Dedicado a Nicolás villamitjana; con todo mi cariño
He vivido momentos, algunos, que han grabado una impronta difícil
de borrar.
He participado en ritos chamánicos, en las estribaciones de los
Andes, cerca del Amazonas, y he navegado por el Báltico, muy al norte, en una
calma noche de verano en la que el sol nunca quiso rendirse al horizonte.
He consolado en tabernas de Londres a jóvenes amigos huidos de la
guerra de Bosnia, perdidos de sus padres y hermanos; y he disfrutado del raro e
inmerecido privilegio de que me dedicaran un libro. Pasé de niño una noche en
la torre del homenaje de un castillo, y me soñé caballero templario. Lo fui; o
al menos eso creo recordar.
He practicado el buceo de noche, con la luz de mi linterna
reflejada por la superficie del mar, como si de un espejo se tratara, despertando
a plantas y animales de su oscuro letargo mientras burbujas como de Champagne
ascendían desde el respiradero. Fue lo más parecido a volar entre las rocas y
los seres.
He tenido en mis manos la partitura original del himno de mi
región, que guarda un artista en su casa del pueblo; un ex Presidente del
Congreso octogenario, con el que coincidí en un viaje, me confió secretos
inconfesables de la transición, votaciones amañadas incluidas. He tenido la
suerte de (mal) estudiar en instituciones de verdadero prestigio, sin mucho
aprovechamiento, es bien cierto; pero al menos creo haber aprendido a callar
cuando hablan los que más saben.
Me han expulsado de mezquitas en las que no debía estar, y he
visto tormentas de arena en un desierto de cielo rojo. He vivido terremotos,
erupciones, he sido profesor universitario (una vez) y me han atracado (varias
veces). Me han leído la (siempre) buena fortuna visionarios de cuatro
continentes (que nunca acertaron), y disfruté del privilegio que supone
aprender a tocar un instrumento; algo que te acompaña por siempre.
He sido premiado y suspendido (más veces lo segundo, a fuer de ser
sincero) e hice de paparazzi en el extranjero, siguiendo a un amigo periodista
y sin ganar un céntimo con ello. He dormido en un faro, y conocidos
antropólogos me han invitado a participar en el más asombroso de los viajes;
arrastrarme hacia lo más hondo de una caverna, para así poder alcanzar un lugar
fascinante: el profundo recodo en que las mujeres daban a luz, a solas, hace
30.000 años, sobre un charco de aguas templadas. Nunca pude entender cómo eran
capaces de tal esfuerzo físico en su estado.
He revelado mis propias fotografías en el aseo de mi casa, y una
locutora me dedicó una canción en la radio, ¡hace ya 25 años!, después de que
yo le regalara un L.P., y ella a mí un beso. No nos volvimos a ver. Me han
publicado textos en revistas especializadas, me he sometido a hipnosis,
psicoanálisis y terapias alternativas, como las Flores de Bach; y me he
escondido de niño en prohibidos claustros de monasterios benedictinos.
El dueño de un bufete maritimista me sugirió que aceptase un
puesto de abogado, el Abad de un monasterio me ofreció que tomara los votos y
me hiciese monje y un profesor de informática me pidió que fuera su pareja; a
todos les tuve que decir que no. Mi condición era otra.
Y, con todo, no pretendo ser quien no soy; mi vida no ha sido
aventurera ni especial. Más bien lo contrario. De hecho, si me preguntaran, los
instantes más intensos de mi vida no provienen de experiencias ni de personas
extraordinarias, como tampoco de lugares lejanos o exóticos.
Lo que de especial hay en mi devenir es que he asistido al
nacimiento de mis hijos, y tuve que decirle a mi madre, por boca de un
cirujano, y en mi condición de primogénito, que mi padre se moría (más tarde,
salió milagrosamente de su enfermedad). Me he emborrachado con amigos del alma (Ramón, Fermín y Carlos),
y he visto llegar a una mujer bellísima y elegante a lo lejos: resultó ser mi
esposa.
He llevado corriendo al hospital a mi hijo de cinco años,
gravemente intoxicado, y casi inconsciente, tras una terrible negligencia
médica; y he estado esperando en la puerta de urgencias media hora, deambulando
desesperado, sin que nadie me informara sobre su estado.
He velado noches enteras la fiebre muy elevada de mis pequeños, me
he quedado fascinado con el léxico andaluz de mi esposa, de la que aprendo algo
nuevo todos los días; a ella le debo parte de la energía primordial que hace
girar mis estaciones. Recuerdo la primera vez que la vi. Me sirvió un café
corto de leche. Estuve yendo a aquél bar todo un verano, sólo por verla. Al
final, me atreví a escribirle un poema en una servilleta.
Esos, y otros muchos, han sido los momentos más importantes y
significativos de lo que llevo de vida. 43 años ya.
Y todo esto, se preguntarán ¿a cuento de qué?
Escribo este texto muy tarde, desde una habitación de la preciosa
Villa Romanzzi, en la ciudad de Bari, al sur de Italia. Esta tarde he tenido el
privilegio de asistir al rezo de un Pope en la cripta de la maravillosa
basílica de San Nicolás, frente a los restos del santo; un templo románico muy
peculiar al que acuden tanto católicos como ortodoxos por igual, ya que tiene
la particularidad de estar consagrado por ambas religiones. Bari es, de hecho,
una ciudad con un pasado bizantino, lo cual le confiere un encanto enorme; es
una encrucijada de Oriente y Occidente. Un lugar de encuentro.
Pero no es de esto de lo que quería hablarles. Lo que voy a
relatar es mucho menos espectacular, seguro; pero no lo olvidaré el resto de mi
vida.
Por la mañana tuve que acudir a la prisión de Bari; una de las
peores prisiones de Europa. La persona con la que me entrevisté malvive en una
celda de 15 metros cuadrados con 12 presos. Sólo le permiten abandonar este
recinto 4 horas al día; ni tan siquiera pueden comer fuera. Tienen que hacer
turnos para poder estar de pie y hacer ejercicio en tan reducido espacio.
Pero no es tampoco de esto de lo que quería hablar.
Verán; estaba entrevistándome con el preso en una zona de
comunicación con capacidad para unos 15 internos. Un cristal de unos 20
centímetros de altura separa al preso del visitante, de forma que los
familiares pueden tocar al preso, acariciar su rostro, una vez a la semana,
durante unos minutos. Se viven escenas de una intensidad extraordinaria.
Estaba, digo, entrevistándome con este preso, cuando veo entrar a
un individuo alto, corpulento, de unos 60 años de edad. Llevaba las manos
repletas de paquetes de dulces y chocolate, que había comprado en el economato
de la prisión. Enseguida se situó en el espacio designado, pero, en vez de
esperar a que aparecieran sus parientes, inició una frenética tarea. Sacó unas
toallas de papel y las mojó con una botella de agua mineral. De inmediato, se
puso a lavar concienzudo la encimera de piedra situada tras el cristal. Una vez
limpio y seco todo, dispuso los paquetes de dulces con sorprendente delicadeza.
Al poco, entraron un grupo de familiares. Destacaba una niña de
unos cinco años que acudió corriendo a abrazar al hombre. Debía de ser su
nieta. La sentó con cuidado en la piedra y le dejó que le tocara la cara,
mientras le ofrecía los postres que había comprado.
En un ambiente tan sórdido, tan sucio y penoso, el gesto del
hombre limpiando con cariño el trocito de mesa en el que se iba a sentar su
nieta me pareció un reflejo imborrable de la dignidad humana. Como en otras
ocasiones, bastó un instante para que la cárcel no fuera cárcel, y el preso no
fuera preso. Un abuelo abrazaba a su nieta. Eso era todo. Y bastaba.
No hace falta entrar en cuevas, estudiar en universidades ni
conocer a gente importante. Seguro que cualquiera de ustedes podrán desgranar
un manojo de experiencias que se salen de lo corriente; pero la vida, también
la suya, esconde sus más bellos momentos en instantes cotidianos que, a menudo,
pasan desapercibidos. No es preciso viajar a los lugares más recónditos para
encontrar la intensa luz de la magia.
Convertimos la existencia en un viaje si vivimos con los ojos
abiertos.
El hombre albano de la cárcel de Bari, con sus servilletas de
papel mojadas, con el que no crucé una sola palabra, se ha convertido en una
persona importante de mi vida.
Y ni tan siquiera le di las gracias. Por hacerme creer en que hay
futuro, incluso en los peores lugares.
Por amar a su nieta con tanta ternura.
Antonio Carrillo.