Aquello que
la oruga llama el fin del mundo
El resto
del mundo lo llama mariposa
Lao tse
El hombre es tiempo, curiosidad y un poco de miedo.
Es mucho más, cierto; pero todo escrito necesita un
comienzo, y como frase no está mal.
Si mezclamos estos tres colores primarios dispondremos de
una paleta llena de matices insólitos. “Tiempo” y “curiosidad”, por ejemplo,
son los ingredientes con los que fabricar a un viajero, un vagabundo. Para el
hombre todo horizonte resulta una llamada, y desde que nace se embarca en una
búsqueda de lugares, individuos y saberes nuevos, navegando océanos reales e
imaginarios.
De niño aprende el habla empujado por el ansia de
entender y ser comprendido, con el deseo perentorio de participar de la
fascinante magia que son "los otros". Al principio, sólo la madre
traduce su confuso balbuceo de hadas; pero muy pronto el niño humano explora,
escucha, percibe y se expresa; despierta sus sentidos a la realidad. Los
abrazos lo han preparado y conoce sus propios límites, se zambulle en un
universo de sonidos e imágenes protegido por la magia de los besos y las
caricias; se sabe valorado, importante y único, y está bien pertrechado para
iniciar un camino incierto que recorrerá casi siempre solo: su propia vida.
Evolucionará después de haber nacido a la luz como ninguna especie lo hace:
con la necesidad de deambular por un interminable laberinto de encrucijadas,
con el único bagaje de una predisposición genética y, mucho más importante, un
entorno social y familiar que lo educa, confiere valores y, si tiene suerte, le
facilita comida, calor, seguridad y amor.
Finalmente, decidirá su rumbo en cada cruce, y mientras
perdure en él la búsqueda y el asombro, el tiempo y la curiosidad, permanecerá
latente en su pecho la vida.

Al principio la herencia cobra protagonismo en forma de
instintos, fobias y reflejos que resultaron útiles para la supervivencia de
nuestros ancestros. Pero el hombre es un animal capaz de adquirir con esfuerzo
y disciplina cualidades insólitas. Cuando un bebé humano nace lo hace
"insatisfecho" (del latín in
satis factum: no suficientemente hecho). Al cabo de un año el niño resulta
un ser sustancialmente distinto. Su cerebro es diferente. Cambia en la sinapsis,
lo hace constantemente, y cada día alumbrará a un ser nuevo, hasta casi su
final. El momento de su muerte será, entonces, ontológicamente trascendental.
Es decir, hay que esperar a la cercanía de la muerte para conocer quien ha
llegado a ser en realidad, su verdadero nombre.
No nacemos con un nombre; morimos con él.
No nacemos con un nombre; morimos con él.
Es libre para decidir, puede y debe optar por uno u otro
sendero; la vida planteará encrucijadas constantemente sin que nadie pueda
decidir por él. Le tendrá miedo al tiempo, porque se le escapa
imperceptiblemente, porque le obliga a decidir, porque nunca tendrá un control
absoluto de su presente. Porque, haga lo que haga, la vida siempre tiene mal pronóstico.
Los humanos nos apagamos sin darnos realmente cuenta, y el espejo nos miente
amable todas las mañanas. La vejez siempre llega de repente. Por fortuna, resulta tan
arduo el camino que muchos llegan agotados a la meta. Y es entonces que se
produce un hecho sorprendente: el anciano deja de temer al tiempo. En realidad,
él mismo se ha convertido en tiempo.
Es entonces el momento de ponerle nombre, lo
dijimos antes; y prestar atención a sus palabras.

En un lugar así, tan civilizado, resolvemos ecuaciones a
la vez que sufrimos un miedo infantil a que nos quiten lo mucho que acumulamos.
Creamos fronteras para poder cerrarlas, hacemos proselitismo de nuestras
certezas y acallamos nuestra conciencia con una ayuda humanitaria compuesta de
migajas y condescendencia a partes iguales. Es el vociferante mundo de los “sordos
funcionales”, que no distinguen lo que Tienen de lo que Son. Decía el humorista
Perich: “¿qué cabe esperar de una
sociedad en la que las bicicletas son estáticas y los teléfonos móviles?”
Los ancianos ocultan su vergonzante condición en máscaras de bótox, los adultos
prostituyen su libertad a cambio de dinero y los niños aprenden a no ser niños.
Nos olvidamos de contar historias y, en consecuencia, la
historia se olvida de nosotros.
Hasta aquí hemos cumplido con lo que se espera de un
ensayo sobre la condición humana. El pesimismo y el desastre premonitorio son
materia siempre inexcusable. Y, sin embargo, hay algo más; un milagro en forma
de esperanza. Pero es difícil de explicar, porque para encontrarle sentido necesitamos
de unos gramos de intuición, un poco de inocencia, debemos utilizar el sexto
sentido humano, el sentido del humor, y recobrar, en palabras de María
Zambrano, el lenguaje de la razón poética.
“Tiempo”, “curiosidad” y “miedo” no bastan entonces para abarcar por completo
la complejidad humana.
Disponemos de otra visión, más poética, en la que la
metáfora germina verdades.
La sociedad está en crisis, es cierto. En realidad,
siempre lo ha estado. En una tablilla de arcilla de la época Sumeria, hace
5.000 años, un padre se lamentaba ya del comportamiento irresponsable de su
hijo, y de la juventud en general. Creía que la civilización humana no tenía
futuro.

Somos innecesarios y, posiblemente, únicos. Al menos en
nuestra galaxia.
Pero mientras dure la senda, mientras Estemos, aparte de pasarlo lo mejor
posible, debemos revestir el “tiempo”, el “miedo” y la “curiosidad” de
intuición. Y con ello vamos a buscar la perspectiva nueva que nos ofrece, en
palabras de Chantal Maillard, “la
creación por la metáfora”.
Vamos a sembrar por doquier una semilla del
árbol de la curiosidad.
Cuyo fruto, como la estatua del halcón maltés,
está hecha de la materia que conforma los sueños.
Antonio Carrillo Tundidor
¡Magnífico!
ResponderEliminarHe vuelto a leer hoy tu texto y me ha parecido aún más hermoso. Su pulcritud en la redacción y su profundidad dicen mucho de la inteligencia y la calidad humana de su autor.Otra vez, gracias por compartir tus pensamientos.
ResponderEliminarQué bonita eres!
EliminarTengo la suerte de haber podido conocer a personas como tú, hadas y duendes del tiempo amable y apacible.