El
mundo parecía volverse loco. Y la gente no podía dejar de bailar. Sucedió.
Todo
parece tener su comienzo en la ciudad alemana de Bernburg,
en el año 1.020. Un grupo de 18 campesinos, sin motivo aparente, comienzan a
cantar y bailar en el cementerio de manera desenfrenada, mientras tenía lugar
un entierro. El sacerdote, de nombre Rupertus, les afeó la conducta sin obtener
resultado alguno.
Los
hombres continuaron bailando sin apenas descanso durante semanas, días y
noches, bajo la lluvia, la nieve o el sol abrasador. No disfrutaban, sufrían palmariamente,
pero no eran capaces de parar. La intervención del obispo de Colonia puso fin a
tan enorme desatino; dos de los campesinos aquejados de tan extraño mal
murieron al instante. Los demás durmieron durante días y, avergonzados,
marcharon temblorosos de Bernburg. Sufrieron de convulsiones durante toda su
vida. La iglesia, atenta a toda oportunidad de negocio, fundó el monasterio de
San Magnus, que se convirtió de inmediato en un famoso lugar de peregrinación.
Apenas
un año más tarde en Kölbigk, también Alemania, 12 jóvenes se concentraron en
nochebuena ante la iglesia y, de manera alevosa, secuestraron a la (que todo el
mundo sabía) hija del párroco. Formaron entonces un corro y bailaron con la
joven de manera indecorosa. Hasta aquí todo parece relativamente normal. Pero las
víctimas de tan insólito arrebato continuaron con su baile patético y
desmadejado durante meses, hasta morir agotados. Pedían ayuda; no querían
seguir bailando, pero no tenían libertad de decisión. Estaban como en trance,
embrujados
Avancemos
en el tiempo. En el año 1.237 cientos de niños abandonaron súbitamente y sin
motivo la ciudad de Erfurt (de nuevo Alemania) y recorrieron bailando y dando
saltos los 25 kilómetros que distaban de la ciudad de Arnstadt. Nada más llegar
todos cayeron al suelo, como si hubiesen cortado unas finas cuerdas de
marioneta que les obligaban a danzar. Decenas de niños murieron, y la mayoría
no llegó a recuperarse del todo, con espasmos que perduraron el resto de su
vida. Lo mismo que había sucedido con los hombres de Bernburg.
Unos
años más tarde, en 1.278, al menos 200 personas de procedencia desconocida se
ponen a bailar en un puente que cruza el río alemán de Mosa. Es tal la
afluencia de gente que el puente colapsa y se derrumba. Y entonces algo extraño
sucede; en vez de nadar o intentar mantenerse a flote y alcanzar la orilla
cercana, los caídos siguen zarandeando el cuerpo, en un intento dramático por
bailar en el agua. Aterrados, gritan auxilio. Se ahogan mientras bailotean en
las gélidas aguas. Los pocos supervivientes fueron trasladados a una capilla
cercana dedicada a San Vito. Cuando se recuperan, no son capaces de explicar su
comportamiento, la razón por la que no eran capaces de dejar de danzar, poniendo
su vida en peligro.
Se
suceden las noticias de fenómenos inusuales, en donde personas, sin motivo
aparente, se ven obligadas a brincar y sacudirse sin descanso. En Europa
empieza a extenderse el rumor sobre una extraña enfermedad que ya tiene nombre:
el baile de San Vito.
Todo
esto hubiese quedado como parte de una crónica extraña de esos postreros años
de la Edad Media si no hubiese sido por lo que sucedió durante el nefasto siglo
XIV. Con total seguridad, uno de los periodos más lúgubres de la historia de la
humanidad.
Toda
Europa está envuelta en una guerra que no parece tener fin; los sembrados se
ven arrasados por frecuentes plagas. Entre 1.315 y 1.317 se produjo una primera
Edad de Hielo que destrozó las cosechas y empujó a la población hacia la
desnutrición y la miseria. Y entonces, cuando todo parecía que no podía ir
peor, entre 1.348 y 1.355 aparece la famosa “peste negra”, que borra del mapa a
un tercio de la población.
Es
un siglo para olvidar. El año 1.374 la cuenca del Rin sufre unas inundaciones
que agravan el hambre y el desamparo. Y es entonces, el 24 de junio, en Aquisgrán,
que cientos de personas deambulan silenciosas por sus calles y confluyen hacia
una plaza. Forman un enorme círculo, como si estuviesen recibiendo
instrucciones y, de pronto, sin orden previa, todos se ponen a moverse en un
bullicio de convulsiones aberrantes mientras lanzan pavorosos gritos. No hay un
ritmo, una intención, un compás. Los
cuerpos se abandonan en un aquelarre grotesco, las bocas abiertas en un rictus
espantoso, las lenguas colgando flácidas; se defeca y orina allí mismo.
Con
el paso de los días decenas de personas fallecen por ataques cardíacos,
agotamiento, deshidratación o hambre. Los ojos reflejan un espanto interno
difícil de asimilar. La mayoría de los afectados abandonan la ciudad imperial
en caravanas que recorren toda Europa durante meses; muchos habitantes de los
poblados y ciudades que atravesaban se unían a la famélica y alucinada
procesión de desvariados. Se intentaron sin éxito exorcismos, y alguno acabó en
la hoguera.
Cuando
llegaron al sur de Italia los lugareños le atribuyeron a la picadura de la
tarántula la razón de tan extraño comportamiento, e inventaron una melodía que
sirviese de acompañamiento a tales hechizados. Nació la tarantela o Pizzica
como remedio, que resultó ser eficaz: la fiebre de locura se apaga en Nápoles.
Hubo
sucesivos brotes del mal de San Vito. Uno importante en Augsburgo, en el 1.381.
En el brote de Estrasburgo, de 1.418, los que sufrieron el mal no eran capaces
ni de comer. La iglesia sufrió varios episodios en monasterios y conventos. Un
monje bailó hasta la muerte en Schaffhausen, en 1.428; y en un convento de
Holanda varias monjas en trance bailaban e imitaban animales en 1.491, algo que
se repitió en lugares de culto de toda Europa.
Pero
el caso más documentado lo tenemos de nuevo en Estrasburgo, en el año 1.518. Es
un caso que generó bastante documentación y que podemos constatar, ya que
disponemos de las actas municipales que reflejan el esfuerzo desesperado de las
autoridades por enfrentarse a un mal aparentemente demoníaco.
En este
caso se repite una circunstancia que ya hemos analizado anteriormente. El norte
de Europa había sufrido varios años de un clima extremo que había destrozado
las cosechas y provocado enormes hambrunas. El precio del pan era inasumible
para una mayoría, y muchos campesinos buscaban refugio y una oportunidad para
sobrevivir mendigando en las calles de las grandes ciudades, como Estrasburgo.
Las enfermedades hacían mella en organismos desnutridos y sin defensas, y a los
males ya conocidos se les había sumado un enemigo procedente de América, la
sífilis.
Todo
comenzó con una mujer, Frau Troffea, que comenzó a bailar sin motivo. Apenas un
par de días más tarde varias docenas de personas la acompañaban en un
desenfreno absurdo. Un mes más tarde ya eran cientos los ciudadanos de
Estrasburgo que no podían dejar de danzar, cantar y realizar todo tipo de
gestos grotescos. El cansancio comenzó a cobrarse víctimas que morían por
ataques cardíacos o de agotamiento.
Las
autoridades municipales convocaron a los médicos más reputados para buscar una
solución a un problema que claramente se les iba de las manos. Los galenos
opinaron que la mejor respuesta era dejar que los enfermos siguiesen el curso
de su enfermedad, hasta que desapareciese por sí misma. Por lo tanto, tuvieron
que habilitar salones y escenarios públicos para que los danzantes se
expresasen con absoluta libertad.
Esto
provocó un efecto de contagio inaudito. La población se sumaba cada vez en
mayor número a los poseídos por el trance involuntario. Pero, además, todo
empeoró considerablemente cuando un médico propuso el disparate de que músicos expertos
amenizaran las bacanales, fomentando y estimulando las ganas de bailar. Los
músicos de la época eran profesionales de baja estofa, pobres diablos que malvivían
de su talento tocando en fiestas y celebraciones religiosas y, a menudo,
mendigando las sobras de algún banquete. Algo así como lo que pasa ahora, pero
sin sintetizadores.
Estos
músicos se subieron por primera vez a un escenario con público, y además les
pagaban por ello. Hubo pues una catarsis entre los intérpretes, que sufrieron
su propia locura: se entusiasmaron cada vez más y animaron a las gentes a
participar de la música y la fiesta. Los autores de la época describen cómo los
músicos alentaron a cientos de personas a unirse, a subir al escenario y
bailar. Y una vez arriba la mayoría de los ciudadanos se dejaban llevar por el
trance y perdían toda noción de la persona y del tiempo. Y se sumaban a la
lista creciente de enfermos por el baile de San Vito.
Todo
iba de mal en peor, y ese verano Estrasburgo se había convertido en una fiesta
sin freno ni medida.
En
1.518 se habían inventado los macroconciertos.
Pero
la cosa en realidad no tenía ninguna gracia. Los pobres enfermos del baile de
San Vito no tenían voluntad propia. En medio de su bailoteo incesante se
escuchaban sus gritos pidiendo ayuda, clemencia. Que alguien acabase con su
suplicio. Los pies ensangrentados, sucios y desnutridos, acababan muchos
muertos por ataques de corazón, derrames cerebrales o simplemente agotados. Con
el paso de las semanas la plaga se extendió por otras ciudades. A algunos
enfermos se los trasladó a capillas consagradas a San Vito.
San
Vito, por cierto, ha quedado como santo patrono de los bailarines. Su
onomástica es el 15 de junio.
Con
el final del verano, a principios de septiembre, la epidemia cesó. Lo hizo de
repente, en todos los lugares. La última
de la que tenemos noticias es de 1.840, en la isla de Madagascar. Muchas
personas comenzaron a bailar en esta isla de África de una manera salvaje y en
un estado hipnótico.
En
definitiva ¿Qué sabemos? Algo pasó durante los últimos siglos de la Edad Media
y los comienzos de la Edad Moderna, fundamentalmente en el norte de Europa;
particularmente en Alemania y zonas aledañas. Todas las fuentes contemporáneas
insisten en que los bailarines no podían controlarse, y el suceso nada tenía de
lúdico. Su estado era alucinatorio, ajeno a toda norma o decoro. Y causaba un
gran dolor. Afectaba a hombres, mujeres y niños; y era contagioso. Allí donde
aparecían los bailarines se sumaban nuevos enfermos.
Hay
dos corrientes que afrontan este fenómeno. Por un lado algunos científicos han
intentado explicar este fenómeno como un acto que se explica por factores
externos, causado por un agente infeccioso o por una intoxicación. No puede
tratarse pues de una enfermedad hereditaria, porque afectaba a cientos de
personas sin relación de parentesco.
El
primer candidato como causante de esta disquinesia o alteración involuntaria
del movimiento es la denominada corea de Sydenham, un tipo de artritis
reumatoide causada por un estreptococo y que provoca espasmos. Pero hay un
problema: esta enfermedad se manifiesta en niños, sobre los 10 años de edad. Y
la rapidez del contagio que detallan las crónicas no se corresponde con una
enfermedad que tarda semanas en incubarse. Lo que sucedió en Europa no fue un
brote de corea ni de ninguna otra enfermedad contagiosa.
¿Y
una contaminación colectiva? Otra teoría postula que las víctimas estaban
envenenadas por la ingesta de un hongo, el "Claviceps Purpúrea”, conocido
como cornezuelo, y que es parásito fundamentalmente del centeno. Cuando las
personas comían un pan hecho con harina contaminada por cornezuelo sufrían de
una enfermedad llamada ergotismo.
El
ergotismo (o Fuego de San Antonio) se manifestaba fundamentalmente por
problemas circulatorios que afectaban a las extremidades, que acababan
gangrenadas. Las gentes le tenían verdadero pánico a una enfermedad terrible
que podía llevar a la amputación de varios miembros.
Pero
además el cornezuelo contaminaba la harina con ácido lisérgico, lo cual
provocaba que los enfermos de ergotismo sufrieran de alucinaciones. Perdían el
control sobre la realidad y vivían en un estado de conciencia alterada. Pero, y
esto es importante resaltarlo, no bailaban. La falta de control sobre los
músculos no forma parte del cuadro clínico de una intoxicación por cornezuelo;
además, con los pies gangrenados pocas ganas tendrían de saltar y caminar
durante kilómetros.
El
ergotismo fue muy común durante la Edad Media y los campesinos le tenían más
miedo que a la peste. Se creó una orden especial de frailes, la Orden de San
Antonio, en cuyos hospitales se trataba a los enfermos de este mal. Llevaban un
hábito negro con una enorme letra tau griega azul bordada en el pecho. Durante
siglos sólo hubo un remedio a esta enfermedad: la peregrinación (penosa y
lenta) a Santiago de Compostela. Y lo cierto es que daba resultados; curaba los
casos menos graves. Hoy sabemos la razón: en los hospitales del camino, como el
del convento de San Antón de Castrojeriz, en Burgos, el pan siempre se
preparaba con trigo candeal. Durante la peregrinación los enfermos dejaban de
consumir pan envenenado y mejoraban.
Pero
¿Y si el baile de San Vito no era la manifestación de una enfermedad o de una
contaminación? ¿Y si hubo una especie de organización, una intención oculta
detrás de estos aquelarres, algo así como un intento de alejar a los malos
espíritus? Mejor aún ¿Y si todo responde a un estado de histeria colectiva
contagiosa e irracional, que se sumerge en creencias arraigadas en rituales
ancestrales? ¿Y si simplemente sufrimos tanto dolor y miedo que nuestra psique
dijo basta?
La
clave para entender esta teoría la tenemos en las situaciones tan
extraordinarias de estrés que estaba sufriendo gran parte de la población. Es
difícil, pero le invito a que se ponga en el lugar de una campesina de mediados
del siglo XIV. Se casó y tuvo 9 hijos de los que 5 sobrevivieron a los primeros
años. Llevaban una vida humilde, pero las crisis climáticas del frío intenso de
los primeros años del siglo XIV habían quedado atrás. Su madre sí que lo pasó
realmente mal; murieron de hambre o enfermedad 8 de sus 10 hermanos.
El
mundo conocido lleva en guerra desde hace años, y no parece tener fin. A veces
grupos de soldados arrasan con las cosechas y toca pasarlo mal. Por suerte los
niños ayudan y saben cazar pequeños animales del bosque y localizar frutos o
raíces comestibles. Está intranquila cuando las niñas salen de casa, porque los
caminos están repletos de bandoleros que pueden ultrajarlas. Ya ha sucedido; es
algo a lo que las mujeres están siempre expuestas en esta (y cualquier) sociedad
sin ley. La viruela o el fuego de San Antonio se cobran muchas vidas. Con 40
años ya se es anciana.
Pero
todo esto era antes. Eso era el paraíso. La mujer lo vive como si fuese hoy, pero
está sola en la pocilga inmunda que es su cabaña semiabandonada, antaño un
hogar. No hay sembrados, ni risas. Han muerto todos; su marido y sus cinco
hijos. Vino una peste que arrasó con todo. El hombre dejó de ser hombre y se
volvió animal. La mujer tuvo que comer de la carne de alguno de sus hijos para
no morir ella de hambre. El canibalismo era una práctica muy usual. La ansiedad
constante y sorda se ha asentado como una compañera ineludible. Su mente a
veces desvaría, por el hambre o por el sufrimiento pasado.
Unas
personas extrañas pasan por sus tierras danzando y gritando de una manera irracional.
Sale de casa y se une al grupo de bailarines. En psicología conductual se
denomina efecto bandwagon al fenómeno por el cual las personas realizan
conductas imitando a una mayoría sin evaluar lo conveniente o no de esa
conducta. Si muchos lo hacen, yo también lo hago.
Alguien
reaccionó al estrés manifestando una conducta patológica que responde a una
patología mental. Esta persona histérica atrae la atención de otras muchas que
lo imitan en algo que se asemeja a ataques epilépticos, convulsiones o
visiones. Estamos ante un histeria colectiva,
una especie de epidemia psíquica que hace mella en cuerpos y mentes
llevados al límite del sufrimiento y que se sumergen en un estado de éxtasis
incontrolable.
Puede
haber sufrimiento, ataques de pánico, una absoluta pérdida de control de los
impulsos. Es una
neurosis colectiva de tipo histérico que se manifiesta en un
trastorno de conversión (el sufrimiento psíquico se manifiesta con temblores
incontrolables o síntomas similares a un ataque epiléptico) o en un trastorno de
tipo disociativo, con impulsos destructivos en medio de alucinaciones. Una
madre que ha comido de la carne de su propio hijo es normal que tenga
tendencias autodestructivas motivadas por la culpa. Todo esto es incontrolable,
no deliberado ni provocado. No es una simulación ni un fingimiento. Los
enfermos sufren enormemente durante las crisis.
¿Por
qué del baile? Por parte de unos pocos, al principio, puede haber una
escenificación en sus primeros días que justifica la pérdida de control motor
del sistema nervioso, un intento por ejemplo de alejar el mal fario recurriendo
a antiquísimos ritos que, de alguna manera, han sobrevivido en el inconsciente
colectivo. Rituales precristianos que se disimulan bajo el aspecto de un baile
alocado y sin propósito alguno. O bien puede responder a lo que se cree un contagio
de espíritus malignos que gustan de bacanales y de la pérdida del pudor y de
todo control. En la Europa que acababa de abandonar la Edad Media perduran
creencias ancestrales que el cristianismo no ha logrado erradicar del todo. El
sufrimiento nos ha vuelto vulnerables a los miedos más profundos del
subconsciente. Lo que aflora viene de muy adentro.
Estas
pobres almas no son violentas con los demás; se hacen daño a sí mismas. Bailan
porque sufren. Porque ya no pueden más.
Hay
cosas peores que la muerte. Y se puede sufrir tanto que se pierde la cordura.
Convendría
recordarlo. Para tener una perspectiva más clara y justa de cuánto se puede
sufrir. De lo que significa vivir una guerra, un exterminio. Para saber darle a
cada momento histórico la carga de miedo que merece.
No
menos. Pero tampoco más. Por coherencia.
Antonio
Carrillo
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