Y es
ahora, a mis ochenta y seis años, que me visitan los fantasmas amables del
pasado.
Laurita,
mi compañera de pupitre. Mi confidente. Se casó con un médico de Zaragoza que
no quiso hacerle feliz. Con lo buena que era.
Y la
madre Asunción, siempre tan aseada. Nos daba lenguaje. Me encantaba el tono de su voz.
Y es
ahora que me veo recorriendo las calles de un barrio que ya no existe, una niña
despreocupada y risueña. Me asomaba a los escaparates de los colmados, para
leer las etiquetas de los botes. Algunos, pocos, venían de lugares lejanos. Y
yo me imaginaba cómo sería vivir al otro extremo del mar.
Con
la frente apoyada en el frío cristal, viajaba mientras veía
ilustraciones en color.
En
casa, madre siempre con la faena, de ropas y mochos y comidas. Entrar en casa
era oler el pan recién tostado de la merienda, el olor de madre. Todos los
hermanos apiñados junto a la mesa de la cocina. Y el sonido de la radio.
Caía
la tarde con la calma de la rutina. Deberes de la escuela, siempre con la mejor
letra. A madre le gustaba verme escribir. Sólo entonces descansaba, y eso me
hacía feliz. Huelo su pelo junto a mi cara.
Era
la mujer más bella del mundo, pero no lo sabía.
Lentamente
se alejaba el Sol de las ventanas, y madre encendía la luz. Todos aguardábamos,
expectantes. A mí siempre me producía ansiedad que no volviera. Que se hubiese
perdido. Que se hubiese muerto.
Pero
siempre volvió padre del trabajo. Los perros corrían hacia la puerta minutos
antes de que se le escuchara. El sonido de la llave en la puerta acallaba todos
mis miedos. El rumor de sus pasos en el pasillo. Siempre sonriendo. De toda la
herencia que recibí de niña, ninguna fue tan importante como la sonrisa de
padre y el beso a madre en la frente. Su mano sorteando los rizos de mi cabeza.
De mayor siempre exigí de los hombres respeto y cariño. Tuve una vida feliz
porque mi madre era cálida y mi padre un hombre bueno.
Con
padre en casa estábamos seguros, cerrados a toda la oscuridad y a todo frío.
Y es
ahora, a mis ochenta y seis años, que vuelvo a sentirme insegura como cuando
era niña. Y me gustaría, aunque sólo fuese una vez, que padre volviese. Que
cerrase con doble vuelta la llave de la puerta. Que acariciase mi cabeza, ahora
cana.
Me
gustaría no sentir tanto miedo.
Antonio
Carrillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario