Bach,
Haydn o Haendel compartieron un mismo sistema de notación musical; el mismo que
utilizamos hoy en día, con algunos cambios pero perfectamente reconocible.
Un
músico del siglo XXI puede interpretar una obra de Bach a partir de una
partitura original. Y esa pieza sonará igual tanto si la interpreta un músico
australiano como si la toca un profesor del conservatorio de Oklahoma.
El
problema lo tenían los intérpretes de hace 300 años. En realidad, daba un poco
igual que Bach hubiese fijado en la armadura una tonalidad, o diferenciase a lo
largo del pentagrama entre las distintas notas de la escala cromática (las
notas de un piano, para entendernos: blancas y negras).
Lo
que Bach anotaba como un do se tocaba como fa en el pueblo de al
lado. O como la nota si en Italia.
La
culpa de este desbarajuste la tiene un señor con aspecto rudo, malencarado y
sucio, que se adentra en una iglesia con un martillo en la mano. La gente se
aparta. Tiene una mirada encendida, fijas sus pupilas en los sutiles tubos del
órgano de la iglesia.
Es
el afinador.
Es
un profesional que, a base de martillazos contra los extremos de los tubos,
modifica el sonido estrechando o ampliando la boca cónica del tubo metálico. Es
posible que utilice un diapasón como guía, pero hay tantos diapasones como
afinadores. Por lo tanto, cada órgano tiene una afinación distinta. Resulta
curioso: por regla general, sabemos que el sonido que los ingleses denominaban la
se correspondía a un fa en Alemania.
Los
instrumentos utilizaban los órganos como guía para afinarse.
A
Bach le costaba encontrar músicos o cantantes profesionales que pudiesen
interpretar con garantías de calidad su música. Seguramente, Bach jamás escuchó
ninguna de sus (varias) pasiones con toda la riqueza de matices y timbres que emanan
de su genio como músico. Se tuvo que conformar con lo que había en su época.
Y
hoy, el día del estreno de su Pasión según San Marcos (una partitura que se ha
perdido), Bach se entera de que el afinador ha rajado uno de los tubos del
órgano y ha optado por cortarlos todos. El instrumento suena, al menos, una
octava más agudo.
Total: la mayoría de los que acudan a la iglesia no son
precisamente melómanos. La música es parte de la liturgia.
El afinador se aleja, silbando. Con el martillo al hombro.
Sudoroso.
Antonio Carrillo
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