de nada.
Cuando
los persas asedien nuestra ciudad ¿estaremos tranquilos, en paz con nosotros
mismos, como Bias? Seguramente no. Estaremos buscando frenéticamente escrituras
de propiedad, tarjetas de crédito y unos pocos anillos de un oro adulterado.
No
han llegado los persas, y saldremos de esta incubatio impuesta por un virus
malicioso. Pero debemos salir fortalecidos, purificados por medio de esta
catarsis tan inesperada. Todos y cada uno de nosotros debemos aprender a
convivir con quienes forman parte de nuestro entorno más íntimo, y debemos
aprovechar el tiempo que estamos juntos para fomentar el cariño y la
comprensión. ¿Sabe que la palabra “familia” procede del latín “famulus”,
esclavo? Tenemos que romper este vínculo patrimonial, utilitario. La familia no
solo comparte un techo bajo la dirección de un pater familias; debe ser mucho más. Es un lugar de con-cordia, de intimidad y mutuo respeto. En el hogar debe imperar un bien escaso: la escucha. Esta es la enseñanza más importante que podemos transmitir a nuestros hijos. Te demuestro que te quiero escuchándote. Los más jóvenes deben aprender el difícil arte de la paciencia y callar un poco más. Ya les tocará a ellos hablar; percibo que en nuestra sociedad los jóvenes hablan mucho y reflexionan poco. Los adultos, también. En realidad, todos hablamos de manera atropellada, alzando la voz.
Y
nos purificaremos si nos escuchamos a nosotros mismos. Si nos detenemos y
acompasamos nuestro latido al de la naturaleza y los instintos. Esto no son
palabras huecas ni una técnica de autoayuda; debemos buscarnos a nosotros
mismos, estar en paz con nuestro interior y perderle el miedo a la soledad.
Nunca estaremos solos si hemos convertido nuestra alma en un coro, en una
polifonía de recuerdos y emociones que juntas alzan la voz armoniosamente. Esta
incubatio puede servir para curarnos del peor de los males: estar solos para
nosotros mismos.
Si
sabemos aprovecharlo, habremos alzado la vista y superado nuestros miedos. Y el
futuro nos pertenecerá por derecho propio.
El
contrato social
No
saldremos bien parados de esta crisis sin un contrato social renovado. Creo que
debo ser más brutal y directo: no sobreviviremos como sociedad si no somos
capaces de acordar un nuevo pacto social. Así de claro lo digo.
En
esencia, gracias al denominado contrato social los humanos podemos vivir en
sociedades complejas, en las que este contrato les otorga derechos a cambio de
deberes que asumen como propios. Para asegurar el cumplimiento de este contrato
los ciudadanos delegan en el Estado la
potestad de hacer cumplir lo pactado por medio de la autoridad y el
establecimiento de unas normas (leyes) basadas en una moral consensuada. Cuanto
mayor es el número de derechos, mayores son los deberes; y viceversa. Además,
para que contrato resulte eficaz y vinculante debe estar firmado por el mayor
número de personas posible, hasta el punto de que los asuntos más cruciales
tienen un alcance supranacional. La Declaración Universal de Derechos Humanos
es un ejemplo de contrato que atañe, vincula y solidariza a la mayoría de los
habitantes de nuestro planeta.
Pues
bien; la irrupción del COVID-19 hace ineludible la necesidad de presentar un
frente de actuación y una respuesta lo más grande y poderosa posible, porque en
esta tormenta nos estamos yendo a pique todos. Todos los pueblos, todas las
naciones corren el riesgo de naufragar porque desde hace decenios navegamos
sobre frágiles gabarras, enganchadas unas a otras en una red de comercio
internacional irrompible que llamamos Aldea Global. Si una parte del mundo
naufraga, el resto le seguirá irremediablemente al fondo.
¿Se
entiende?
La
mayoría de las empresas del sector productivo europeo y norteamericano están
fuertemente adeudadas con capital chino. Esto se explica por lo descompensado
que está el balance comercial: China (y otros países de su entorno) fabrica y
occidente consume. Así de simple. Al final buena parte del potencial productivo
de occidente se basa en el sector terciario y tiene su sostén en el consumo
interno. Los europeos y norteamericanos cada vez fabricamos menos; es una tarea
que dejamos en manos de China, con una mano de obra cuyo ratio coste/beneficio
es imbatible. ¿Por qué? Porque en China hay menos derechos para los
trabajadores y una menor exigencia medioambiental. Es simple. Los gigantescos buques
portacontenedores llegan a nuestros puertos procedentes de China repletos hasta
los topes de mercancías. Cuando vuelven al lejano oriente los contenedores navegan
vacíos. Los occidentales exportamos aire.
Esto
es la Aldea Global, una práctica que nos permite consumir muy barato a costa de
perder industria. Por eso, cuando el coronavirus nos ha golpeado de repente
hemos tenido que hacer pedidos urgentes a China de respiradores y mascarillas
que no acaban de llegar, porque se están subastando al mejor postor por
despachos de bróker. Los bienes sanitarios de primera necesidad han sustituido al
oro o al petroleo en este instante. En España, SEAT ha tenido que adaptar su
maquinaria para fabricar respiradores homologados utilizando los motores de los
limpiaparabrisas; y el gobierno ha ofrecido indicaciones a la población sobre cómo
fabricar máscaras en los hogares. Mientras, los sanitarios luchan sin medios
suficientes y se infectan. Y no ha habido respiradores para tanto enfermo;
muchos han sufrido el final agónico de morir ahogados.
Voy
a poner un ejemplo de lo que significa el contrato social frente al liberalismo
económico y el consumismo salvaje de las últimas décadas: China es el país
donde surgió el COVID-19 y los que más saben y han investigado sobre este
virus. Fueron los primeros en secuenciar el mapa genético del coronavirus. Si China hubiese guardado esa información para sí misma habría podido adelantar al
resto del mundo en la búsqueda y producción de una vacuna eficaz. Hablamos de
un negocio de cientos de miles de millones. Sin embargo, China compartió sus
hallazgos con la comunidad científica internacional, y hoy hay 70 ensayos
prometedores en todo el planeta de vacunas viables. Es algo increíble; una
nueva vacuna tarda unos 10 años en estar disponible. Ésta lo estará en cuestión
de meses. Ya están en fase de pruebas con humanos.
Hay
un contrato implícito en el hecho de que toda información que ayude a
neutralizar esta amenaza es propiedad de la humanidad en su conjunto y no se
puede ocultar, porque somos todos los que estamos en peligro. Los humanos somos
todos iguales, y la vacuna que sea eficaz en un sueco lo será en un japonés o
un chileno. No es momento de triquiñuelas ni de cuentas de resultados; En los
últimos días China ha impuesto la censura a sus científicos a la hora de
compartir datos y estudios sobre la incidencia real del virus, y ha habido
amagos de disputa comercial por estos asuntos, con el nefasto presidente Trump
involucrado. Por suerte ha imperado el sentido común y, salvo raras
excepciones, todos navegamos al unísono en el esfuerzo por conseguir una cura
lo antes posible.
Pero
no basta. Hace falta mucho más. La crisis del sistema financiero del 2008
afectó a la clase media y baja, con un empobrecimiento que significó la pérdida
de hogares y de trabajos. Fue el resultado de una locura expansiva en la que
cualquiera podía hacerse rico en cuestión de poco tiempo si acertaba en
inversiones que tenían mucho de especulación y poco de economía real. Fueron
años en los que la brecha entre los ricos (muy pocos) y los no tan ricos (la
mayoría) se engrandeció enormemente. Cuando la burbuja estalló se demostró que las
instituciones crediticias no estaban saneadas, y que todo el sistema financiero
quedaba expuesto.
Esta
desigualdad, que viene de muy atrás como bien recordó Tony Judt en su ensayo
póstumo “Algo va mal”, la venimos arrastrando con una pérdida de calidad de
vida y nivel adquisitivo de una parte significativa de la población del primer
mundo. Porque esta crisis creó grandes bolsas de pobreza en países del primer
mundo. Los gobiernos sanearon sus cuentas detrayendo dinero de los servicios
públicos y agrandando aún más la desigualdad. Si podías pagarte un buen
tratamiento, fenomenal. Pero si dependías de un seguro de salud privado muy
precario, o de un sistema de salud pública semiprivatizado y que necesitaba
generar beneficios, entonces te enfrentabas a serios problemas.
Llegados
a este punto quisiera hacer un inciso: este debate no tiene un trasfondo
político; no pretendo optar por una postura ideológica frente a otra. Ante una
situación tan excepcional la necesidad de que se inyecte dinero para rescatar
la economía es casi inevitable. Lo importante es responder a la pregunta ¿qué
se va a hacer con el dinero? Y en esto mi postura es ambivalente, con ideas
provenientes tanto de la teoría económica de la izquierda como de la derecha.
Porque creo que no hay verdades absolutas ni una única respuesta.
Lo
primero que hay que hacer es consolidar urgentemente unos servicios
asistenciales en los casos de pobreza severa. Aquí no se deja de lado a nadie,
ni se aumenta la desigualdad enflaqueciendo a la maltrecha clase media. Las
personas que necesiten ayuda recibirán el apoyo del Estado, como garante de
unos servicios mínimos indispensables para llevar una vida digna, porque este
virus puede traer hambre, y matar a más gente por las consecuencias económicas
que por el propio contagio. Hay que elevar el ánimo de la población con medidas
concretas, palpables, que transmitan seguridad y consuelo. Hay que atender al
estado anímico de la población, y hacernos a todos, gobierno y oposición,
sindicatos y empresarios, partícipes de una reconstrucción que no es tarea de
unos cuantos. En esto la ayuda debería adoptar la forma de un nuevo trato o
“New Deal” a la manera de Roosevelt. Si conseguimos generar una marea de
entusiasmo puede que salgamos fortalecidos de esta crisis.
Pero
además hay que cambiar de una vez por todas el tejido productivo. Yo no soy
partidario de las ayudas asistenciales en forma de subsidios o pensiones; esto
reservaría a los casos más vulnerables. El dinero tiene que ir destinado no a
pagas, sino a generar riqueza fomentando la investigación en I+d, favoreciendo
una participación de las universidades como motores de ideas y patentes,
creando estructuras industriales firmes y coherentes con el devenir de los
tiempos. En vez de confiar la mayor parte de nuestro PIB en el turismo y el
consumo interno, favorezcamos la investigación en nanotecnología
(microprocesadores), industria farmacéutica (nuevas moléculas), ingeniería o
telecomunicaciones. En el caso de España tenemos un potencial enorme; formamos parte
del mayor mercado común del mundo, la Unión Europea, pero además somos la
puerta de entrada a todo un continente. Nuestro idioma, el español, es el
segundo más hablado del planeta después del Chino.
Pero
tenemos que crear. Debemos cambiar una cultura ya centenaria por la que España
no se interesó por los avances que supusieron la revolución Industrial y
agrícola del siglo XIX. Tenemos que lanzar sondas espaciales, crear
dispositivos tecnológicos con la letra “ñ” y ser embajadores de un idioma y una
cultura que despierta interés y admiración. Tenemos una industria alimentaria
poderosa, grandes marcas en el sector textil y mucha experiencia y solvencia en
el marco de las grandes obras de ingeniería. Podemos hacerlo; podemos salir de
esta crisis convertidos en una potencia por nuestra creatividad y nuestro
talento. Pero hace falta que nos lo creamos. Que apostemos por cambiar muchos
hábitos fortísimamente arraigados. No nos vendría mal aprender de la ética laboral
de muchos países de tradición protestante, lugares en los que los individuos se
hacen responsables de sus actos. Es ahora o nunca. Tenemos que trabajar con
mayor empeño y, sobre todo, con una mejor organización.
El
dinero tiene que venir de instancias supranacionales. Es el momento de la Unión
Europea, del fondo Monetario Mundial o de Naciones Unidas. Y si es posible, si
el impulso lo favorece, deberíamos ser capaces de acordar una Constitución, una
norma común para nuestro planeta, un texto de mínimos donde se garantice unos
derechos y deberes ineludibles para todo ser humano que tenga rango de ley de
obligado cumplimiento y que vaya dirigido al individuo como engranaje de esa
larga cadena que denominamos especie humana.
Es
inevitable… el cerebro se desboca hacia la utopía. No parece posible lo que
pido. No ahora. Los Estados siguen siendo muy poderosos, y se suman prejuicios
tan puramente humanos como la desconfianza, el afán por acumular y proteger lo
propio o la certeza que aporta un dogma religioso o un ideario político que no
está sujeto a debate. Y las empresas tendrán que rendir cuentas ante sus
accionistas, los políticos se desgañitarán con las promesas irrealizables en
fechas electorales. Volveremos a la televisión basura, a la esclavitud
convertida en nómina, a la comida rápida y la digestión pesada.
El
coronavirus podría ser una ventana a la esperanza, pero los cambios son de tal
calibre que no veo oportunidad alguna para tanto aliento. La realidad se impone
con toda su crudeza. Nos esperan años de plomo y fuego en las entrañas. No vislumbro
líderes capaces de aglutinarnos en esta idea del contrato social. La
desconfianza es el precio a pagar por tener más y más cosas. Para alcanzar el
contrato social una parte del mundo deberíamos estar dispuestos a renunciar a
muchos privilegios. Y no va a suceder.
Este
virus, pues, nos desnuda ante el espejo. Nos abochorna. No bastan los aplausos
ni un breve repute de la solidaridad. Deberíamos sentir el ánimo casi desbocado
por cambiarlo todo ahora que todo ha cambiado. Deberíamos recuperar las avenidas
para la amabilidad, la generosidad y el altruismo. Deberíamos aprovechar el
calor del primer momento para incubar entre todos ideas de renovación y
compromiso.
La
historia es cruel mostrándonos la senda tantas veces transitada; la del
entusiasmo inicial transformado en molicie. La del sálvese quien pueda frente
al tú. Conjugamos versos tribales repletos de “nosotros” y “ellos”.
¿Saben?
De alguna manera, a mí todo me da un poco igual. Creo que es por haber perdido
a mi mujer hace un año. No me asusta este virus ni le tengo miedo al futuro,
del que nada espero. Pero tengo a Pablo, un hijo de 12 años, y me hubiese
gustado que él sí pudiese resguardar el tesoro impagable de la esperanza.
¿Alguien
más tiene hijos? Ellos, que no tienen apenas síntomas por el coronavirus, serán
sus mayores víctimas a largo plazo.
Es
una paradoja terrible.
Antonio
Carrillo