El
día llega a su fin, como tantos otros. El sol se ha puesto hace tres horas; los
días se alargan perceptiblemente y noto menos frío. En mi calle los almendros inmensamente
blancos anuncian una primavera cercana.
Pero
todo esto no importa. En realidad, ¿qué ha pasado hoy que merezca la pena reseñar?
Veamos:
en medio de esta avalancha constante e interminable sobre la terrible pandemia
del COVID-19, sobre sus cifras e incertidumbres, recuerdo unas pocas noticias
de actualidad. La decisión del Parlamento Europeo sobre la inmunidad de unos
políticos catalanes prófugos de la justicia, la declaración del extesorero de
un partido político sospechoso de corrupción, los incentivos económicos que se
dirigirán a los sectores más golpeados por la crisis… noticias todas ellas importantes
y con fecha de caducidad.
No
solo los almendros; también los cerezos están en flor, con un exquisito rosa
pálido.
No
puedo evitarlo. Me distraigo de lo fundamental con una facilidad pasmosa. No
tengo remedio. De todo lo que ha pasado hoy solo guardo recuerdo de dos
noticias que casi han pasado desapercibidas. Primero, el rescate de un cayuco
repleto de inmigrantes subsaharianos en alta mar, a mucha distancia de las
islas Canarias. Llevaban días en el inmenso océano. Cuatro personas habían
muerto durante la atroz travesía, pero ya no estaban: los compañeros habían
arrojado sus cuerpos al mar. Encontraron un muerto más entre una masa salobre y
deshidratada de cuerpos rotos por el agotamiento. Al llegar a puerto un menor fue
trasladado al hospital psiquiátrico: el horror de estos días le había
destrozado por dentro.
Pienso
en esa persona que no respira, que desaparece bajo las aguas. Cuando nació su
madre le dio de comer entre sus brazos. Aprendió un idioma y con él una
concepción del mundo, una cultura. Tuvo identidad, soñó durante sus noches y
amó cuanto pudo. Y fue amado. Era como yo, como usted, con otro color de piel,
y lo arrojaron al mar. Podemos pensar que nunca existió, pero es indudable que
cuando nació su familia le puso un nombre y apellido, al que respondía. Sus
conocidos estarán añorándolo ahora mismo sin conocer de su trágico final. No
sabrán que ya no sueña con un futuro mejor. Que no está.
El
Atlántico se está llenando de nombres. Y no es tan grande.
Hay
una segunda noticia: resulta que la realidad en la que vivimos consiste en un
cosmos que crece cada vez más rápido, como una burbuja que se expande en todas
direcciones y en la que no hay un centro. Pero los cálculos de esta expansión,
según el método que empleemos, dan siempre resultados contradictorios.
Es
un tema difícil de entender; la realidad tal y como la vemos no es capaz de
explicar lo que observamos por telescopios: la velocidad a la que rotan las
galaxias, la medición de la radiación de fondo de microondas o el cálculo en
detalle de las supernovas distantes. Como nada tiene sentido nos hemos inventado
una realidad alternativa, en la que el 94% del universo, de la realidad, se
compone de algo que no podemos ver ni medir. De algo que no es materia ni
energía tal y como la conocemos.
La
noticia de hoy, apenas unas pocas líneas, propone la existencia de un nuevo
tipo de energía oscura en los inicios del universo, una cuya transición de fase
implica una densidad energética significativamente más baja.
Es
solo una teoría, difícil de probar empíricamente. Es sencillo detectar la
llegada de la primavera por la floración de los árboles, pero sin embargo
sabemos que esos árboles, los inmigrantes muertos en el mar o el calor del sol,
la materia y la energía de la que estamos hechos, solo representa un 6% de lo
que hay, de lo que es. El 94% restante lo llamamos materia y energía oscuras no
porque no emitan o reflejen la luz, sino porque nos son tan extrañas que no
podemos siquiera detectarla. Tan solo vemos sus efectos sobre la materia
bariónica. Querríamos ser pintores y plasmar el cosmos en toda su complejidad y
belleza, pero nuestros ojos no detectan los colores; vivimos en una realidad
opaca de infinitos grises. Así es como vemos en realidad.
Con
esta capacidad que tengo de distraerme de lo importante la noticia de la nueva
energía oscura recupera en mi mente dispersa las imágenes en blanco y negro de
dos científicos de la primera mitad del siglo XX: Zwicky y Baade. Y su
increíble historia.
Observen
este rostro:
Corresponde a Fritz Zwicky, nacido en Bulgaria, en 1898.
Trabajó como matemático y físico en el Instituto de Tecnología de California
(el famoso CalTech, donde trabajaban los protagonistas de la serie Big Bang
Theory). Es probable que Zwicky
fuese el científico más brillante, menospreciado y antipático de todo el siglo
XX.
¿Les parece difícil de creer? La primera temporada de
la serie Cosmos, una odisea espacial finaliza con un episodio bajo el
título “sin miedo a la oscuridad”, en el que se otorga un protagonismo especial
a la figura de Fritz Zwicky. Neil deGrasse Tyson, su presentador, se refiere a
Zwicky con estas palabras: “les presento a Fritz Zwicky, el hombre más
brillante del que habrán oído hablar jamás”.
Zwicky vivió y se formó en Suiza como
matemático y físico experimental, experto en materia condensada y la física del
estado sólido. Cuando llegó a Caltech comenzó a investigar sobre ionización
gaseosa y termodinámica, pero se dice que un día discutió con Robert A. Millikan,
premio Nóbel de física, al que Zwicky acusó de no
haber tenido jamás una buena idea. La conversación subió de tono y Zwicky retó
a Millikan a sugerir una rama de la física, en la que demostraría su genio. Sus
palabras exactas fueron: "Yo tengo una buena idea cada dos años. Dame tú
el tema, yo te daré la idea”. Millikan aceptó y le propuso el reto de conseguir
algo en astrofísica.
Y
gracias a este desafío repleto de testosterona nuestra percepción del cosmos
cambió para siempre. Zwicky descubrió la materia oscura, las supernovas y las
estrellas de neutrones. Además dedicó buena parte de su vida a la búsqueda de
galaxias (publicó un catálogo con 6 volúmenes) y en su tiempo libre diseñó
motores a reacción para aviones pesados. Y, sin embargo, siempre fue
menospreciado. Ni tan siquiera se valoró su nombre para el premio Nóbel ¿Por
qué?
Los
colegas odiaban a Zwicky; no lo soportaban. Tenía
una personalidad violenta, hiriente y arrogante. Llamaba a sus compañeros
físicos "spherical bastards", y afirmaba sin asomo de pudor que
Galileo y él eran las dos únicas personas que sabían utilizar correctamente un
telescopio. En CalTech lo consideraban un bufón excéntrico, con ideas
descabelladas y un comportamiento inexcusable. Era un gran deportista,
aficionado al montañismo y la práctica del esquí, y demostraba su virilidad
haciendo flexiones en el suelo del comedor utilizando un único brazo, en
presencia de profesores, investigadores y estudiantes. Menospreciaba a sus
alumnos a los que solía gritar “¿Quién diablos es usted?”. No es de extrañar
que cuando Oppenheimer publicó su estudio sobre las estrellas de neutrones ni
tan siquiera citase a Zwicky, con el que compartía pasillo. Sus descubrimientos
sobre la materia oscura se olvidaron durante 40 años, y cuando Kit Thorne
escribió “Agujeros negros” describió a Zwicky como una persona de talento para
las ideas pero sin conocimiento de las leyes de la física. Thorne decía que
tuvo la ayuda de un colega para hacer los cálculos más difíciles y poder
acceder a las mejores observaciones estelares.
Ahora
les invito a estudiar otro rostro:
Lo
que ven es el reflejo de un alma cándida. El rostro de un hombre educado: Walter Baade, el
astrónomo observacional más influyente del siglo XX. Y principal colega del
ogro Zwicky.
Nacido
en Alemania en 1893, hijo de un maestro, el amable Baade estudió matemáticas,
física y astronomía en las universidades de Münster y Gotinga. Después de lograr
el doctorado en 1919 trabajó en el Observatorio de Hamburgo, en Bergedorf, de
1919 a 1931. En 1920 descubrió Hidalgo, el primer planeta centauro, y en 1931
se trasladó a los Estados Unidos, al Observatorio Monte Wilson, dependiente del
CalTech. Allí conoció a Zwicky y juntos revolucionaron la percepción del cosmos
cuando publicaron el 15 de enero de 1934, en la revista Physical Review,
un simple párrafo de 24 líneas.
En
esas pocas palabras, por primera vez, se hablaba de fenómenos que hoy nos son
sobradamente conocidos: supernovas, estrellas de neutrones y su relación con
los rayos cósmicos. Kip S. Thorne lo define como «uno de los documentos más
perspicaces de la historia de la física y de la astronomía». Muchas de las
ideas expuestas tardarían 40 años en confirmarse experimentalmente y acabaron
siendo el fundamento de la astrofísica de finales del siglo XX.
Desde principios de siglo los astrónomos habían
detectado en el cielo puntos esporádicos de luz de una intensidad que parecía
imposible. Zwicky y Baade pensaron que la clave estaba en el neutrón, una
partícula subatómica que acababa de descubrir en Inglaterra James Chadwick. Se
les ocurrió que si una estrella gigante se colapsaba tras agotar su combustible
a una densidad inimaginable, incluso los electrones se verían empujados hacia
el núcleo, formando neutrones. A este objeto superdenso lo llamaron estrella de
neutrones.
Además pensaron que, tras su colapso, habría una
inmensa cantidad de energía sobrante, suficiente para producir la mayor
explosión del universo. A estas explosiones las denominaron supernovas.
En un segundo artículo, días más tarde, relacionaron
la dispersión de partículas tras la explosión con la radiactividad detectada
por Victor Hess diez años antes. Recordemos que Hess había ascendido con un
globo de hidrógeno hasta los 5.000 metros portando detectores de radiación, y
se sorprendió al descubrir que cuanto más ascendía mayor era la cantidad de
radiación detectada, y que lo que observaba eran partículas muy energéticas. Esa
radiación enorme ¿venía acaso del sol? Hess ascendió durante un eclipse y
también de noche, pero la radiación era constante. Dedujo pues que la radiación
procedía del espacio profundo y la denominó rayos cósmicos.
Gracias al insoportable Zwicky y al gentil Baade la
radiación presente en todo el universo cobró sentido. Eran los ecos de lejanos
cataclismos cosmológicos.
Otro
hito del pensamiento creativo de Zwicky lo tenemos en
el descubrimiento de la materia oscura, de la verdadera naturaleza sobre la que
se articula la realidad. Observó que las galaxias de los cúmulos de Coma se
movían demasiado deprisa, como si una fuerza invisible tirase de ellas; y a su
vez una cantidad de masa mayor que la detectada ligaba unas galaxias con otras.
Había mucha más masa de la que se veía, una materia invisible, oscura. Como
siempre las observaciones de Zwicky cayeron en el olvido, y sólo las
observaciones de Vera Rubin, muchos años más tarde, trajeron de vuelta la idea
de que existía tal materia oscura.
En
esta vorágine de especulaciones y descubrimientos el amable Baade le aportó a Zwicky
una capacidad de observación sin igual y una formidable base teórica para poder
fundamentar matemáticamente las intuiciones del ogro búlgaro. Baade contó con
una ventaja inesperada: la segunda guerra mundial lo convirtió en un ciudadano
alemán susceptible de ser espía. Por lo tanto, las autoridades le obligaron a
confinarse en el condado de Los Ángeles, en su observatorio, en donde, mientras
el resto de físicos dedicaban su tiempo y esfuerzos en el estudio y desarrollo
de armas y avances técnicos de uso militar, un Baade feliz disfrutaba del
privilegio de los apagones frecuentes en tiempo de guerra. Él solo con el mejor
telescopio del mundo y en una oscuridad inaudita. Debió de ser inmensamente
feliz.
Baade
aprovechó esta oportunidad para observar las distintas poblaciones de estrellas
en la galaxia de Andrómeda, pudo distinguirlas por su edad y reformular el
tamaño y edad del universo, mucho mayor de lo que se creía. Mientras, Zwicky
especuló con la posibilidad de que las galaxias, con su masa enorme, pudiesen
actuar como lentes gravitacionales según una teoría de Einstein. Como siempre
la comunidad científica no le hizo ni caso, hasta que 50 años más tarde se pudo
probar que era cierto. Durante años Baade medía el universo y cambiaba la
percepción que teníamos de la edad y la evolución de las estrellas, y Zwicky
imaginaba un universo sorprendente en el que no podemos ver de lo que está
compuesto y, por si fuera poco, nos obliga a ser escépticos con lo que vemos,
porque la gravedad alteraba las imágenes como si estuviésemos dentro de un
laberinto de espejos deformantes.
Cuando
trabajaban juntos las estrellas explosionaban, se contraían en esferas tan
densas que un centímetro cúbico pesaba miles de millones de toneladas, y una
radiación se expandía por un universo mucho más cambiante y extraño de lo que
pudiésemos siquiera imaginar.
Todo
esto por unas pocas líneas en una nota de prensa. Es curioso lo que recordamos.
Cuando leí la noticia se me vino una imagen, la de Baade
huyendo ladera arriba escapando de Zwicky,
buscando el refugio de su amado observatorio del Monte Wilson. Por alguna
razón, el búlgaro había amenazado de muerte a su colega alemán si lo veía
pasear por el campus de CalTech. Lo había acusado de ser nazi y lo tenía
horrorizado. Baade había conseguido que el departamento de físicas estableciese
que nunca se quedasen solos. Temía por su vida.
Baade
mira descompuesto si Zwicky lo persigue. Su colega es una persona paranoica e
imprevisible. En ocasiones trabajan juntos con unos resultados increíbles; en
otras el ogro inteligente y genial se comporta como un auténtico matón de patio
de colegio.
Tengo
que apagar el ordenador; mañana madrugo. Habrá nuevas noticias que despierten
recuerdos desordenados. Puede ser cualquier cosa. Un sabio que corre colina
arriba huyendo de otro sabio. Quizás un almendro en flor. O un océano que se
lamenta con cada nombre que disuelve. No lo sé.
Echo
de menos a mi mujer. Contarle estas tonterías, que ahora guardo para mí.
Es
posible que lo que llaman materia oscura sea en realidad el reflejo de su
recuerdo.
O
no.
Antonio
Carrillo