martes, 28 de febrero de 2023

La alucinante galera

 


La civilización nace de los cursos de agua. A la orilla de los ríos y acuíferos los humanos nos agrupamos en sociedades cada vez más complejas y fascinantes.

El Guadalquivir es un río del sur de España, y en sus inmediaciones se asentaron tartesios, fenicios o romanos. Es un río que ha regado durante miles de años una tierra rica en mitos, fecunda en la memoria.

En su desembocadura, en Chipiona, nació mi mujer y mi madre. En ambas he visto el reflejo de este saber antiguo. Es algo que no sé explicar, como siempre sucede con las cosas que son verdad.

La huerta de Chipiona es fabulosa: las patatas o tomates son famosas en toda España. Los pimientos, llamados “cuerno de cabra”, son una delicia.

Un pescadero me acaba de enviar un mensaje por WhatsApp… la pesca de ayer fue fructífera: cazón, gambas arroceras, acedías, dorada, lubina, boquerones, almeja, coquinas, salmonete, merluza. Y mi marisco preferido, las galeras.

A las galeras se les llama mantis marinas; se parecen a las voraces mantis religiosas en sus extremidades anteriores. También, como ellas, las galeras son unos asesinos despiadados. Un milagro de la evolución.

La complejidad de la galera suele pasar desapercibida. Viven ocultas en sus madrigueras, acechando a sus presas. Su comportamiento es complejo. Son animales bastante inteligentes, con muy buena memoria. Interactúan con sus semejantes utilizando el olor y el color, se reconocen y, en algunos casos, mantienen parejas estables durante más de 20 años.

Y poseen los ojos más fascinantes de la naturaleza.

Las galeras tienen dos ojos montados sobre pedúnculos o antenas móviles independientes, y cada uno actúa libremente, con un rango de movimiento enorme gracias a su desarrollada musculatura de la visión.

Los humanos conseguimos una visión binocular que nos aporta información sobre la profundidad gracias a que combinamos la información proveniente de ambos ojos en nuestro cerebro. La galera, sin embargo, tiene visión trinocular sin necesidad de pasar por el procesamiento cerebral. Cada uno de sus ojos tiene tres partes diferenciadas que le aportan tres visiones distintas y complementarias de la realidad. Con un rango de movimientos increíbles, que incluyen pero no se limitan a los llamados movimientos sacádicos (de los que hablaré en otro momento), la galera explora el mundo circundante abarcando todos los matices.

Los humanos tenemos tres tipos de células (conos) en la retina para detectar tres colores (rojo, azul y verde), que combinados nos ofrecen toda una paleta de colores. Algunas aves y reptiles tienen cuatro tipos de células para detectar el color. Se sabe que algunas mariposas tienen hasta seis. La galera tiene doce.

Curiosamente, esto no implica que la galera vea muchos más colores. Pero, entonces ¿qué sentido tiene disponer de un órgano tan especializado? Porque si de algo estamos seguros es de que la naturaleza no hace nada sin motivo, y que la complejidad siempre cumple una función.

Para entender la razón de tanta especialización visual debemos conocer el entorno en el que vive la galera. Se mueve en aguas no demasiado profundas, a menudo en aguas tropicales, rodeada de corales multicolores. Es un depredador feroz que depende de la visión para detectar a presas y posibles peligros. Y la velocidad es esencial.

Toda la complejidad del ojo de la galera no se basa en un sistema nervioso igualmente desarrollado, como el humano. La galera no procesa tanta información visual en el cerebro como hacemos nosotros; ella acorta el tiempo de respuesta. Sus ojos detectan los colores primordiales sin necesitar al cerebro. Y su ataque, o su huida, es casi inmediato.

Pero hay más: su visión es hiperespectral. Además de la luz normal pueden ver la luz ultravioleta e infrarroja. Y es el único animal, en concreto la especie galera púrpura australiana   (Gonodactylus smithii), que dispone de una visión polarizada óptima y completa.

Las galeras distinguen la luz polarizada y reaccionan ante ella. Es un recurso muy útil si vives en un entorno lleno de reflejos, como un arrecife de coral poco profundo. Nosotros utilizamos la polarización de la luz en diferentes ámbitos. Cuando usted acude a un cine y le dan unas gafas para visión en 3D, lo que tiene es una herramienta con dos filtros polarizadores, uno para cada ojo, con los planos de polarización girados 90º uno con respecto al otro. Cuando se emita la película en la pantalla, en realidad se estarán proyectando dos películas simultáneamente ligeramente desfasadas y con distinta polarización. Con los filtros de los cristales de las gafas cada ojo verá una película distinta, y con ello conseguiremos un efecto estereoscópico. La sensación de profundidad que llamamos tres dimensiones.

Es fascinante lo de las galeras. Se están estudiando para implementar su capacidad de polarización circular en ámbitos como la lectura de soportes de polarización óptica. Pero no hemos acabado.

La galera es un asesino eficaz, tan veloz en su ataque como un arma de fuego. El ataque de sus garras delanteras tiene una aceleración de 10.400G. La aceleración de una bala del calibre 22.

En algún sitio he leído que si los humanos fuésemos capaces de mover nuestro brazo con la misma aceleración, pondríamos una pelota de beisbol en órbita alrededor de la Tierra.

El golpe es tan rápido que hace que disminuya bruscamente la presión, por lo que el agua líquida se transforma en vapor, y los gases que se encontraban disueltos se liberan en forma de burbujas que, al ganar de nuevo presión, explotan violentamente. Es lo que se denomina burbujas de cavitación.


Es decir, la presa no solo sufre el golpe bestial de la galera; la velocidad del ataque provoca una fuerza de choque tan devastadora como el propio golpe. Con un instrumento de precisión se observa que los átomos en la burbuja se ionizan y los electrones forman un plasma con una temperatura de miles de grados y que emite luz (sonoluminiscencia). Aunque la galera falle en su ataque, la honda de choque puede matar a la víctima.

¿Les parece increíble? El golpe de la galera puede ser tan brutal que se han documentado rotura de cristales de acuarios por su culpa. Sus patas están recubiertas de un material biocerámico ultrarresistente que se está estudiando. Y la estructura molecular del material flexible pero resistente que se encuentra debajo, que se ha denominado estructura Bouligand, se está utilizando en los laboratorios de investigación de materiales más avanzados del mundo.

Todo esto está muy bien. Y puede resultar interesante pensar en ello mientras se disfruta de una ración de galeras en el paseo marítimo de Chipiona, asomados al Atlántico.

Pero nada, ni la historia de los pueblos de bronce, ni las galeras, ni su visión o su evolución de 400 millones de años… nada es comparable al anochecer que se disfruta desde la costa de Cádiz. El cielo se transforma en un lienzo siempre distinto, acogedor y sereno.

No necesito más receptores de color para sentirme en paz. Me basta con tres.

Las galeras no lo saben, pero las civilizaciones nacen en cursos de agua, que van a morir al mar.

 

Antonio Carrillo

jueves, 9 de febrero de 2023

Reedito Ética empresarial en 2012. El mundo de la traducción.



Este artículo lo publiqué en mayo de 2012. Y la realidad que describo no ha cambiado demasiado.
Por ello he decidido reeditarlo.


Permítanme la indiscreción: soy el gerente de la agencia de traducciones más antigua de Madrid, y en estos 62 años nuestra empresa ha vivido momentos mejores y peores, navegando, como todas, sobre los oleajes que provocan los ciclos económicos.

Lo que nos distingue de otras actividades es una figura peculiar, un profesional altamente cualificado, un artesano de la palabra que precisa de muchos años para formarse. Este es un negocio que no permite atajos. La principal herramienta de un traductor sigue siendo un cerebro moldeado por la experiencia, alertado por los errores cometidos en el pasado y despierto a la búsqueda provocada por un reto inesperado y que proviene de algo tan vivo como el idioma.

Ser traductor consiste en una búsqueda constante. Los traductores exploran territorios nuevos todos los días.

Pero, más allá de todo romanticismo, somos, en definitiva, una empresa. Y por consiguiente, nuestra finalidad última es obtener beneficios; ganar un dinero que nos permita seguir con la actividad que desarrollamos. En definitiva, pagar sueldos y alquileres. Y estamos inmersos en un mercado altamente competitivo, que nos exige un esfuerzo constante por ofrecer calidad al mejor precio.

Ahora bien, ¿cuánto vale el trabajo de un profesional de la traducción?

Cada vez menos.

En estos tiempos de tecnología, innovación e inmediatez, los valores intangibles de la experiencia han perdido fuelle. Nos hemos visto invadidos por virus corporativos muy agresivos que, ajenos a todo lo que no sea su Cuenta de Resultados, tergiversan los usos de una actividad para la que antaño se precisaba constancia, vocación y ciertas dotes de sabiduría. Es penoso ver cómo hemos perdido valores y, con ellos, dignidad. Si antes una minoría podía considerarse traductores, y una generación nueva aprendía con paciencia el oficio de los mayores, hoy casi cualquiera puede traducir. Basta con que rebajen su tarifa a niveles deshonrosos. Se convierten así en esclavos involuntarios de la codicia de unos cuantos empresarios que ni comprenden la esencia de este trabajo ni respetan la extrema dificultad que entraña el ejercicio de este oficio. Para ellos la traducción es un servicio empresarial más, una manera de ganar dinero. La pausa necesaria para volver al texto con una nueva mirada, la búsqueda de un giro idiomático que resuelva una encrucijada, la inmersión en una terminología técnica extremadamente difícil... son todos aspectos ajenos al ansia por obtener beneficios fácil y rápidamente. El traductor es, cada vez más, un personaje anónimo y prescindible, capaz de rellenar páginas de Word. Es un condenado a galeras, que con cada golpe de remo suma una palabra más al procesador de texto. Sabe que si protesta, si se levanta del sitio, alguien ocupará su lugar. La nave no se detiene jamás. Y el remero, oculto en sus entrañas, desconoce su rumbo. Tan solo boga, día tras día. Sin descanso. Por una limosna de pan y una escudilla de agua. Las palabras caen como granos de un reloj de arena, y las tapas de los diccionarios se pudren de salitre, desuso y sudor. No hay tiempo. La palabra, al poco, se convierte en enemigo. Es la alienación máxima. Se rema, se traduce, con los ojos vendados.

Más palabras. Más palabras. Y por menos.

Esta realidad, que puede sonar exagerada, no responde a un momento de crisis en la que debemos ajustar los precios. Durante 62 años hemos pasado por todo tipo de dificultades; pero lo que vivimos es distinto. Insisto en que es un problema de valores, de ética empresarial. Se están dando situaciones de franca explotación, aprovechando la penosa situación que atraviesan muchos profesionales, especialmente los más jóvenes. Se realizan trabajos sin cobrar por ellos, con la burda justificación por parte de la empresa de que se trataba de una prueba. Se organizan cursos de traducción en los que los alumnos realizan trabajos que se facturan al cliente. Se contratan equipos de becarios por seis meses, sin pagarles nada, y exigiéndoles que realicen traducciones que, una vez más, se facturan como trabajos realizados por profesionales. El mercado se ve alterado por estas prácticas innobles, y lo peor es que las agencias serias, al no poder competir, no pueden incorporar traductores jóvenes para así poder formarlos.

La posibilidad de aprender el oficio, de revisar, consultar y corregir, no tiene cabida en esta carrera ciega hacia el abismo en la que estamos inmersos. No se aprende a traducir en una facultad, como no basta leer mil libros para convertirse en médico. La experiencia, palpar un abdomen, emitir un diagnóstico y equivocarse cien veces, aprender de ello, lo es todo.

Esta realidad tan penosa y preocupante a nadie escandaliza. En otras actividades se vivirán situaciones parecidas, se me dirá. Pero hay una faceta en la traducción que pasa desapercibida, y que a todos nos atañe.

Hay organismos públicos, como Direcciones Provinciales de la Seguridad Social, que pagan las traducciones de los expedientes a 0,02 euros la palabra. Es decir, documentos que versan sobre cuestiones fundamentales como jubilaciones, prestaciones por accidentes o pensiones se pagan a un precio imposible. Si la agencia cobra 2 céntimos de euro la palabra ¿cuánto cobra el traductor? ¿1 céntimo? Y este precio se aplica a traducciones inversas al ruso, griego o noruego. ¿Cómo es posible? ¿Cómo se admite una propuesta económica en una licitación pública a un precio manifiestamente temerario? Estos precios están en algunos casos un 500% por debajo del precio de mercado ¿Por qué no ha prosperado ninguna de las reclamaciones que he interpuesto ante las mesas de contratación? Y lo que es más importante ¿quién está traduciendo estos expedientes a ese precio? No un traductor. Eso seguro.

Pero la realidad es aun peor: la interpretación en sede judicial está en manos de dudosa capacitación, y a unos precios irrisorios. Se han dado casos, documentados por los propios magistrados, en los que los supuestos intérpretes desconocían el idioma objeto de interpretación, o no sabían expresarse en castellano. ¿Qué ha sucedido con las quejas elevadas por miembros de la magistratura ante el Consejo General del Poder Judicial? ¿Por qué no ha trascendido un escándalo tan mayúsculo?

En un Estado de Derecho la salvaguarda de Derechos Fundamentales es un pilar central sobre el que se asienta la existencia misma de la democracia. El derecho a un juicio justo, y con plenas garantías constitucionales, es algo que nos atañe a todos los ciudadanos. Si miramos a otro lado, corremos simplemente el riesgo de ser los siguientes, y nos convertimos en cómplices. El escándalo de una interpretación inadecuada en los procedimientos penales afecta a personas marginales, fundamentalmente a extranjeros indocumentados, y por tanto no es noticia. Un jugador se lesiona el menisco, una famosilla se encama con un torero o un cantante aparece muerto por una sobredosis y la noticia es de dominio público. Pero en España todos los días se celebran juicios en los que el derecho a una defensa digna se ve presuntamente vulnerado, y no pasa nada.

Realmente, algo no funciona. Algo está pasando en el orden de los valores.

Me preocupa especialmente que el periodismo esté sufriendo también los embates de la crisis, y que la salud democrática se vea afectada por intereses empresariales de grandes emporios de comunicación aquejados por un descenso de los ingresos publicitarios. Una prensa con dificultades económicas es vulnerable a la presión política, a que se dirija su línea editorial. Y esto importa realmente porque los ojos de los periodistas son los nuestros. Están donde se produce la noticia por nosotros, para contarnos lo que sucede. ¿Acaso no lo sabemos todo?

Insisto una vez más, es un problema de valores. Estamos permitiendo que el miedo socave nuestra fortaleza moral, nuestra dignidad y los avances en derechos y libertades ganados con tanto esfuerzo durante años. Al albur de la crisis económica, florecen prácticas empresariales insoportables que a todos nos afectan. La pregunta es: ¿seremos los siguientes? ¿No vamos a alzar la voz mientras no nos afecte?

Seré claro: ya nos afecta. Porque el abuso laboral sobre una generación de jóvenes es asunto que a todos nos concierne, porque lo que suceda en un juzgado, sea o no extranjero el acusado, a todos nos atañe en lo más íntimo. Porque necesitamos una prensa libre y un marco legal que nos proteja frente a los abusos provenientes del miedo.



Estamos perdiendo la batalla contra el desaliento. Y les estamos robando a nuestros propios hijos brotes de libertad que tardaron muchos años en arraigar. Es un problema de perspectiva. Creo que deberíamos detenernos un momento, dejar de remar.

Y preguntarnos adónde vamos.

Porque yo, al menos, no lo tengo nada claro.

Antonio Carrillo.

viernes, 3 de febrero de 2023

Insulina y libertad

 


Somos lo que escuchamos y lo que decimos. Somos lo que callamos.

También somos lo que leemos, porque un libro es un diálogo y un periplo. Un rumbo que descubre sorpresas a la vuelta de una página. La lectura íntima, silenciosa, es una manera de abrir las ventanas de la mente al aire fresco, oxigenándola de conocimientos y emociones. La palabra escrita cala como la lluvia fina, imperceptible casi siempre, en una tarea de encaje sutilmente inadvertido.

Hace poco leía Egipto, historia de un sentido del egiptólogo alemán Jann Assmann. Me encontré con una frase sorprendente de Rousseau:


“Entre el débil y el fuerte

la libertad es el principio opresor,

y la ley el principio liberador.”

En todo el mundo y todas la épocas la falta de libertad ha sido la norma. En el oriente el individuo no era realmente libre, sino que vivía sujeto a un estricto orden jerárquico o de castas. Y todo nuestro occidente se cimentó sobre sociedades que vivían con naturalidad la esclavitud o la sumisión de la mujer, a los que se negaba incluso su naturaleza humana.

 La mitología egipcia, sin embargo, nos dice que los hombres nacen libres e iguales, la condición amada por los dioses. Por desgracia, nuestra codicia, nuestra ansia por acaparar genera un desequilibrio. Un desorden. Frente a esta anarquía el Egipto faraónico instauró el ma´at: la ley.

En los tribunales se trataba por igual a ricos y pobres, todos sometidos a las mismas leyes, y el faraón nombraba a los funcionarios por razón no de su linaje, sino de sus méritos. A lo largo del antiguo Egipto los pueblos contaban con academias en las que algunos jóvenes, los mejores estudiantes, adquirían el don de la escritura, lo que les franqueaba el acceso a las clases dirigentes. Las enormes pirámides no se alzaron bajo el restallar del látigo. Los obreros de las pirámides eran hombres libres con un salario justo, atención médica y exquisitos cuidados. El Egipto unificado y fuerte de más de 3.000 años se entiende desde la libertad y la sujeción a la ley.

Solo la ley, decían los egipcios y Rousseau, la norma de obligado cumplimiento, nos iguala y nos libra de la opresión. La igualdad total es una entelequia, siempre habrá ricos y pobres, fuertes y débiles, sanos y enfermos. Pero, precisamente por ello, debemos gobernarnos por normas que ayuden a los más desfavorecidos, que sostengan a las personas en situación de necesidad. Normas que establezcan un marco de convivencia en el que los que más tienen pagan impuestos para dar lo imprescindible a los más necesitados. Normas que no permiten a los opresores abusar del débil.

Pero los más fuertes se rebelan; no quieren que nada ni nadie los reprima. Quieren ejercer una libertad sin freno que les permita comprar a cualquier hora del día, llevar o no una mascarilla en pandemia, contaminar en aras del desarrollo económico y que se fomente una educación y sanidad privada que favorece a unos pocos. Su mantra es bajar impuestos, adelgazar el Estado a su mínima expresión, un Estado que circunscriben a un lugar de valores patrióticos y morales que defender ante los extranjeros. Para ello levantan altos muros.

¿Saben de quiénes hablo? Son los que hacen de su amada libertad su principio opresor. En su mundo ideal, de familia, patria y Dios, millones quedan aparcados en la cuneta de la historia; los que no pueden pagarse un seguro médico ni han podido responder al “sálvese quien pueda”. A los desamparados conviene ponerles nombre.

A principios de junio de 2017 Alec Smith, un joven norteamericano enfermo de diabetes, cumplió 26 años. Como es norma en ese país sin sanidad pública ese mismo día dejó de estar bajo la cobertura del seguro médico de su madre.

Había sido previsor, intentado contratar un seguro por su cuenta, pero era un logro casi imposible para alguien con su enfermedad: los precios eran disparatados. Como trabajaba, no podía tener asistencia financiada a través de programas como el Obama Care. El chico hizo lo posible por racionar la insulina que tenía, porque le faltaba dinero (apenas 200 dólares) para poder pagarse él mismo la dosis anhelada. Debía darle vergüenza pedir ayuda.

A finales de ese mismo mes, tres días antes de cobrar su sueldo, murió por cetoacidosis diabética. Era poco rentable como individuo, prescindible. Desechable.

Si es usted norteamericano y contrae un cáncer, o bien paga un fabuloso seguro médico o perderá los ahorros de su vida en los dos primeros años de tratamiento. Si una madre se palpa un bulto en el pecho y resulta ser cancerígeno, tendrá que decidir entre salvar su vida o hacer posible que sus hijos vayan a la universidad. Esto no es una anécdota, pasa todos los días. En los EEUU el porcentaje de universitarios es bastante más bajo que en España, y no solo por el coste de la educación. A menudo los jóvenes deben ponerse a trabajar porque con 26 años dejan de estar cubiertos por los seguros médicos de sus padres, y su vida puede correr peligro.

En 1921 cuatro investigadores de la Universidad de Toronto, Banting, Best, Collip y Macleod, consiguieron aislar y purificar la insulina por primera vez. Habían inventado un tratamiento que salvaba millones de vidas y querían que todo el mundo pudiese tener acceso. Por ello, vendieron la patente a la Universidad por el precio irrisorio de un dólar.

Al principio la insulina se distribuyó a un precio asequible, pero el paso del tiempo y los avances de la técnica han propiciado el descubrimiento de la insulina sintética, más segura. Y sus descubridores, grandes empresas farmacéuticas, no la donaron. Se había descubierto un mercado de 30.000 millones de dólares monopolizado por unos pocos. Hoy, el tratamiento con insulina cuesta unos 1.400 dólares al mes en los EEUU si no se dispone de un seguro médico. Con seguro cuesta unos 400 dólares.

En un país como España, con un sistema público de salud, se negocian los precios con las farmacéuticas para millones de clientes potenciales, lo cual hace que el precio baje. Además, el estado subvenciona un medicamento esencial para la vida.

En definitiva, el tratamiento con insulina en España cuesta unos 5€ al mes. 5 frente a 1.400.

En los EEUU unas pocas farmacéuticas quieren ser libres de poner un precio elevado a un medicamento que salva vidas, para ganar así muchísimo dinero. En buena parte de España los médicos llevan semanas de huelga por el abandono de la sanidad pública. A un vecino, con unos dolores insoportables que no le permiten dormir por la noche, le han dado cita con el especialista para dentro de dos años.

A veces me cuesta entender el mundo en el que vivo. Creo que por ello busco refugio en la lectura y en la música. Me duele la historia de Alec Smith. Y me aterra.  Me horroriza su ansia por racionar unos gramos de insulina mientras procura que nadie note su declive. Era libre para actuar así, me dirán, y nadie puede sentirse culpable de su muerte. ¿O sí?

Yo me siento culpable. Su fracaso me pesa y aprieta mi garganta. Y dentro de unas semanas, cuando escuche hablar de libertad en los actos de campaña, repetiré para mí su nombre. Y pediré perdón.

Por cobarde.

 

Antonio Carrillo