A Ros. Por
existir.
La vida pasa tan deprisa, que nos aferramos al recuerdo de
esos breves instantes en los que fuimos realmente felices.
Son momentos de inocencia, en los que aflora el niño que
resguardamos de los embates cotidianos. Son retazos de lo que pudimos ser y
nunca fuimos.
Con la madurez sobreviene la rendición. La utopía de la
felicidad absoluta bebe de la inconsciencia. Al final, somos lo que se supone
que debíamos ser, no lo que queríamos ser. Es inevitable.
Pero el alma serena se solaza de estos instantes de tregua;
al fin y al cabo, son cápsulas de risa y de entusiasmo. De abrir los ojos al
color y la luz musical de lo inesperado.
Hace cuatro días viajé, con mi mujer y mi hijo Pablo, a
Puerto Rico.
Los edificios que defienden la entrada a San Juan son,
créanme, impresionantes. Como puerta de entrada al Caribe, San Juan fue el
principal baluarte español durante 400 años, y dedicaron ímprobos esfuerzos a
la construcción de fortalezas, murallas, pasadizos o torreones. Todos
edificados con muros de un grosor imposible, sólidos e imponentes.
No en vano, el conjunto defensivo de San Juan fue declarado
Monumento Histórico de la Humanidad por la UNESCO.
Pero me quedo con una imagen; hay una oscura celda, en la
que un capitán español aguardaba la muerte por amotinamiento. Durante los meses
de espera, el soldado dibujó – con la tenue luz del lugar – trazos de navíos.
Impresiona ver estos dibujos, en los que se adivina el alma
atormentada de quien se sabe ya muerto, e intenta conjurar con su pintura la
brisa de libertad que la mar regala a los navegantes en su periplo.
Supongo que sentía esa brisa al arrullo de sus trazos. Que
por un instante se supo libre.
Pero quería hablarles de otro lugar. Muy distinto.
A 80 kilómetros al oeste de San Juan hay una sierra formada
por cúmulos kársticos rebosantes de vegetación; un lugar de grandes cuevas y
formas caprichosas.
Es un lugar recóndito, libre de contaminación, lo bastante
cerca del ecuador como para tener una visión amplia de ambos hemisferios celestes.
Un circo de colinas naturales conforma un hueco circular enorme, de 400 metros
de diámetro, delimitado por pendientes de piedra caliza.
A principios de los años 60 los humanos decidimos emprender
una (otra) obra de ingeniería imposible: rellenar ese circo con paneles de
aluminio, formando una superficie metálica con la forma de una antena esférica
de 306 metros de diámetro.
Sobre el inmenso plato metálico, una imponente plataforma de
casi mil toneladas, suspendida grácilmente en el aire a 137 metros de altura
por 18 cables de acero, seis por cada una de las tres torres equidistantes
hechas de hormigón sólido y que alcanzan los 111 metros de altura.
Es inmensa y liviana a la vez.
A veces es difícil percibir en una imagen el tamaño de las
cosas; la perspectiva nos engaña. Recuerdo una anécdota de mi padre; cuando
estudiaba en Roma se ganaba unas monedas haciendo de guía turístico en San
Pedro. Cuando visitamos la iglesia con él de niños utilizaba los mismos trucos
que tan útiles le resultaban con los turistas. “Niños ¿veis esa figura de un
evangelista, allá en lo alto? ¿Podéis ver que está escribiendo? ¿Acaso podéis
distinguir que escribe con lo que parece una pluma? Pues bien; esa pluma tiene
el tamaño de una persona”
Y ¡zas!; De repente San Pedro se mostraba súbitamente en el
vértigo de su verdadero tamaño. Y nosotros nos empequeñecíamos ante su
majestuosidad.
Pues bien, fíjense en la estructura de la derecha con forma
de esfera truncada, recubierta de paneles. Se la acercaré.
Esta estructura mide lo que un edificio de seis pisos de
alto.
Y, sin embargo, no es el tamaño lo que emociona del
radiotelescopio de Arecibo. No. Lo que hace que el pulso se acelere es su
función. Arecibo es una ventana amplia y potente que tenemos abierta al
universo; en Arecibo se descubrió el verdadero periodo de rotación de Mercurio,
se descubrieron los primeros planetas fuera del Sistema Solar, la existencia de
las estrellas de neutrones, la primera imagen de un asteroide, la metalicidad
de galaxias lejanas o la presencia de compuestos precursores de la vida, y
tantos otros hitos.
Cuando llegas, te piden que pongas tu teléfono en modo
“avión”, para que no haya interferencias con las levísimas señales que
provienen del espacio profundo.
Pero hay más. Para alguien que nació en los inicios de 1969
Arecibo es un símbolo. Arecibo es Carl Sagan. Es la serie Cosmos. Es la
búsqueda de inteligencia por medio del proyecto Seti.
Habrá quien me entienda; mi pasión por la física y la
astronomía proviene de los libros divulgativos de Asimov y, muy especialmente,
de los programas televisivos y los libros escritos por Carl Sagan. De
adolescente, mi mente despejada e inquisitiva supo de los quásares, de las
estrellas de neutrones o de la expansión del universo. Gracias a Sagan me
interesé por la intrincada red neuronal o por la ciencia de los antiguos
griegos, capaces de calcular el diámetro de la Tierra utilizando la sombra de
dos palos y la trigonometría.
El 16 de noviembre de 1974 Sagan y otros colegas mandaron un
mensaje al espacio desde Arecibo. Utilizando números primos, Sagan envió
información sobre nuestro Sistema Solar, sobre nuestro planeta y nuestra
especie. Desde el tamaño medio del ser humano a los componentes químicos de la
vida. No se espera respuesta antes de unos 100.000 años, porque la región del
espacio a la que enviamos el mensaje se encuentra a 50.000 años luz.
Para entonces es posible que ya no existamos..
Asomado a la inmensidad esférica de Arecibo, volví a tener
14 años. Me sentí orgulloso de los logros de mi especie, y quise ver reflejada
en su superficie la imagen de mi vida enmarcada en un cosmos de maravillas y
sorpresas. Faltaban 21 horas para que la New Horizons llegara por fin a Plutón.
Y – no sé si me entenderán – me sentía partícipe de este milagro.
Tuve un breve momento de recogimiento. Le di las gracias a
Carl Sagan por ser mi maestro, me reafirmé en la búsqueda de lo insólito en lo
cotidiano y sentí la emoción de seguir vivo y con los ojos bien abiertos. Una
hora más tarde, estaba en una recóndita cala junto al mar, compartiendo una
cerveza con unos lugareños que me acababa de encontrar, la música caribeña
tronando en la parte trasera de sus vehículos, familias que hablaban mi mismo
idioma y pensaban de manera muy similar. Las rocas calcáreas tenían unas formas
insólitas, por el desgaste del embate de una mar que a veces se torna
huracanada. Me perdí con mi cámara por esos acantilados. Anochecía.
Volví. Tenía ganas de ver a Ros y a Pablo. Contarles lo que
había visto. Compartirles mi emoción. Porque todo este viaje hacia uno mismo
cobra mayor sentido cuando se transmite. Vi la alegría en los ojos de mi mujer,
cómo se alegraba por mí.
La quiero tanto. Con ella, y con el niño, era inmensamente
feliz. Y faltaba mi otro hijo, Jacobo.
La vida pasa muy deprisa. Y querría, llegado el final,
descansar con la conciencia de que he sabido compartir la fortuna de alcanzar
las estrellas con la mirada de un niño. Es algo que está al alcance de
cualquiera ¿Han visto las imágenes de Plutón? ¿Sus enormes montañas de hielo?
¿Los cañones inmensos de Caronte? ¿La presencia de metano? ¿La sospecha de que
son cuerpos con actividad volcánica? No hace falta que viajen a Puerto Rico;
tienen al mismo Plutón al alcance de su mano. Sólo tienen que pulsar en este
enlace:
Y viajar. Lejos. A su pasado. A enriquecer su presente. A
cambiar la realidad con el gesto de una risa. A empaparse de imágenes insólitas
y lavarse en curiosidad, hasta regar el alma.
Vengan. Vamos juntos. Seguimos respirando. Todavía hay
tiempo.
Antonio Carrillo