La historia es un encuentro de fechas, lugares y personas.
Es impredecible, y sólo podemos intentar aprender de lo ya
acaecido, por aquello de no repetir el error.
Vana pretensión, me temo. Porque la memoria es breve,
caprichosa y selectiva.
Y la estulticia una constante en el devenir humano.
Si les pregunto por el detonante de la Gran Guerra, todos
coincidirán en una fecha, el 28 de junio de 1914, un lugar, Sarajevo, y una
persona, el archiduque Francisco Fernando de Austria.
Sin embargo, les voy a hablar de un tiempo, un lugar y unas
personas muy distintas. En mi relato un barco de vapor desmontado atraviesa
África de este a oeste. Les va a entretener.
Inglaterra y Francia son dos potencias europeas que se
disputan la supremacía mundial desde el medievo. El 14 de octubre de 1066
anglosajones y normandos venidos de Francia combaten cerca de Hastings. La
victoria de los franceses inaugurará ocho siglos de enfrentamientos que tendrán su colofón en las guerras
napoleónicas, a principios del siglo XIX.
El resto del siglo victoriano es un periodo de prosperidad y
paz, en el que ambas potencias se reparten la soberanía sobre colonias,
recursos y gentes todo a lo largo del planeta.
África es motivo de disputa. Los franceses tienen colonias
en la costa este y oeste, y los británicos en el norte y el sur. Ambos quieren
establecer líneas de comunicación entre sus territorios, lo cual implica que
hay un punto equidistante que es la clave a conquistar; un enclave pequeño y
sin la menor importancia situado al sur de Sudán llamado Fachoda.
La bandera que ondee sobre Fachoda permitirá el libre tránsito
por el continente africano, de norte a sur si es Inglaterra y de este a oeste
si es Francia.
En mayo de 1897 una expedición francesa parte del oeste de
África, desde la cuenca del río Congo, con la intención de apropiarse de
Fachoda. Al mando tenemos al Mayor Jean-Baptiste Marchand, acompañado de nueve
oficiales franceses. Les sirven de apoyo 150 fusileros senegaleses.
La expedición se inicia en un río y tiene como destino el
Nilo, por lo que se estima necesario contar con un barco. Marchand se apropia
del buque, una barca fluvial a vapor belga de nombre Faidherbe. Pero buena parte del camino es sobre tierra firme. Entonces, los expedicionarios optan por
desguazar por completo el barco y arrastrarlo.
Sólo la caldera pesa
más de 3 toneladas.
Además, son soldados y caballeros franceses, y no puede
privarse de algunas menudencias. La expedición Marchand parte con 5 toneladas
de carne en conserva, 1.300 litros de vino tinto, 10 toneladas de arroz, una
tonelada de café y, por supuesto, varias cajas de Champán y foie gras.
Vamos, que van ligeros de equipaje.
A esto se suma 70.000 metros de tela de vivos colores o 16
toneladas de abalorios (perlas venecianas) para engatusar a los indígenas que
se puedan encontrar en el camino.
También llevan una pianola, que sufrirá los rigores de un
viaje de casi un año y medio. Más de 600 toneladas de material, que habrá que
transportar a pulso buena parte del camino. Por ello Marchand “invita” a miles
de porteadores negros a que se sumen “de buena gana” a la expedición.
Son 16 meses de penurias, de enfrentamientos y enfermedades,
de bosque y desiertos, hasta que el 10 de julio de 1898, tras 5.500 kilómetros
de pesadilla, llegan al poblado de Fachoda.
Y allí no hay nadie.
Dos expediciones francesas habían partido desde el oeste,
desde Yibuti, y deberían estar esperándoles. Sin embargo hubo un serio contratiempo:
el rey de Etiopía les había impedido el paso por su territorio.
Tras una breve guerra con los lugareños, que no entendían
que una tierra en la que habían vivido durante generaciones pasaba a ser
protectorado de Francia, la bandera tricolor hondea en el fuerte semiderruido
de Fachoda. Los franceses se instalan lo mejor posible.
Dos meses más tarde, el 18 de septiembre, Marchand ve llegar
una flotilla de 5 cañoneros británicos, liderada por el comandante Horatio
Kitchener.
Kitchener, que hablaba francés con fluidez, pone pie en Fachoda
vistiendo el uniforme del Ejército egipcio, y se dirige con cortesía hacia su
adversario francés. La guerra en Europa depende de lo que pase en los
próximos 5 minutos.
Ambos comandantes mostraron una moderación increíble, y gran
firmeza a la hora de defender sus derechos sobre el territorio. Marchand se
opuso a que hondeara la bandera de Egipto, y Kitchener le advirtió de las
consecuencias: sus fuerzas eran muy superiores. Marchand no se arredra lo más
mínimo: “eso habrá que comprobarlo luchando”.
A Kitchener le cae bien Marchand. Tras pensárselo un momento
le propone esperar instrucciones de sus respectivos gobiernos; “nosotros somos
soldados y no diplomáticos”, llegó a decir.
Y, acto seguido, invitó a Marchand a un Whisky calentorro
con soda. Después de haber atravesado Africa y pasar por todo tipo de
penalidades, Marchand deja escrito en su diario: “uno de los más grandes
sacrificios que he hecho por mi patria fue beber ese alcohol horrible con sabor
a humo”.
En cumplida respuesta, invita al inglés a Champán tibio. Kitchener,
admirado de las flores, las huertas con lentejas o la pianola, exclama: “Verdaderamente,
lamento que nos seáis inglés”.
Los ingleses les entregan a los franceses periódicos de hace
pocos meses; saben de un escándalo que ha estallado en Francia, el “caso
Dreyfus”.
Casi dos meses más
tarde, Francia e Inglaterra, que han estado a punto de llegar a la guerra,
llegan a un acuerdo en el reparto de África, y el 3 de noviembre Marchand recibe órdenes de retirarse.
Para que no haya deshonra, se aducen razones de salud del propio comandante
francés. Kitchener le propone a su amigo que vuelva en una de sus cañoneras; en
unas pocas semanas estará de vuelta en casa. Marchand se niega; lo considera
casi un insulto. Pide permiso a su gobierno para completar la travesía por
África, carga con barco, pianola y demás enseres y, 6 meses más tarde, alcanza
la costa oeste.
El 14 de Julio de 1899 él y sus hombres recibieron un
homenaje nacional en París.
Epílogo
Cinco años más tarde, el 8 de abril de 1904, el
entendimiento que había comenzado en Fachoda fructifica en la firma de lo que
se denominó el “entente cordial” entre Francia e Inglaterra. Tras ocho siglos
de lucha, las dos potencias son aliadas.
Se hace tarde, y tras un día agotador David Lloyd George,
ministro, que llegará al cargo de primer ministro doce años más tarde, se
dirige a su casa. Pero antes decide hacer una breve parada, y le indica a su
cochero que se dirija a Charles Street.
Se anuncia al mayordomo de Lord Rosebery, noble y político
ya retirado, ex primer ministro.
El conde lo recibe en su gabinete. En una vitrina se ven los
tres trofeos que Rosebery ganó con sus caballos Ladas, Visto y Cicerón. Se dice
que de joven Rosebery afirmó tener tres propósitos en la vida: ganar el Derby,
casarse con una rica millonaria y llegar a Primer Ministro.
Consiguió cumplir con su reto.
El ya anciano estadista recibe al joven político con una
expresión extraña en el rostro.
“Bueno, supongo que estás tan contento como los demás con
este acuerdo francés”.
Lloyd George le confiesa que lo está, en efecto.
“Estás completamente equivocado.
¡Significa que al final
habrá guerra con Alemania!”
Fechas, lugares y personas. Y aprender de los errores.
Antes de que sea tarde.
Antonio Carrillo
Como siempre, un tema sumamente interesante y de gran aporte para nuestro saber.
ResponderEliminarGracias, Antonio!
tres años después puedo decir que la historia es el testigo implacable de la realidad actual. la historia es cíclica por efecto y por defecto.
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