Los primeros intérpretes.
Es difícil responder a la pregunta de cuándo se produjo la primera interpretación; pero nos sirve de excusa para bucear en la memoria de nuestra especie y visitar lugares fascinantes.
Podemos empezar con una visita a los montes Zagros, al oeste de Irán, cerca de la ciudad de Bisistun. Allí, en la ladera de un acantilado, a cien metros de altura, hallamos una inscripción que mide unos 15 metros de alto por 25 de ancho. Recibe el nombre de "la inscripción de Behistún",y es prácticamente desconocida.
Sin embargo, gracias a este monumento fundamental, erigido por el rey persa Darío I y recientemente declarado patrimonio de la humanidad, hemos podido traducir los textos más antiguos de los que tenemos noticia fehaciente, textos escritos sobre tablillas de arcilla en una lengua olvidada hace miles de años.
En efecto, lo que convierte esta inscripción en un hallazgo extraordinario es el hecho de que está redactada en tres idiomas: persa antiguo, elamita y babilonio. Gracias a su existencia, y a la decisiva intervención del oficial británico Sir Henry Rawlinson, hemos sido capaces de recuperar del olvido las voces sumerias en que la humanidad escribió sus primeros textos, hace 5.500 años. (Por cierto, durante la segunda guerra mundial la inscripción fue utilizada para hacer prácticas de tiro; un signo triste de los tiempos en que vivimos).
Algo parecido sucedió con el descubrimiento en 1799 de la famosa Piedra de Rosetta, que desveló los secretos del antiguo Egipto. ¡Qué tesoros oculta la lengua etrusca, o la minoica, a la espera de su ”piedra de Rosetta”! ¡Qué tragedia es la pérdida de un idioma! Una lengua muerta encarna la muerte de una cultura, de un universo arquetípico y simbólico, de una filosofía irremplazable. Conviene recordarlo en estos tiempos de uniformidad y empobrecimiento cultural, en los que la UNESCO prevé la desaparición inmediata de 6.000 lenguas, el 50% de las que se hablan en el planeta. Un desastre, una pérdida, que nos afecta a todos por igual.
Hemos acordado que la grafía marque el comienzo de la historia, pero es cierto que la expresión escrita no es condición necesaria para que haya civilización. Muchas culturas fueron – y son - ágrafas y, sin embargo, lograron avances técnicos y disfrutaron de un riquísimo bagaje cultural, que transmitían de forma oral. La escritura es un gran invento, qué duda cabe, pero ya antes de su aparición la humanidad había creado universos simbólicos de gran complejidad, y un amplio compendio de conocimientos a lo largo del planeta. Al fin y al cabo, en nuestro largo deambular como especie la escritura ha ocupado un brevísimo soplo final. Durante 145.000 años fuimos capaces de prosperar sin ella.
Sin escritura sí, pero no sin habla. La expresión oral es patrimonio y condición del humano, hasta tal punto que durante los primeros años de desarrollo neuronal, el habla, junto con el desarrollo de habilidades motrices, agota buena parte de la energía que ingerimos. Nuestro cerebro se estructura para poder hablar.
Tenemos que retroceder incluso más allá de la escritura, a los primeros contactos humanos entre civilizaciones, bien sea con fines comerciales, bien como consecuencia de conquistas y agresiones. En este sentido, y ya que la guerra parece haber sido un importante factor de “encuentro” entre distintas culturas, podríamos centrar nuestra atención en los primeros vestigios de murallas.
Hoy el lugar, cercano a Jerusalén y al fascinante mar muerto, acoge antiquísimos monasterios ortodoxos. En concreto, nos interesa el más próximo a Jericó, pues tiene una enorme importancia simbólica: se erige sobre el lugar desértico que escogió Jesús para ayunar 40 días y 40 noches, antes de entrar en Jerusalem. Es una paradoja que Jesús meditara sobre la paz sobre los restos de las murallas de Jericó, símbolo de la guerra.
Pero permítasenos que desviemos nuestra atención, una vez más, hacia otros asentamientos humanos en los que la guerra no parece ser la regla, sino la excepción. Hablamos de lo que los arqueólogos denominan “la vieja Europa”. Es el nombre de diversos pueblos neolíticos (entre ellos las culturas de Hamangia, Varna, o Cucutemi), que habitaron durante milenios la Europa Centro-oriental y la península helena; culturas en las que no encontramos evidencias de conflictos bélicos, producción de armamento o culto a caudillos guerreros. No hay murallas, restos de armas ni vestigio alguno que nos haga pensar en el uso de la violencia.
Muy al contrario, de las pruebas arqueológicas se deduce que eran gentes esencialmente pacíficas; se dedicaban a la agricultura y obtenían grandes excedentes producto de una tierra fértil. Los poblados crecieron hasta convertirse en las mayores agrupaciones humanas del neolítico, con más de mil edificios, algunos con varias alturas, como el que muestra la imagen: un modelo en arcilla de un edificio de hace 7.000 años que se encuentra en el Museo de Historia Nacional de Rumanía.
De la actual Rumanía hasta más allá de la Anatolia turca (Catal Hoyuk), tenemos pruebas de que nuestra especie vivió un periodo de paz y prosperidad, fruto de sociedades igualitarias en las que la mujer tenía un papel preponderante y se rendía culto a la Diosa Madre; una filosofía de vida que culminó en la única gran civilización pacífica de la antigüedad: la talasocracia minoica, la Atlántida de Platón. Todo este espejismo de paz y concordia acabó definitivamente con la terrible explosión de un volcán en la isla griega de Santorini, hace unos 4.500 años. Desde entonces, la guerra, ya sean los acuerdos de paz o las condiciones de una rendición, han ocupado a intérpretes y traductores.
Pero no hemos acabado. Nuestro primer intérprete lo situamos mucho más lejos en el tiempo.
Estamos en un tiempo en el que nuestra especie no conoce la agricultura ni la domesticación de animales. Ha pasado por momentos muy difíciles: hace unos 75.000 años, la explosión del supervolcán de la isla de Toba dejó a la raza humana con apenas 5.000 parejas reproductoras, en lo que se denomina un “cuello de botella demográfico”. Fue una suerte que sobreviviéramos a una catástrofe de esas dimensiones, a la mayor explosión registrada en la Tierra durante los últimos 25 millones de años.
Los humanos tuvimos que volver a empezar desde nuestros orígenes, de nuevo en África. La explosión de Toba concentró nuestra riqueza genética hasta un punto peligroso para la viabilidad de la especie, y ello nos obligó a unas prácticas culturales en las que ritualizamos el intercambio periódico de las hembras, costumbre que continuaría vigente en las pocas sociedades cazadoras – recolectoras que estudiamos en el siglo XX.
Hace 55.000 años el clima era muy distinto. El Sáhara, por ejemplo, no era un desierto, sino un amplio espacio verde en el que cazábamos grandes presas. La Tierra sufre glaciaciones que hacen prácticamente inhabitable el extremo norte del planeta; aunque nuestra especie ha repoblado casi la totalidad del mismo, adaptándose a las condiciones más extremas. Hemos cambiado el color de la piel y nuestra morfología, adaptándola al entorno. A este fenómeno lo llamamos fenotipo.
Otros humanos, distintos a nosotros, viven y prosperan en Europa. Ellos también hablan, dominan el fuego y entierran a sus muertos. Se han encontrado pétalos de flores en la tumba de una niña pequeña. ¿Los puso su madre? Con el tiempo, la competencia que representa nuestra especie, junto con el progresivo calentamiento del planeta, acabarán provocando su extinción. El último Neanderthal verá anochecer desde los acantilados de Gibraltar, hace sólo 20.000 años.
Las tribus humanas se componen aproximadamente de unos 60 miembros. No hay jerarquías claras, aunque es muy probable que fueran sociedades matriarcales. No hay líderes más allá de la habilidad reconocida por el resto: el hombre que mejor caza dirige a los demás en las expediciones, pero su primacía desaparece en cuanto vuelven al campamento. Las mujeres se ocupan de buscar raíces, frutos o pequeños animales. Ellas aportan buena parte de la comida que la comunidad consume. Se venera a la Diosa Madre, a la naturaleza con la que se vive en armonía, y la violencia entre humanos no se tolera, siempre que la región ofrezca recursos suficientes para las poblaciones que conviven en ella. La tribu dedica unas 6 horas a procurarse alimento, confeccionar ropas o cuidar del fuego. El resto del tiempo lo dedican a jugar con los niños, una tarea en la que todos participan, a educarlos o a fomentar las relaciones sociales en el entorno. Son felices y procuran la felicidad de sus semejantes.
Si ha habido una edad de oro de la humanidad, posiblemente asistamos a la misma.
Periódicamente grupos humanos se encuentran, formando agrupaciones de varios cientos de individuos. Se aprovecha para intercambiar mujeres en edad de procrear, en ceremoniales felices y consentidos por todas las partes implicadas. Con ello se asegura que la carga genética se refresque con combinaciones siempre nuevas, diferentes. En ocasiones las reuniones son mayores, y son miles los individuos que se encuentran. Se intercambian experiencias, recuerdos o aprendizajes.
Asistimos a una reunión enorme, de casi 2.000 personas. Una anciana de 40 años se muestra nerviosa, cree haber distinguido un rostro que no veía desde hace 25 años. El de una hija.
En efecto, es ella. Al principio no se entienden. La distancia y el tiempo ha hecho que la hija adopte usos lingüísticos distintos de los que aprendió de niña. Sin embargo, recuerda bien a su madre, y necesita poco tiempo para que vuelvan las palabras de su niñez.
La hija, que está embarazada, le muestra orgullosa a sus dos nietos: un chico de 9 años y una niña de 4. Los chiquillos no entienden bien a la mujer mayor, que los colma de besos; la madre hace de intérprete.
Así es como imagino la primera labor de interpretación, hace 55.000 años.
Antonio Carrillo Tundidor
Antonio Carrillo Tundidor
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