martes, 14 de abril de 2020

CORONAVIRUS. REALIDAD Y ESPERANZA

Dedicado a los valientes de IFEMA





Cuando la tormenta pase
Y se amansen los caminos
y seamos sobrevivientes
de un naufragio colectivo.

Con el corazón lloroso
y el destino bendecido
nos sentiremos dichosos
tan sólo por estar vivos.

Y le daremos un abrazo
al primer desconocido,
y alabaremos la suerte
de conservar un amigo.

Y entonces recordaremos
todo aquello que perdimos
y de una vez aprenderemos
todo lo que no aprendimos.

Ya no tendremos envidia
pues todos habrán sufrido.
Ya no tendremos desidia
Seremos más compasivos.

Valdrá más lo que es de todos
Que lo jamás conseguido
Seremos más generosos
Y mucho más comprometidos

Entenderemos lo frágil
que significa estar vivos
Sudaremos empatía
por quien está y quien se ha ido.

Extrañaremos al viejo
que pedía un peso en el mercado,
que no supimos su nombre
y siempre estuvo a tu lado.

Y quizás el viejo pobre
era tu Dios disfrazado.
Nunca preguntaste el nombre
porque estabas apurado.

Y todo será un milagro
Y todo será un legado
Y se respetará la vida,
la vida que hemos ganado.

Cuando la tormenta pase
te pido Dios, apenado,
que nos devuelvas mejores,
como nos habías soñado.

Alexis Valdés


Hace dos meses, en una reunión familiar, minusvaloré la importancia de la amenaza que supone este nuevo virus que nos tiene confinados. Me equivoqué, y mucho. No fui el único; el jefe de Servicio de Medicina Preventiva de un Hospital Público opinaba el 26 de febrero que “lo lógico es que en marzo, sobre todo en la segunda quincena, disminuya la incidencia de estas infecciones por coronavirus; y entre abril y mayo prácticamente desaparezca”. Consideraba esta autoridad médica que la epidemia estaba siendo sobrevalorada, dado que su letalidad es parecida a la de la gripe y, por tanto, “no sería partidario de indicar aislamientos masivos”.

Hoy, 12 de abril, podemos afirmar sin exagerar que nos enfrentamos a la mayor crisis de los últimos 80 años, con 170.000 contagiados en España (serán muchos más con certeza) y al menos 17.500 fallecidos en unas cuantas semanas. Vivimos una situación de alarma y angustia que dejará su impronta en los libros de historia.

Nuestros nietos estudiarán lo que estamos viviendo hoy, y sus consecuencias.

Esta opinión tiene su primer fundamento en algo que el médico anteriormente citado no podía prever: la naturaleza dañina de un coronavirus nuevo, desconocido para nuestra especie que no tiene anticuerpos para enfrentarlo, un patógeno que ha demostrado ser un enemigo temible. Es un virus peligroso precisamente por su condición de neófito. Es mucho lo que no sabemos sobre la manera como infecta y se manifiesta, sobre el curso de la enfermedad aguda que provoca y ni tan siquiera tenemos certeza alguna sobre el pronóstico a medio y largo plazo. Simplemente, no hemos tenido tiempo para aprender sobre él.

Es descorazonador enfrentarse a un enemigo que desobedece el curso previsto de los acontecimientos. Al tratarse de un coronavirus era de esperar que tuviese una naturaleza estacional, como el catarro, y que desapareciese durante los meses estivales. Sin embargo ha prosperado en poblaciones del hemisferio sur, que viven el ocaso del verano. En un principio se informó que se transmitía a través de las gotas de saliva de tamaño medio (los epidemiólogos distinguen tres tamaños de gotas) que un contagiado expulsa al toser; gotas envenenadas que se pueden depositar en la barandilla de un parque público y que dejan el virus activo durante días. Esto ya es bastante malo; pero además hoy se sospecha que el virus puede perdurar un tiempo en el aire en gotas más pequeñas, y su radio de contagio podría llegar hasta los 7 metros en un espacio cerrado. Eso explica que últimamente se recomiende el uso de mascarilla como medida profiláctica mientras se está fuera de casa. Es una recomendación que la OMS descartó las primeras semanas, pero lo cierto es que desde el próximo lunes el gobierno de España repartirá 20 millones de mascarillas entre la población que acuda a los medios de transporte públicos.

Seamos rigurosos: este virus no es tan pequeño como el sarampión y no permanece tanto tiempo en el aire. De eso estamos seguros; y es difícil el contagio si se mantiene una distancia prudencial de dos metros aproximadamente y se tienen las manos limpias. Pero la rápida propagación del virus, especialmente en espacios cerrados, nos ha obligado a ser más escrupulosos y aumentar las medidas de protección. Su índice de contagio se aproxima a 3 (una persona contagiaría a otras tres); un número reproductivo alto. Pero el mayor problema es doble: por un lado el virus tarda de media una semana en dar la cara, cuando la persona infectada manifiesta los primeros síntomas. Durante este tiempo las personas ya enfermas pueden viajar lejos y, en las últimas horas de incubación, antes incluso de tener fiebre, comenzar a contagiar a otras personas. Es un virus que se propaga con una rapidez infernal, a la velocidad de un avión comercial. Además, según cálculos a día de hoy, se sospecha que tres de cada cuatro infectados podrían ser asintomáticos o bien tener síntomas muy leves. Infectan porque son portadores del virus, con una concentración muy grande en la garganta, pero serían como enemigos infiltrados que siembran su ponzoña inadvertidamente.

¿A cuánta gente mata este virus? A mucha, demasiada sin duda, generalmente por neumonía; pero seguramente las cifras que circulan, en ocasiones cercanas al 10%, son erróneas, porque hay una mayoría de infectados que no aparecen en las estadísticas. Por otra parte, hay un consenso general en que los datos aportados por algunos países como China no reflejan el número real de fallecidos. En todo caso, con un índice de contagio de casi 3, un 20% de hospitalizados y un (supongamos) 1% de fallecidos – seguramente este número será menor - este virus es un peligro para los sistemas sanitarios de todos los países, incapaces de atender a decenas de miles de pacientes que requieren hospitalización y respiración asistida. Es un virus capaz de saturar las UCIS y hacinar los muertos en las morgues, como está sucediendo en este mismo momento.

En Nueva York hoy están habilitando una isla cercana para enterrar a las decenas de miles de muertos. En Madrid se utilizan pistas de hielo como gélidos reservorios improvisados de cuerpos. Es un espanto. Un horror que nos retrotrae a los tiempos de la gripe española.

Es el verdadero estremecimiento que estamos viviendo, la crueldad inimaginable que supone el morir solo, sin el apoyo de unos familiares o en el frío anonimato de una residencia de ancianos. Es la necesidad de tener que decidir quién vive y quién muere, sobre la base de la edad y la esperanza de supervivencia, algo a lo que no están habituados nuestros sanitarios, que no han vivido una guerra ni una medicina de triaje que les obliga a tomar decisiones horribles. Muchos médicos y enfermeros necesitarán ayuda psicológica cuando todo esto acabe. Además, muchos caen enfermos por la enfermedad. Son los héroes de nuestro tiempo y todos los días, a las ocho de la tarde, la ciudadanía nos asomamos a los balcones de nuestras casas a aplaudir. 

Y luego está la incertidumbre ¿Qué pasará? ¿Cuándo acabará todo? ¿Puede volver este mal el invierno que viene? No lo sabemos. Nadie se atreve a hacer pronósticos. Parece que este virus ha venido para quedarse, pero hay una característica en el coronavirus que invita a un moderado optimismo: al contrario que la sibilina gripe este enemigo no muta fácilmente. Debido a su estructura no cambia de vestuario todos los inviernos engañando a nuestras defensas. Porque, y esta es la noticia más importante, las personas que pasan el virus con casi total seguridad quedan inmunizadas. Su cuerpo genera anticuerpos capaces de enfrentarse al enemigo en batallas futuras por un tiempo. Ya sea por haber pasado la enfermedad (al menos un 60% de la población), o por disponer de una vacuna, en dos o tres años estaremos (o eso espero) protegidos frente a esta terrible pandemia. No tengo certeza alguna. Ni siquiera soy médico y mi opinión en estos temas poco vale. Recientemente ha habido informes de pacientes que han vuelto a mostrar síntomas después de haber pasado la enfermedad; es algo que habrá que verificar.

Pero el coste para la sociedad está siendo y va a ser difícil de imaginar. El FMI ya ha dicho que nos enfrentamos a la mayor recesión económica desde el crack del 29, un empobrecimiento global que se cebará en las clases más desprotegidas. El paro, el hambre o la inseguridad asistencial pueden matar a más personas que el mismo virus. El tejido productivo, el comercio internacional o el sector de servicios ya están sufriendo la mayor hecatombe que se recuerda. Estos son datos, no especulaciones. El virus nos está castigando como sociedad obligándonos a cerrar negocios y permanecer aislados en nuestras casas. Está sembrando miedo y confusión. Nadie se siente seguro. Todos tenemos el sabor agrio de la incertidumbre en la boca.

En medio de tanto terror ¿hay cabida para la esperanza? Es posible que sí. Dependerá de cómo respondamos a los retos que nos plantea el futuro próximo y, en buena medida, de si hemos aprendido algo de esta dura lección.

Lo desgranaré en 5 puntos:

1.       Las sociedades vulnerables.
2.       El fomento de la solidaridad.
3.       La huella humana.
4.       La incubatio como catarsis.
5.       El contrato social.


Las sociedades vulnerables


No podemos matar al virus, porque no está vivo. Algo tan pequeño que se necesita un potente microscopio para verlo ha sembrado de silencio nuestras avenidas, ha cerrado escuelas y centros de trabajo. Ha hecho que nuestra sociedad se detenga. Y no podemos matarlo. No emite el estruendo de una bomba en la guerra ni tiene la presencia tangible de un terrorista fanático dispuesto a inmolarse. Nos ha derribado de la peor manera posible: poniendo en evidencia nuestra mayor fragilidad, aquello en lo que somos más vulnerables. Nuestra sociedad de consumo frenético hipertecnificada se derrumba acobardada ante este minúsculo ente.

Nuestro universo de tabletas y dispositivos multimedia, que prometían vuelos supersónicos a la velocidad del 5G, han dado paso a un ritual lento de lavarnos las manos concienzudamente y de cubrirnos la cara con un paño. Nosotros, que pensábamos que lo teníamos todo al alcance de un clic en el ordenador, no podemos comprar artículos tan básicos como alcohol, mascarillas, guantes ni papel higiénico. Aireamos el cuarto y lavamos la ropa a temperaturas elevadas, guardamos las distancias y fabricamos mascarillas caseras. Y nos aburrimos metidos en casa, obligados a una espera difícil y frustrante.    

De súbito nos vemos vulnerables. Ni el dinero, el gran dios de nuestro tiempo, es realmente útil. Caen pobres y poderosos bajo el castigo de esta plaga, como tantas otras veces. Una aldea africana de cazadores y recolectores está mejor preparada para afrontar este reto. Saben buscar comida y agua, tienen recursos para sobrevivir con lo que la naturaleza les proporciona. Y conocen la muerte. La temen, seguro, pero están acostumbrado a los ciclos de vida y muerte que forman parte de esta experiencia tan extraña que es sentirse vivos. Nosotros, sin embargo, vivimos ajenos a la muerte; la ocultamos y pretendemos disfrutar de una utópica juventud eterna. Somos capaces de decir: “ha muerto con 75 años, tan joven”. Parecemos niños asustadizos y cobardes cuando tenemos que afrontar la crudeza de la pérdida, del dolor y sufrimiento. No estamos entrenados en el sacrificio ni soportamos la frustración. En una sociedad preocupada por renovar su teléfono móvil todos los años el vértigo de una catástrofe provoca confusión, inseguridad y miedo.

Cuando el virus pase y podamos entrar a tomar café en un bar espero que nos demos cuenta de lo afortunados que somos. En ese momento recuerde lo que pasa hoy viernes 11 de abril: los camioneros que siguen abasteciendo nuestras tiendas de productos de primera necesidad tienen el problema de que ahora mismo no pueden ir al baño, porque buena parte de las gasolineras de carretera no tienen los servicios abiertos. Mañana iré a mi farmacia y meteré en una caja de cartón una máscara de  buceo que le compré a mi hijo hace un año; con ella fabrican respiradores para enfermos. Buena parte de los periódicos de los EEUU no permiten acceder a sus ediciones digitales desde Europa; posiblemente por problemas de saturación en la red. Plataformas como Netflix han tenido que bajar la calidad de emisión para poder dar servicio a los millones de usuarios encerrados en sus casas. Tenemos que recolectar las cerezas a finales de este mes; la naturaleza no espera, y no sabemos si se podrá disponer de mano de obra o si se podrá preservar la seguridad de los recolectores. Hace más de un mes que no se estrenan películas porque los cines están cerrados. La policía y el ejército te detienen en la calle y te piden el ticket de compra para ver si está justificado que pasees y no cumplas la cuarentena. Mi hijo seguramente no volverá a clase este curso. 

Las calles están desiertas. Las personas somos entes anónimos, personajes fantasmales de Chejov tras unas máscaras pálidas. Es primavera y la naturaleza parece ajena a todo, pero lo cierto es que se están perdiendo millones de puestos de trabajo por semanas.

Cuando todo pase, cuando volvamos a los bares y podamos pasear libremente, no debemos olvidar lo vulnerables que fuimos. Es una suerte vivir en este mundo de riqueza y ocio permanente, qué duda cabe, pero las estructuras sobre las que se asienta son más frágiles de lo que aparentan. En esta sociedad con acceso ilimitado a la información los bulos circulan a la misma velocidad que la verdad, y estamos perdiendo la capacidad de análisis crítico que nos permite distinguir lo verdadero de lo falso. Cualquier opinión se puede verter por canales sociales sin pasar por criba alguna. Hemos descuidado la educación del sentido común, el gusto por la verdad y el respeto por el saber. La nuestra es una sociedad que vive de titulares intensos, luminosos, pero vacuos de contenido. Todo es efímero. La verdad es relativa y escurridiza. La diversión inmediata no nos permite formar un criterio sostenido y sostenible. Somos volubles porque la realidad misma vive en una nube digital.

Por eso, cuando todo esto pase, debemos recordar cómo lavarnos las manos. Debemos disfrutar del paseo en sí mismo, porque antaño se nos impidió salir de casa. Debemos pensar que es tiempo de siembra, y que eso también importa. Seguramente importa más que tener el último artefacto multimedia del mercado. Debemos reflexionar sobre la cultura y el saber, sobre lo vulnerables que nos hace dejar en manos de unos pocos la toma de decisiones. Es responsabilidad de todos estar bien informados, confrontar pareceres y profundizar en el porqué de las cosas. No nos podemos permitir el desatino de dejar el gobierno de lo público en manos de populistas que sólo dicen verdades a medias.

Porque todo esto nos hace vulnerables. Quien necesita poco es capaz de soportar con entereza las penurias que inevitablemente trae la vida; por ello es esencial distinguir lo fundamental de lo accesorio, el grano de la paja. Cuando todo esto pase espero que todos y cada uno de nosotros sienta en su interior la necesidad de ser mejores, más vigilantes, más sensatos y cívicos. Hace tres días saqué la basura a la calle. Era de noche y no había nadie. Un pequeño vehículo con la insignia del ayuntamiento de Alcalá de Henares se detuvo y un señor, ya encanecido, con mono de trabajo, se puso a recoger trozos de plástico del suelo y a depositarlos en los contenedores. Le pregunté si lo hacía todos los días. Me contestó que sí. Que él siempre acudía antes que el camión de la basura para asegurarse de que todo estaba en su sitio. Que por desgracia la mayoría de las ocasiones tenía que recoger basura del suelo. Era una desgracia, me comentó, que la gente no tomase conciencia de que el acto de dejar las bolsas tiradas en el suelo de cualquier manera era una fuente de suciedad que atraía a ratas, generaba mal olor e insalubridad. Ojalá, me dijo al despedirnos, todo esto que estamos pasando sirva para que la gente deje de mirar tanto el móvil y tenga cuidado de dejar su basura dentro del contenedor. Él llevaba 35 años recogiendo basura. Esperaba ver un día en el que el suelo estuviese limpio.

Cuando todo esto pase no deberíamos olvidar que somos vulnerables. Si no nos olvidamos enseguida de este espanto, si somos capaces de reflexionar, podemos salir fortalecidos al tomar conciencia de nuestra debilidad. Cuando todo esto pase ojalá no olvidemos enseguida, como tantas otras veces. Y queramos ser mejores. Y levantemos la mirada de la pantalla del móvil y veamos los suelos libres de basura.

El fomento de la solidaridad


A las 8 de la tarde todo el mundo se asoma a los balcones a aplaudir, como muestra de apoyo a los sanitarios, bomberos y fuerzas de seguridad que están velando por nosotros. Un amigo policía me pasó un vídeo grabado desde su coche patrulla mientras escoltaba a unos bomberos. La gente, al escuchar las sirenas, se agolpaba en balcones y ventanas; gritaban y aplaudían. En el vídeo se escucha la voz de mi amigo Rafa: “estos días mola salir a trabajar”.

Otro amigo trabaja en el hospital de campaña con cientos de camas que se ha montado en el recinto ferial IFEMA. Es el resultado del esfuerzo conjunto del ejército, el servicio de salud pública y cientos de ciudadanos anónimos que acudieron con sus enseres de trabajo para hacer una instalación de tuberías que habría supuesto semanas o meses de trabajo. Lo hicieron en dos días. Billy me cuenta que en el IFEMA los enfermeros han montado un bingo para hacer más llevadera la estancia a los enfermos. Un quinteto de cuerda interpreta obras clásicas en la entrada del hospital. Y la cama 19 siempre la dejan vacía: por lo del Covid-19. Por cierto, Billy es un chaval de 20 años que está terminando el bachillerato y va a estudiar producción musical; una persona anónima que se presentó voluntario para luchar contra el espanto en primera línea, como un soldado de infantería. Quiere ser músico y venía casi todos los días a grabar al estudio que tengo montado en casa.

Es un héroe muy joven. Ha embolsado cadáveres y soportado temperaturas altísimas enfundado en un traje de protección. No aparecerá en ninguna crónica ni recibirá una medalla. Como él habrá cientos, miles. Pero quienes hablen de una generación de jóvenes semianalfabetos y sin principios ni valores deberían pensar en Billy. Solo Billy; no ha querido que diga su nombre.

Ante una amenaza común actuamos instintivamente como tribu, protegiéndonos los unos a los otros. Este altruismo se explica porque ante la dificultad todos colaboramos para que la unión nos haga más fuertes. En una partida de caza en tiempos prehistóricos todos participaban para conseguir alimento, y daba igual quien atestase el golpe o lanzada final; la tribu entera se alimentaba alrededor del fuego en el ocaso. Y era un momento de contar historias.

Cualquier compromiso extraordinario nos aúna en un mismo empeño y genera un fortísimo sentimiento de identidad. Cuando las cosas vienen muy mal dadas suele surgir la figura del héroe altruista. Todos somos, de alguna manera, héroes. Y se aparcan las diferencias que hasta hace poco parecían focalizar toda nuestra atención. Luchamos por sobrevivir juntos y dejamos de lado las disputas del pasado. 

Este periodo tan inquietante ha dejado aparcados casi todos los debates que tenían la querella soberanista como centro de atención en España. Salvo escasas (y patéticas) excepciones los españoles estamos actuando como un solo pueblo, con referentes como el ejército o las fuerzas de seguridad del Estado. Hay excepciones – lo he dicho –, especialmente desde sectores radicalizados de Cataluña, pero en líneas generales los verdaderos problemas solo surgen cuando se detectan movimientos temerarios desde zonas con altísimo contagio hacia zonas casi limpias de virus. Es natural: todos debemos guardar cuarentena y, especialmente si venimos de una zona castigada por la pandemia, o bien deberíamos abstenernos de viajar o bien deberíamos guardar la cuarentena motu proprio.

Este virus nada sabe de fronteras ni de pasaportes. Y si debemos unirnos para presentar un frente más potente contra el embate del enemigo la cuestión se traslada indefectiblemente a la Unión Europea. Los países del norte de Europa no pueden abandonar a su suerte a los países como España o Italia, mucho más castigados. Porque, y en esto voy a ser taxativo, la supervivencia de la Unión Europea está en juego. Si se produce un desapego entre los aliados, se abrirán heridas imposibles de suturar. Hace falta tener una visión de estadista para entender que lo que sucede en Italia es asunto que incumbe a los holandeses.

Por desgracia esta tragedia nos ha golpeado en un momento en el que éramos especialmente vulnerables, con algunos políticos extremistas euroescépticos, miembros de formaciones populistas y de rala tradición democrática. Además, el mundo ha presenciado atónito al surgimiento de líderes estrambóticos, más propios de un programa televisivo de entretenimiento. No estamos en las mejores manos, esto es cierto. Y el peligro se percibe.

Si la lucha contra este virus nos une saldremos antes y más recuperados de la catástrofe, más conscientes de nuestra identidad común. Sin embargo, en este punto confieso que soy poco optimista. Espero, de corazón, equivocarme, y que la esperanza prevalezca sobre el contumaz realismo.


La huella humana

Lo del cambio climático y la huella que deja la actividad industrial en nuestro ecosistema es un debate largamente repetido. Muchos científicos llevan décadas avisando de un deterioro que se explica directamente por la intervención humana. Pocos lo discuten.

Pero la crisis del coronavirus nos ha servido como experimento. ¿Qué sucedería si la actividad industrial se detuviese durante unas semanas? ¿Se notaría la ausencia de contaminantes? Las imágenes tomadas desde órbita no dejan lugar a la duda. Hay un antes y un después del coronavirus; donde hace días los satélites fotografiaban un cielo brumoso de contaminación ahora aparece un aire casi limpio. 


A los canales de Venecia han vuelto bancos de peces, aves acuáticas e incluso delfines. En los parques de Madrid se pueden ver patos silvestres y pavos reales en las calles; en otras poblaciones hay ciervos, jabalíes o cabras montesas. Le hemos dado un respiro a la naturaleza y ha respondido con prontitud. La contaminación ha bajado una media del 70%.

Este fenómeno por supuesto es pasajero, apenas un espejismo. Pero debería hacernos reflexionar sobre lo mucho que alteramos el medio ambiente. Además, y dado que este virus – como otros – surge por el consumo de carne salvaje en mercados de China sin control sanitario, es posible que la pandemia sirva para frenar el comercio ilegal de especies en peligro de extinción. Porque el COVID 19 no es el virus X que va a acabar con nuestra civilización, pero es un aviso muy serio. La próxima vez puede ser una mutación de un virus de la gripe desconocido para el que no haya vacuna ni inmunidad. Un desastre como el de la gripe española de principios de siglo XX, con el potencial de acabar con cientos de millones de vidas.

Respetar la naturaleza también es hacer un uso responsable de los medicamentos que les damos a los animales de granja. En China (y España) la mayoría de los animales destinados al consumo humano reciben grandes cantidades de antibióticos de última generación. Nos arriesgamos a que aparezca una bacteria resistente a todos los antibióticos conocidos ¿Qué haremos entonces?


Las calles desiertas de Madrid o Nueva York parecen el escenario de una película; pero está sucediendo. Es real. Y precisamente ahora, en el hemisferio norte, la naturaleza está haciendo brotar con fuerza la vida. Si somos capaces de detenernos un instante para mirar lo que nos rodea, quizás tomemos conciencia de que la suciedad no tiene por qué ser un peaje necesario para el progreso. Otro mundo es posible, lo estamos viendo estos días. El cielo puede volver a ser de color azul y podemos convivir con otras especies y respetar su hábitat.

Es una lección que podría cambiar el curso de la historia, porque caminamos, con ojos vendados, hacia un desfiladero de plástico y podredumbre. Si no lo vemos ahora, si no despertamos ¿cuándo vamos a hacerlo?


La incubatio como catarsis

En la antigua Grecia los enfermos acudían a los templos consagrados a Asclepio, el dios de la medicina. Unos sacerdotes los recibían y los pacientes se recluían en las penumbras del edificio, cerca de la estatua del dios. Adoptaban una postura fetal y, aislados, procuraban que el cuerpo sanase por sí mismo bajo la benéfica influencia de Asclepio. Los latinos llamaron a esta reclusión voluntaria incubatio.

Los sacerdotes no permanecían ociosos; ayudaban con dietas, friegas o tratamientos termales. Además, los enfermos en ocasiones se acercaban a los pórticos y preguntaban a los paseantes curiosos por la naturaleza de su mal, por si alguno sabía de un remedio eficaz.

Cuando uno está enfermo (“in firmitas”, poco firme), el propio cuerpo lanza señales de agotamiento para que baje la actividad. Y en soledad sobreviene la catarsis, un proceso de purificación en el que se dispone de tiempo para pensar en uno mismo. La Real Academia de la Lengua Española dice que la catarsis es la “purificación, liberación o transformación interior suscitadas por una experiencia vital profunda”.

Y todos, en este momento, confinados en los templos que son nuestros hogares, estamos sometidos a una catarsis colectiva como pocas veces se ha visto en la historia de la humanidad. Es un fenómeno que causa asombro: la sociedad más viajera y comunicada que se conoce obligada a recluirse durante semanas. Y en esta pausa, durante este busco freno a nuestra vida frenética, no podemos evitar reflexionar. Pensar. Porque estamos diseñados de tal manera que nuestro cerebro no sabe de pausas ni desconexiones, y sin los estímulos de la calle, hastiados de series o películas, recapacitamos.

Este virus nos ha obligado durante nuestra incubatio a mirar hacia un lugar inesperado, poco explorado y lleno de misterios. Nos ha compelido a mirar hacia nosotros mismos. Y en ocasiones hemos visto un enorme vacío.

Cuando la ciudad griega de Priene se vio asediada en el siglo VI a. C. por el gran rey Ciro de Persia,
todos los habitantes se apresuraron a acumular todas sus posesiones preparando la inminente huida. Sólo un hombre se mantuvo tranquilo, esperando; portando tan solo su túnica. Un conciudadano le preguntó por su actitud pasiva, contemplativa. El hombre contestó “Omnia mea mecum porto”. Todo lo que tengo, lo que soy, ya lo llevo conmigo. Se llamaba Bías, y fue considerado el hombre más sabio de toda la Grecia arcaica.

Bias sabía que los persas no le podrían arrebatar su moral ni los muchos saberes que había cultivado durante toda su vida. Su capacidad de reflexionar con profundidad, sus pensamientos y su cultura constituían el mayor tesoro que debía preservar. Y siempre los llevaba consigo. Porque eran él.

Usted, lector del siglo XXI, tiene un vehículo, una casa y una nevera. Tiene vacaciones, un teléfono inteligente y cientos de películas, series o canciones a través de internet. Tiene un médico de cabecera, ropa que jamás se pone, gimnasios donde puede practicar yoga y un contrato matrimonial. Todo eso lo tiene. Lo posee. Pero en este preciso momento el estado de emergencia le restringe la libertad de movimientos y no puede acceder a todo lo que tiene. Y, además, el largo encierro en casa le ha obligado a enfrentarse a la paradoja de disponer de más tiempo de ocio. Y se siente agobiado. Constreñido. Porque dispone de más tiempo del que suele, y se ve forzado a convivir con ese extraño que es usted mismo, sin distracciones. Se ve obligado a reflexionar y, de alguna manera, percibe una merma. Algo falta.

Es una soledad sonora. Encerrado en casa se ve bombardeado por informaciones de todo tipo, la mayoría contradictorias. Se relaciona a través de brevísimos mensajes de Wasap en los que se repiten las mismas oraciones, las mismas preguntas. Aturullado, percibe que mucha de la información que le llega o está manipulada, o no ha sido contrastada o es directamente torticera. Le intentan engatusar y engañar desde todos lados con frases afortunadas e hilarantes chascarrillos. Pero en esencia, desde lo más hondo, no tiene la base de conocimiento imprescindible para poder distinguir la cierto de lo falsario. No puede saber de todo y por ello es poco lo que sabe. Se ha acostumbrado a una enseñanza y una vida cimentada sobre titulares vacuos que no dejan impronta alguna en la memoria. El hombre de hoy, al contrario de Bías, lleva tantas cosas encima, está tan repleto de todo que no le queda tiempo ni ganas de preocuparse por lo que almacena dentro. ¿Para qué va a preocuparse por saber si puede consultar la Wikipedia?

Existe el riesgo de que esta incubatio nos lleve a un ejercicio de contrición, en su sentido más etimológico, más laico. El adjetivo contrito define a una persona aquejada de un enorme dolor y arrepentimiento por haber hecho algo mal. Proviene de una palabra latina, contritus, que define a alguien o algo totalmente quebrantado y sometido. Devastado. Y nada nos deteriora tanto como la conciencia de habernos fallado a nosotros mismos. De haber permitido que la molicie y la comodidad nos haya hecho desatender el ejercicio del espíritu crítico. A cambio de unos pocos placeres terrenales pasajeros hemos permitido que otros piensen, legislen y actúen en nuestro nombre. A menudo en contra nuestra. Y cuando nos hemos dado cuenta, como en el poema de Brecht, resulta demasiado tarde. Hemos vendido nuestra alma a cambio de espacio en una nube virtual, de dinero virtual, de un trabajo que tiene mucho de virtual. A cambio de nada.

Cuando los persas asedien nuestra ciudad ¿estaremos tranquilos, en paz con nosotros mismos, como Bias? Seguramente no. Estaremos buscando frenéticamente escrituras de propiedad, tarjetas de crédito y unos pocos anillos de un oro adulterado. 

No han llegado los persas, y saldremos de esta incubatio impuesta por un virus malicioso. Pero debemos salir fortalecidos, purificados por medio de esta catarsis tan inesperada. Todos y cada uno de nosotros debemos aprender a convivir con quienes forman parte de nuestro entorno más íntimo, y debemos aprovechar el tiempo que estamos juntos para fomentar el cariño y la comprensión. ¿Sabe que la palabra “familia” procede del latín “famulus”, esclavo? Tenemos que romper este vínculo patrimonial, utilitario. La familia no solo comparte un techo bajo la dirección de un pater familias; debe ser mucho más. Es un lugar de con-cordia, de intimidad y mutuo respeto. En el hogar debe imperar un bien escaso: la escucha. Esta es la enseñanza más importante que podemos transmitir a nuestros hijos. Te demuestro que te quiero escuchándote. Los más jóvenes deben aprender el difícil arte de la paciencia y callar un poco más. Ya les tocará a ellos hablar; percibo que en nuestra sociedad los jóvenes hablan mucho y reflexionan poco. Los adultos, también. En realidad, todos hablamos de manera atropellada, alzando la voz.

Y nos purificaremos si nos escuchamos a nosotros mismos. Si nos detenemos y acompasamos nuestro latido al de la naturaleza y los instintos. Esto no son palabras huecas ni una técnica de autoayuda; debemos buscarnos a nosotros mismos, estar en paz con nuestro interior y perderle el miedo a la soledad. Nunca estaremos solos si hemos convertido nuestra alma en un coro, en una polifonía de recuerdos y emociones que juntas alzan la voz armoniosamente. Esta incubatio puede servir para curarnos del peor de los males: estar solos para nosotros mismos.

Si sabemos aprovecharlo, habremos alzado la vista y superado nuestros miedos. Y el futuro nos pertenecerá por derecho propio.


El contrato social

No saldremos bien parados de esta crisis sin un contrato social renovado. Creo que debo ser más brutal y directo: no sobreviviremos como sociedad si no somos capaces de acordar un nuevo pacto social. Así de claro lo digo.

En esencia, gracias al denominado contrato social los humanos podemos vivir en sociedades complejas, en las que este contrato les otorga derechos a cambio de deberes que asumen como propios. Para asegurar el cumplimiento de este contrato los ciudadanos delegan en el Estado  la potestad de hacer cumplir lo pactado por medio de la autoridad y el establecimiento de unas normas (leyes) basadas en una moral consensuada. Cuanto mayor es el número de derechos, mayores son los deberes; y viceversa. Además, para que contrato resulte eficaz y vinculante debe estar firmado por el mayor número de personas posible, hasta el punto de que los asuntos más cruciales tienen un alcance supranacional. La Declaración Universal de Derechos Humanos es un ejemplo de contrato que atañe, vincula y solidariza a la mayoría de los habitantes de nuestro planeta.

Pues bien; la irrupción del COVID-19 hace ineludible la necesidad de presentar un frente de actuación y una respuesta lo más grande y poderosa posible, porque en esta tormenta nos estamos yendo a pique todos. Todos los pueblos, todas las naciones corren el riesgo de naufragar porque desde hace decenios navegamos sobre frágiles gabarras, enganchadas unas a otras en una red de comercio internacional irrompible que llamamos Aldea Global. Si una parte del mundo naufraga, el resto le seguirá irremediablemente al fondo.  

¿Se entiende?

La mayoría de las empresas del sector productivo europeo y norteamericano están fuertemente adeudadas con capital chino. Esto se explica por lo descompensado que está el balance comercial: China (y otros países de su entorno) fabrica y occidente consume. Así de simple. Al final buena parte del potencial productivo de occidente se basa en el sector terciario y tiene su sostén en el consumo interno. Los europeos y norteamericanos cada vez fabricamos menos; es una tarea que dejamos en manos de China, con una mano de obra cuyo ratio coste/beneficio es imbatible. ¿Por qué? Porque en China hay menos derechos para los trabajadores y una menor exigencia medioambiental. Es simple. Los gigantescos buques portacontenedores llegan a nuestros puertos procedentes de China repletos hasta los topes de mercancías. Cuando vuelven al lejano oriente los contenedores navegan vacíos. Los occidentales exportamos aire.

Esto es la Aldea Global, una práctica que nos permite consumir muy barato a costa de perder industria. Por eso, cuando el coronavirus nos ha golpeado de repente hemos tenido que hacer pedidos urgentes a China de respiradores y mascarillas que no acaban de llegar, porque se están subastando al mejor postor por despachos de bróker. Los bienes sanitarios de primera necesidad han sustituido al oro o al petroleo en este instante. En España, SEAT ha tenido que adaptar su maquinaria para fabricar respiradores homologados utilizando los motores de los limpiaparabrisas; y el gobierno ha ofrecido indicaciones a la población sobre cómo fabricar máscaras en los hogares. Mientras, los sanitarios luchan sin medios suficientes y se infectan. Y no ha habido respiradores para tanto enfermo; muchos han sufrido el final agónico de morir ahogados.

Voy a poner un ejemplo de lo que significa el contrato social frente al liberalismo económico y el consumismo salvaje de las últimas décadas: China es el país donde surgió el COVID-19 y los que más saben y han investigado sobre este virus. Fueron los primeros en secuenciar el mapa genético del coronavirus. Si China hubiese guardado esa información para sí misma habría podido adelantar al resto del mundo en la búsqueda y producción de una vacuna eficaz. Hablamos de un negocio de cientos de miles de millones. Sin embargo, China compartió sus hallazgos con la comunidad científica internacional, y hoy hay 70 ensayos prometedores en todo el planeta de vacunas viables. Es algo increíble; una nueva vacuna tarda unos 10 años en estar disponible. Ésta lo estará en cuestión de meses. Ya están en fase de pruebas con humanos.



Hay un contrato implícito en el hecho de que toda información que ayude a neutralizar esta amenaza es propiedad de la humanidad en su conjunto y no se puede ocultar, porque somos todos los que estamos en peligro. Los humanos somos todos iguales, y la vacuna que sea eficaz en un sueco lo será en un japonés o un chileno. No es momento de triquiñuelas ni de cuentas de resultados; En los últimos días China ha impuesto la censura a sus científicos a la hora de compartir datos y estudios sobre la incidencia real del virus, y ha habido amagos de disputa comercial por estos asuntos, con el nefasto presidente Trump involucrado. Por suerte ha imperado el sentido común y, salvo raras excepciones, todos navegamos al unísono en el esfuerzo por conseguir una cura lo antes posible.

Pero no basta. Hace falta mucho más. La crisis del sistema financiero del 2008 afectó a la clase media y baja, con un empobrecimiento que significó la pérdida de hogares y de trabajos. Fue el resultado de una locura expansiva en la que cualquiera podía hacerse rico en cuestión de poco tiempo si acertaba en inversiones que tenían mucho de especulación y poco de economía real. Fueron años en los que la brecha entre los ricos (muy pocos) y los no tan ricos (la mayoría) se engrandeció enormemente. Cuando la burbuja estalló se demostró que las instituciones crediticias no estaban saneadas, y que todo el sistema financiero quedaba expuesto.

Esta desigualdad, que viene de muy atrás como bien recordó Tony Judt en su ensayo póstumo “Algo va mal”, la venimos arrastrando con una pérdida de calidad de vida y nivel adquisitivo de una parte significativa de la población del primer mundo. Porque esta crisis creó grandes bolsas de pobreza en países del primer mundo. Los gobiernos sanearon sus cuentas detrayendo dinero de los servicios públicos y agrandando aún más la desigualdad. Si podías pagarte un buen tratamiento, fenomenal. Pero si dependías de un seguro de salud privado muy precario, o de un sistema de salud pública semiprivatizado y que necesitaba generar beneficios, entonces te enfrentabas a serios problemas.

Llegados a este punto quisiera hacer un inciso: este debate no tiene un trasfondo político; no pretendo optar por una postura ideológica frente a otra. Ante una situación tan excepcional la necesidad de que se inyecte dinero para rescatar la economía es casi inevitable. Lo importante es responder a la pregunta ¿qué se va a hacer con el dinero? Y en esto mi postura es ambivalente, con ideas provenientes tanto de la teoría económica de la izquierda como de la derecha. Porque creo que no hay verdades absolutas ni una única respuesta.

Lo primero que hay que hacer es consolidar urgentemente unos servicios asistenciales en los casos de pobreza severa. Aquí no se deja de lado a nadie, ni se aumenta la desigualdad enflaqueciendo a la maltrecha clase media. Las personas que necesiten ayuda recibirán el apoyo del Estado, como garante de unos servicios mínimos indispensables para llevar una vida digna, porque este virus puede traer hambre, y matar a más gente por las consecuencias económicas que por el propio contagio. Hay que elevar el ánimo de la población con medidas concretas, palpables, que transmitan seguridad y consuelo. Hay que atender al estado anímico de la población, y hacernos a todos, gobierno y oposición, sindicatos y empresarios, partícipes de una reconstrucción que no es tarea de unos cuantos. En esto la ayuda debería adoptar la forma de un nuevo trato o “New Deal” a la manera de Roosevelt. Si conseguimos generar una marea de entusiasmo puede que salgamos fortalecidos de esta crisis.

Pero además hay que cambiar de una vez por todas el tejido productivo. Yo no soy partidario de las ayudas asistenciales en forma de subsidios o pensiones; esto reservaría a los casos más vulnerables. El dinero tiene que ir destinado no a pagas, sino a generar riqueza fomentando la investigación en I+d, favoreciendo una participación de las universidades como motores de ideas y patentes, creando estructuras industriales firmes y coherentes con el devenir de los tiempos. En vez de confiar la mayor parte de nuestro PIB en el turismo y el consumo interno, favorezcamos la investigación en nanotecnología (microprocesadores), industria farmacéutica (nuevas moléculas), ingeniería o telecomunicaciones. En el caso de España tenemos un potencial enorme; formamos parte del mayor mercado común del mundo, la Unión Europea, pero además somos la puerta de entrada a todo un continente. Nuestro idioma, el español, es el segundo más hablado del planeta después del Chino.

Pero tenemos que crear. Debemos cambiar una cultura ya centenaria por la que España no se interesó por los avances que supusieron la revolución Industrial y agrícola del siglo XIX. Tenemos que lanzar sondas espaciales, crear dispositivos tecnológicos con la letra “ñ” y ser embajadores de un idioma y una cultura que despierta interés y admiración. Tenemos una industria alimentaria poderosa, grandes marcas en el sector textil y mucha experiencia y solvencia en el marco de las grandes obras de ingeniería. Podemos hacerlo; podemos salir de esta crisis convertidos en una potencia por nuestra creatividad y nuestro talento. Pero hace falta que nos lo creamos. Que apostemos por cambiar muchos hábitos fortísimamente arraigados. No nos vendría mal aprender de la ética laboral de muchos países de tradición protestante, lugares en los que los individuos se hacen responsables de sus actos. Es ahora o nunca. Tenemos que trabajar con mayor empeño y, sobre todo, con una mejor organización.


El dinero tiene que venir de instancias supranacionales. Es el momento de la Unión Europea, del fondo Monetario Mundial o de Naciones Unidas. Y si es posible, si el impulso lo favorece, deberíamos ser capaces de acordar una Constitución, una norma común para nuestro planeta, un texto de mínimos donde se garantice unos derechos y deberes ineludibles para todo ser humano que tenga rango de ley de obligado cumplimiento y que vaya dirigido al individuo como engranaje de esa larga cadena que denominamos especie humana.

Es inevitable… el cerebro se desboca hacia la utopía. No parece posible lo que pido. No ahora. Los Estados siguen siendo muy poderosos, y se suman prejuicios tan puramente humanos como la desconfianza, el afán por acumular y proteger lo propio o la certeza que aporta un dogma religioso o un ideario político que no está sujeto a debate. Y las empresas tendrán que rendir cuentas ante sus accionistas, los políticos se desgañitarán con las promesas irrealizables en fechas electorales. Volveremos a la televisión basura, a la esclavitud convertida en nómina, a la comida rápida y la digestión pesada.

El coronavirus podría ser una ventana a la esperanza, pero los cambios son de tal calibre que no veo oportunidad alguna para tanto aliento. La realidad se impone con toda su crudeza. Nos esperan años de plomo y fuego en las entrañas. No vislumbro líderes capaces de aglutinarnos en esta idea del contrato social. La desconfianza es el precio a pagar por tener más y más cosas. Para alcanzar el contrato social una parte del mundo deberíamos estar dispuestos a renunciar a muchos privilegios. Y no va a suceder.

Este virus, pues, nos desnuda ante el espejo. Nos abochorna. No bastan los aplausos ni un breve repute de la solidaridad. Deberíamos sentir el ánimo casi desbocado por cambiarlo todo ahora que todo ha cambiado. Deberíamos recuperar las avenidas para la amabilidad, la generosidad y el altruismo. Deberíamos aprovechar el calor del primer momento para incubar entre todos ideas de renovación y compromiso.

La historia es cruel mostrándonos la senda tantas veces transitada; la del entusiasmo inicial transformado en molicie. La del sálvese quien pueda frente al tú. Conjugamos versos tribales repletos de “nosotros” y “ellos”.

¿Saben? De alguna manera, a mí todo me da un poco igual. Creo que es por haber perdido a mi mujer hace un año. No me asusta este virus ni le tengo miedo al futuro, del que nada espero. Pero tengo a Pablo, un hijo de 12 años, y me hubiese gustado que él sí pudiese resguardar el tesoro impagable de la esperanza.

¿Alguien más tiene hijos? Ellos, que no tienen apenas síntomas por el coronavirus, serán sus mayores víctimas a largo plazo.

Es una paradoja terrible.

Antonio Carrillo

2 comentarios: