Le
ponemos nombre a las cosas que nos pasan. Entonces tienen rostro y son más
nuestras.
Desde
hace apenas unos minutos la crisis desatada por el coronavirus tiene un nombre
para mí: Fermín Gonzalez.
No
hay nada heroico en la vida de Fermín; ningún logro reseñable que justifique un
panegírico público. Se ha muerto un humilde contable octogenario y un hombre
inmensamente bueno. Y con esto no basta. Se ha muerto el padre de mis mejores
amigos, pero es algo que permanece en la esfera privada de los Gonzalez y los
Carrillo. A nadie atañe. A usted, lector, no le afecta.
Cuando
yo era niño Fermín nos construyó una fantástica tienda de madera que pusimos a
cubierto en el jardín de nuestra casa. Tenía baldas y unas ventanas batientes
coloridas desde las que atendíamos a los amigos. Vendíamos unas cuantas
chucherías que compramos en una tienda mayorista. Los chicles y piruletas
ordenados en sus expositores, como si todo fuese verdad. No existía internet ni
videojuegos; teníamos una tienda, una perra y amigos.
Y
nos bastaba.
Con
Fermín dormí en una caravana, en un campin. Y con Fermín fui a pescar. Tenía
unas aficiones que lo convertían en un padre fascinante a los ojos de un niño
de 12 años.
Fue
el contable de Tradux, la empresa familiar, y siempre fue honesto, cabal y
generoso. Pero son las cualidades de un hombre anónimo, sencillo y afable. Y
alguien así nunca será noticia.
El
coronavirus es de una crueldad inimaginable, porque Fermín ha muerto solo, sin
la cercanía de sus cinco hijos. Ni siquiera podrán velarlo en un tanatorio. No
podrán desplazarse a Madrid los que viven lejos, ni podrán abrazarse los unos a
los otros y darse el calor mutuo que calma la frialdad de la pérdida. Su madre
murió hace unas semanas; ahora el padre. Son los huérfanos del wasap; una
manera inhumana de sentirse perdidos.
No
es justo.
Y yo
no puedo hacer nada más que escribir estas líneas improvisadas. Y no basta. En
estos momentos miles de personas luchan por su vida y otras miles intentan
ayudarles en una guerra cruenta, terrible. Es una batalla que yo solo puedo
librar quedándome en casa.
Sea
responsable, lector. El gesto de guardar la cuarentena preserva a nuestros
mayores de la amenaza de un virus bastardo. Quédese en casa no solo por los
suyos; hágalo por todos los miles de Fermín González que criaron a cinco hijos
y que ahora tienen miedo. Porque Fermín González somos todos.
El
coronavirus tiene un nombre. Tiene miles de nombres. El mío es Fermín González.
No hizo nada extraordinario y no lo olvidaré jamás.
Gracias,
Fermín. Te quise mucho.
Antonio
Carrillo
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