Las
pantallas de los teléfonos móviles, de las tablets y ordenadores, las
muchas horas que pasamos absortos en ellas, ¿son perjudiciales? ¿Es dañino
dejar que nuestros hijos pasen las horas enfrascados en información, entretenimiento o
contacto a través de una pantalla retroiluminada con la denominada luz azul?
Todo,
absolutamente todo lo que existe es dañino según su medida. La idoneidad de
cualquier exposición a cualquier materia o energía depende de la cantidad.
Podemos morir por beber demasiada agua, por socarrarnos expuestos al sol abrasador
o por hiperventilar con demasiado oxígeno. Nada es inocuo si se trasvasan los
límites de lo razonable, de lo que la naturaleza y la adaptación establecen
como saludable. Por lo tanto, para contestar a la pregunta anterior conviene
saber cuáles son los límites a partir de los cuales la exposición a la luz azul
de la pantalla resulta perjudicial.
Hay
cosas que resultan dañinas incluso en pequeñas dosis. Fumar tabaco es objetivamente
malo para la salud desde la primera calada, y el alcohol es perjudicial. Por
supuesto, fumar o beber en grandes cantidades agrava el problema, pero no hay
un nivel mínimo en el que estos hábitos sean saludables o totalmente inocuos.
Es mejor no fumar nada, y punto. Así de claro.
Tomar
el sol, sin embargo, si bien tiene un límite a partir del cual la radiación UVA
es dañina para la piel, en condiciones idóneas es una práctica muy saludable,
porque nos permite asimilar la vitamina D y mejora – significativamente - el
estado de ánimo. También el agua omnipresente, en la cantidad correcta, nos
aporta salud y bienestar, pero en exceso puede alterar el equilibrio
electrolítico y resultar mortal.
Todo
veneno guarda el secreto de su ponzoña en la dosis. O, mejor dicho; es la dosis
la que hace al veneno.
La
luz azul de las pantallas ¿es siempre perjudicial? ¿Hay unos niveles en los que
resulta aceptable?
Los
defensores de su peligrosidad afirman que la fuerte exposición a la luz azul de
las pantallas daña la retina, puede provocar miopía o una degeneración macular que
desemboca en una ceguera irreversible. La luz azul, dicen, es siempre mala y
debemos frenarla con filtros.
Creo
que no es cierto.
Me
explico: la luz azul es, en esencia, luz. Nada más. Uno más de los varios niveles
de luz visible e invisible que recibimos a diario. La luz del sol nos aporta
una cantidad de luz azul varios cientos de veces más potente de la que nos
llega desde una pantalla. Nacemos y vivimos en un entorno saturado de luz azul,
y la evolución ha diseñado un órgano, el ojo, que procesa ese tipo de radiación
sin que suponga un problema en absoluto.
Habrán
leído que unos investigadores expusieron células fotorreceptoras del interior
del ojo a una fuente de luz azul, y observaron que causaba daños. Pero resulta
que nuestra retina no se ve afectada por este problema, porque la luz azul no
penetra hasta el interior. Es así de simple.
Si
me lo permiten, haré un razonamiento lógico: soy un animal terrestre, resultado
de una evolución de millones de años. Mi especie vive en la superficie de un
planeta azul, expuestos a la luz del sol. No vivimos bajo tierra ni en la
penumbra de las profundidades marinas. La especie de mamíferos a la que
pertenezco es diurna; no solemos vivir de noche ni tampoco nos refugiamos en la
penumbra durante el día. Todo lo hacemos a plena luz del sol. Es para lo que
estamos diseñados. La luz es nuestra aliada.
Y
créanme: la naturaleza comete muy pocos errores. Porque se pagan muy caros.
Pero,
¿acaso digo que estar frente a una pantalla es inocuo? No; nada lo es. Como
dijimos, todo depende de la dosis. O de la oportunidad.
Si
pasamos demasiadas horas frente a una pantalla el ojo se reseca y la vista se
cansa, porque parpadeamos menos y focalizamos nuestra mirada a una distancia demasiado
corta. Esta falta de ejercicio visual, este obligar a que los músculos oculares
sostengan un enfoque excesivamente próximo, especialmente si la luz ambiental
es tenue, causa agotamiento. De vez en cuando conviene levantar la vista de la
pantalla, pestañear y dirigir la mirada a un punto lejano, al menos a seis
metros de distancia. Nos ahorraremos picor, sequedad, sensación de pesadez en
los ojos o dolor de cabeza. Y si es al aire libre mejor, porque la exposición del
ojo a la luz natural es beneficiosa y al parecer previene la miopía.
¿Le
preocupa la salud ocular de sus hijos? No los deje en casa con la pantalla
apagada. Oblígueles a salir un rato a la calle. Es el entorno para el que están
diseñados como animales. Pero no durante las horas centrales del verano; seamos
sensatos.
Hay otro
riesgo en el abuso de las pantallas que puede entrañar un peligro mayor que la
sequedad o cansancio ocular; me refiero a la sobrexcitación del estímulo visual
en las horas previas al sueño y la posibilidad de que ello interfiera en
nuestro descanso y en el ritmo circadiano.
Ustedes,
lectores avispados, me advertirán: durante muchos cientos de miles de años el
humano ha sido capaz de domesticar el fuego. Ha podido cocinar la comida,
recabar el calor de la combustión e iluminar la oscuridad de la noche. ¿No es
cierto que nos hemos adaptado a la luz nocturna? ¿No estoy siendo incoherente
con lo que vengo defendiendo?
La
respuesta proviene del tipo de luz. La luz visible pasa por un arco de colores
(el mágico arcoíris) que no es más que la representación de su cantidad de
energía, de su longitud de onda; así, la luz menos energética es la roja, y la
más energética la azul y morada. Y, curiosamente, la luz de una fogata es
fuente de una luz poco energética, de lo que llamamos una luz cálida, rojiza. El
fuego nos relaja.
¿A
usted no?
Una
vela en una mesita de noche no aporta tanta energía como una pantalla iluminada
a escasos centímetros del rostro. Hay un momento para la actividad y otro para
el descanso y el sosiego. Un momento para la caza y otro para contar mitos. Si
tiene una sala de estudio busque una luz led energética, fría y azul. Con ello
mejorará la concentración. Pero por la noche, antes de que sobrevenga el sueño,
debemos rebajar la intensidad del estímulo, preparando al cerebro para lo que
le espera: el descanso reparador.
Este
fenómeno reciente de niños que se van a la cama con un móvil y se quedan
dormidos a altas horas de la noche, activados por una potente luz y el estímulo
visual y sonoro de un video de YouTube es – en
mi opinión – contraproducente. Y mucho. Hay adolescentes y jóvenes que
no duermen todas las horas que necesitan, y que viven en una existencia
alternativa de horarios nocturnos, vampirizados por el estímulo del incansable
e inabarcable internet.
Por
lo tanto, la luz de las pantallas no nos deja ciegos. Es una buena noticia.
Pero debemos utilizar los dispositivos electrónicos con más mesura y – muy
importante – dar ejemplo a nuestros hijos, porque los primeros que estamos
permanentemente aferrados a la pantallita somos nosotros, los adultos. Viajar
en transporte público se ha vuelto una actividad muy solitaria, con todos los
rostros agachados, sumisos, abstraídos, en actitud de franca adoración a la
pantalla.
Pero
hay más. Algo mucho peor; y en esto no espero que esté de acuerdo conmigo. Es
una opinión visceral y poco ponderada. Lo asumo.
Seré
brutal y directo: creo que las pantallitas nos está haciendo menos libres. Somos
patéticos esclavos de su brillo idiotizante. La sociedad visual e
hiperconectada en la que vivimos nos hace menos ciudadanos y más usuarios. Nos
deshumaniza y desconecta de la realidad
¿Les
parece que exagero? Esto necesito explicarlo, y por ello debo recurrir a un
ejemplo de hace más de dos mil años, pero que no ha perdido un ápice de su
fuerza ni de su vigencia.
A
mediados del siglo IV a.C. la ciudad de Atenas se enfrentó al que sería su antagonista
más peligroso: el rey Filipo II de Macedonia. Era una ciudad rica en cultura,
tradición y prestigio académico, pero absolutamente agotada tras 150 años de
guerra casi continua. Varias generaciones desangradas y arruinadas después de
luchar contra el imperio persa, Esparta, Tebas o en guerras civiles, de repente
debían hacer frente a un genio militar que pretendía conquistar todas las polis
griegas y unificarlas bajo su reinado. La democracia ateniense se enfrentaba,
pues, a un funesto vaticinio que, a la postre, sería su fin como ciudad
independiente; en efecto, las conquistas de Alejandro Magno ampliaron el horizonte
del mundo helénico y acabaron con la centenaria tradición de las
ciudades-estado.
Durante
los años de enfrentamiento de Atenas contra Macedonia se alzó en Atenas una
figura brillante, el mejor orador del mundo antiguo: Demóstenes. Sus discursos
contra Filipo y su defensa de la independencia y la idiosincrasia ateniense son
un ejemplo inigualable de teoría política y oratoria. Demóstenes defiende con
pasión la libertad como signo de identidad de Atenas. Propone que la ciudad
debe enfrentarse a Filipo aunque ello suponga una derrota, y postula porque se
financie una guerra a pesar de su
incierto desenlace. Un sacrificio enorme para una ciudad arruinada. Pero es
curioso ¿saben cuál es la clave del debate económico, el mayor sacrificio que
se le pide a la ciudad para poder pertrechar naves y soldados? Todo gira
alrededor de un tema aparentemente menor: la subvención para poder ir al
teatro.
Pero
¿por qué era tan importante el sufragar con dinero público las entradas al
teatro de los ciudadanos más pobres? La razón es que los atenienses disfrutaban
de una democracia asamblearia, directa, en la que los ciudadanos (hombres
atenienses de más de 21 años y libres) participaban en la toma de decisiones
por medio de asambleas públicas, y además podían ser elegidos por sorteo para
ejercer un cargo importante. Como cualquiera podía convertirse en gobernante o
magistrado, la ciudad procuraba favorecer el debate profundo y cotidiano sobre
los asuntos de actualidad. La Paideia, la educación en valores de los jóvenes,
formaba parte de la identidad misma de Atenas; tanto en gimnasios como en simposios
los jóvenes aprendían de sus mayores oratoria, política, economía o el arte de
la guerra. Y el teatro fue la manera en la que canalizaron muchas de estas enseñanzas,
promoviendo debates sobre cuestiones pragmáticas, revestidas de la grave
intensidad del drama o del inteligente humor caricaturesco de la comedia. El
pueblo iba al teatro no solo a distraerse; también a formarse. Autores y
actores eran personalidades de un enorme prestigio. En ocasiones los temas
afectaban tanto a los espectadores que un mar de lágrimas desde las gradas
obligaba a detener la función. El honor, la justicia, la templanza o la
honradez eran temas recurrentes; y se citaban por su nombre y criticaba a
autoridades, pensadores o representantes de la clase alta, conocidos por todos
y presentes en el teatro. La libertad era absoluta; todo y todos se sometía al
escrutinio del pueblo.
Fue
Pericles, el padre de la verdadera democracia ateniense, el que promovió el
teatro como vehículo educativo; y para que todos los ciudadanos pudiesen
disfrutar por igual de esta experiencia enriquecedora estableció un sistema de
subvenciones a cargo del erario público para así pagar las entradas de los
ciudadanos más pobres. Porque cualquier ciudadano, pobre o rico, podía
convertirse en un futuro gobernante. Y la lógica aconsejaba que debía estar
preparado.
Con
la caída de Atenas muere la democracia y, con ella, el impulso por educar a la
ciudadanía. En Roma los espectáculos de gladiadores y las carreras de caballos
tienen por fin entretener al público, tenerlo distraído. El poeta Juvenal se
queja de que en su época el pueblo se desinteresa de la política, y a cambio
los poderes públicos les ofrecen “pan y circo”.
Poco
a poco el ciudadano (protagonista) se convierte en usuario (espectador).
¿Se
dan cuenta? Pasamos de la reflexión, el análisis y la formación de un criterio
bien fundamentado a un consumo volátil, con un entretenimiento basado en la
inmediatez y de fácil digestión. A los poderosos les interesa que el pueblo no
se soliviante, que esté contento y – muy importante – que se conforme con esas
migajas por las que prostituye su libertad y su capacidad de preguntarse por el
porqué de las cosas. Cada vez interiorizamos menos cuestiones trascendentes en
el fragor del coliseo, y por tanto el individuo común, adocenado, se
desentiende de pedir cuentas a los gobernantes, e incluso de la autocrítica. Como
broche final, la consolidación de la religión cristiana en el poder alzará un
armazón moral insalvable que acallará todo atisbo de pensamiento libre.
Tranquilo, no hace falta que razones; ya lo hago yo por ti.
Bajo
tanto oropel, tanto brillo y tanto estímulo la realidad pierde matices, se
vuelve fácil de digerir y nos volvemos perezosos. La siembra de una mente
inquisitiva y bien estructurada es una tarea difícil que no entiende de atajos;
no se educa con titulares. Es imposible. Y, sin embargo, cada vez más,
empobrecemos nuestro discurso y nos descuidamos en el tener. En el consumir. No
somos lo que pensamos, sino lo que tenemos. Agrandamos nuestro yo cebándolo de
vehículos, vacaciones, dispositivos electrónicos o entretenimiento de baja
calidad. Es una carrera hacia ningún lado en la que nos imponemos más y más
cargas, hasta quedar exhaustos. Tenemos demasiada información, poco tiempo y
una paupérrima capacidad de cribado. No sabemos distinguir el grano de la paja.
Todo tiene una fecha de caducidad; también nosotros. Tenemos el saber de miles
de años a nuestra disposición, canales de información directos e interminable.
Pero simplemente no sabemos qué buscar.
En
esta realidad de respuestas nadie se molesta en hacer preguntas. Nadie se
ejercita en el arte de la duda, de la escucha. Todos hablamos a la vez.
Frente
a este barullo sabios como el estoico Epicteto nos invitan a parar; a
reflexionar sobre la libertad y sobre la esencia misma del hombre. Nos proponen
una visión más amable y compasiva, menos exigente y competitiva. Nos señalan
una senda hacia nosotros mismos. Hacia la simplicidad.
Cuando
la ciudad griega de Priene estaba siendo asediada por el ejército Persa, sus
ciudadanos se lanzaron como locos a intentar poner a salvo joyas, dineros y
títulos de propiedad. En el mismo centro de la plaza un anciano se mantuvo
tranquilo, sin hacer nada ni mostrar preocupación alguna.
-
“¿No intentas hacer acopio
de tus cosas? ¿No te preocupa quedarte sin nada?”, le preguntó alguien.
-
“Todo lo que soy y lo que
tengo ya lo llevo conmigo”
Omnia mea mecum
porto
Este
anciano se llamaba Bias, y tenía fama de ser la persona más sabia de toda
Grecia.
En
definitiva: las pantallas de luz azul nos distraen en un embrujo del que cuesta
trabajo despertar. En el tren de Cercanías todo los rostros están bajos,
enviado mensajes, oyendo música o viendo vídeos. Pero es un consumo
improductivo, yermo. Más nos valdría mirar por la ventana, leer un libro o
conversar.
Lo
sé, es una visión apocalíptica y demasiado simplista. Lo admito. Estoy haciendo
una semblanza de trazo grueso, un punto dogmática y posiblemente injusta. Pero
¿por qué tengo esta desazón? ¿Por qué me siento tan desubicado? ¿Acaso es un
problema que tengo de adaptación?
Ojalá.
Pero mis hijos tienen una lectura comprensiva muy deficiente, y pasan menos
tiempo del que pasaba yo jugando en la calle con otros niños, utilizando las
manos para escarbar, construir o modelar. Ahora pasan horas en su cuarto, en
una misma postura, ajenos a los estímulos que no sean el sonido de unos
auriculares y la visión de una pantalla colorida. A mí me gusta internet, por
supuesto. Es una herramienta fabulosa y muy útil ¡Qué bien me habría venido en
mi época de estudiante! Pero no lo confundo con la realidad. Sin embargo, para
los jóvenes parece representar un universo alternativo a una cotidianeidad cada
vez más fría e incierta. Porque por primera vez nuestros hijos asisten a un
horizonte de futuro más negro que el de sus padres.
Y estos
jóvenes de ahora no saben gestionar el aburrimiento ni la frustración.
Más
y más circo para las mentes más jóvenes y vulnerables. Tengámoslos distraídos,
16 horas al día, en un mundo sin tedio ni descanso, en el colorido mundo de
Instagram, WhatsApp o Facebook.
Que
asuman pronto que no son los verdaderos dueños de su destino, y que su valía dependerá
de su poder adquisitivo. Para ello les bombardeamos de necesidades sin fundamento;
los móviles se quedan obsoletos en un par de años. Nada perdura porque cuando escuchamos música en Spotify no hemos tenido que ahorrar un mes para comprarla, no hemos buscado el LP entre cientos, no huele el
plástico ni el papel con las letras impresas. No es un disco que escuchamos
cien veces, y que ocupa un hueco en nuestra colección privada. La música, a la
que yo estoy acostumbrado, coge polvo con los años, porque el tiempo es
tangible. Hoy todo se ha vuelto incorpóreo y aséptico, y con ello ha perdido intensidad.
Queremos
que nuestros hijos aprendan a correr y acaparar mientras los Persas invaden su
ciudad, Y que ni siquiera tengan un momento para detenerse a preguntar al
anciano sabio, sentado en el centro de la plaza. Un anciano que mira a su
alrededor, con lástima.
Y que
suspira, cansado. Demasiado trajín.
En
este mundo escaso de valores ¿nadie quiere detenerse a hablar? ¿A participar?
Antonio
Carrillo