Usted,
yo; todos somos animales gregarios. La tribu es el hogar del “nosotros”.
Y la
familia, el refugio donde poder decir “tú”.
Cuando
la vida se apaga es tiempo de gestos leves. Podemos susurrar “gracias” o dejar
adivinar un “lo siento”. Para quien está cerca de viajar hacia el silencio, el
agradecimiento que percibe en otros ojos amables y cercanos reconforta de una
espera indefensa, y calma el miedo sordo de la incertidumbre. Porque es normal
tener miedo.
No
nos gusta morir solos porque no hemos vivido solos. Nos gusta poner en orden la
casa, consolidar la herencia de los afectos y confortar a los que deben seguir
transitando por este barullo confuso que llamamos vida.
Cuántas
veces el que tiene los ojos velados deja unas últimas palabras amables:
“tranquilos, estoy bien. Os quiero”. El que se aleja tiene una función
postrera: consolar a los que se quedan un poco más solos.
Cuando
mi mujer murió apoyó su cabeza contra el cristal del coche mientras yo volaba
hacia el hospital. Ya no hablaba. Pero con lentitud logró regalarme un último
gesto que casi pasó desapercibido. Apoyó su mano en mi rodilla, como tantas
otras veces.
Y
con eso me dijo un millón de cosas. “Tranquilo”. “Te quiero”.
Nadie
debe morir sin la compañía de sus allegados. Y esta palabra, “allegados”,
esconde un significado profundo que nos permite sentir lo que resulta imposible
explicar solo con palabras. Porque en su origen define la búsqueda de un lugar
al que arrimarse, ya sea volviendo a uno mismo, al origen, o siendo acogido en
un nuevo hogar. Y, además, hay en su etimología referencias a trenzar, a
entreverar intenciones y sentimientos.
El
que se muere a menudo ha entretejido con sus mejores mimbres un lugar de
amparo, generalmente junto a un compañero de vida. Y en ese refugio han
germinado como semillas núcleos nuevos que se han independizado, como también ellos
hicieron en su día. Los padres fueron hijos que antaño trenzaron un nido
distinto, único, junto a un extraño, abandonando el refugio de la casa
familiar. Y en ese nido nuevo es donde se da el milagro de un universo propio
que llamamos hogar.
Quien
se apaga debe tener a su pareja cerca, porque ambos se merecen percibir hasta
el final un olor, un roce que se descubre como propio. Los hogares se cimentan
en olores y rituales que pasan desapercibidos, y que la muerte luego nos
desvela con una crudeza inmisericorde.
Las
noches pueden ser eternas para los que nos hemos quedado. Y por eso hay que
despedirse.
Morir
en soledad es un atentado contra la misma dignidad humana. Contra lo que
realmente somos: grandes simios que viven por y para los demás. Animales
indefensos sin el calor de otras almas.
El Covid-19 ha retraído el Producto
Interior Bruto de todo el planeta, cierto; nos ha obligado a enfrentarnos al
vértigo de nuestra vulnerabilidad y ha desnudado la ineficacia de unos
gobernantes pendientes de las estadísticas y de los titulares efectistas.
Pero
algo va muy mal en nuestra sociedad si no nos horrorizamos porque decenas de
miles de personas han muerto solas. Con el único apoyo de unos profesionales
sanitarios a los que este espanto pasará factura. Porque ellos también son
allegados de alguien. Porque han tenido que tomar decisiones para las que nadie
está preparado.
Miles
y miles de almas no han podido decir adiós. Y percibo en el aire un algo que no
puedo describir.
Es
difícil escribir un artículo en el que sobran tantas palabras. No hay adjetivo
ni verbo que haga justicia a tanta pena. Supongo que es por falta de talento.
En mi cerebro hay un galope de sentimientos que me aletargan. Imagino miles de
manos que asoman de debajo de las sábanas buscando febriles una caricia, un
intento por distinguir una voz conocida. Se cree percibir en los párpados
cerrados un beso que proviene de una esposa, de un hijo. Pero están lejos, en
casa.
Se
ha hablado y escrito mucho sobre esta pandemia. Pero no entenderemos lo que
realmente supone si no reflexionamos sobre los miles de muertos en soledad. Y sobre
las familias que han sufrido este espanto inconsolable.
Todos
moriremos. Pero yo espero no morir rodeado de extraños.
No
quiero irme sin un adiós. Sin un beso. Sin despedirme de mi gente.
No
quiero irme sintiéndome solo.
Antonio
Carrillo