«Tenías dos pechos igual que yo
Y el pelo negro igual que yo
Y la boca pintada como yo la quería
Y usabas falda igual que yo
De tela floreada igual que yo
Y llevabas sandalias como yo
Y te arrastraban dos policías
Y dabas gritos en mitad de la calle
Y llevabas de rastras las sandalias
Y te sangraban los pies
Y desde adentro me llamó mi abuela
Y vino
Y cerró la ventana
Y me arrastró del pelo
Hasta lo más oscuro de la sala».
Virginia Grüter. “La ventana”
«Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos»
Miguel Hernández
Empatía (Einfühlung) es un término utilizado
por primera vez por Robert Vischer, y se define como la identificación afectiva
con una realidad ajena. Para Gaston Berger es la ternura, la tendencia a
ponerse en el lugar del otro, de compartir sus alegrías y sus penas.
Frente a los intereses individuales, la
empatía o endopatía nos sirve para entender los intereses y sentimientos
ajenos, y hace posible fenómenos como la compasión, el altruismo y el
sacrificio personal, todos ellos indispensables para construir una sociedad
humana viable.
La empatía surge y se alimenta del roce, de
la cercanía. Los experimentos sobre obediencia a la autoridad son un excelente
ejemplo:
Unos sujetos se creen partícipes en un falso
experimento que supuestamente trata de establecer los límites de tolerancia al
dolor. Se les pide que pulsen un botón que provoca fuertes descargas eléctricas
a otra persona, también voluntaria en el experimento. Los hechos demuestran que
cuanto más cerca se sitúan de las víctimas, más empatizan con su sufrimiento, y
menos dispuestas están a causar daño. Sentimos su daño como nuestro.
En el último estadio de la extrospección se
produce un fenómeno inusual y difícil de explicar: aparece la más profunda introspección
como consecuencia de este compartirnos, porque no hay utilidad ni voluntad de
ganancia. No es fácil de justificar el amor de un padre en términos de
provecho. Tampoco la amistad. Como otras tantas realidades fundamentales,
pierde sentido al intentar explicarla. Sólo está al alcance de una metáfora, o
de un cuento que expliqué por qué el amor nos hace mejores:
«El
Alquimista cogió un libro que alguien de la caravana había traído. El volumen
estaba sin las tapas, pero logró identificar a su autor: Oscar Wilde. Mientras
lo hojeaba, encontró una historia sobre Narciso.
El
Alquimista conocía la leyenda de Narciso, un hermoso muchacho que todos los
días iba a contemplar su propia belleza en el lago. Estaba tan fascinado por sí
mismo, que un día cayó dentro del lago y murió ahogado. En el lugar donde cayó
nació una flor que llamaron narciso.
Pero
no era así como Oscar Wilde ponía fin a la historia.
El
decía que cuando Narciso murió, vinieron las Oréiadas – diosas del bosque – y
vieron el lago transformado, de un lago de agua dulce, en un cántaro de
lágrimas saladas.
-¿Por qué lloráis? –preguntaron
las Oréiadas.
-Lloro por Narciso, -respondió el
lago.
-Oh,
no nos extraña que lloréis por Narciso –prosiguieron diciendo ellas -. Al fin y
al cabo, a pesar de que todas nosotras le perseguíamos siempre a través del
bosque, vos erais el único que tenía la
oportunidad de contemplar de cerca su belleza.
-Entonces, ¿era bello Narciso?
–preguntó el lago.
-¿Quién sino vos podría saberlo?
–respondieron, sorprendidas, las Oréiadas-. Después de todo, era sobre vuestra
orilla donde él se inclinaba todos los días.
El lago quedose inmóvil unos
instantes. Finalmente dijo:
-Lloro por Narciso, pero nunca me
había dado cuenta de que Narciso fuese bello.
-Lloro por Narciso porque cada vez
que él se recostaba sobre mi orilla yo podía ver, en el fondo de sus ojos, mi
propia belleza reflejada».
Paulo
Coelho. Prólogo de “El Alquimista”
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