“Algo va mal” Tony Judt
TITULO: | Algo va mal |
AUTOR: | TONY JUDT |
EDITORIAL: | TAURUS |
ISBN: | 9788430607969 |
PRECIO: | 19 € |
El historiador británico Tony Judt impartió clases en las universidades de Cambridge, Oxford y Berkeley; y fundó en 1995 la cátedra de Estudios Europeos en la Universidad de Nueva York. Fue autor o editor de trece libros, incluido Postguerra (Taurus, 2006), considerado uno de los diez mejores libros de 2005 por la New York Times Book Review, galardonado con el Premio Council on Foreign Relations Arthur Roos y finalista del premio Pulitzer.
El año 2008 le diagnostican esclerosis lateral amiotrófica, una dolencia terrible que provoca su muerte el día 6 de agosto de 2010. El libro que recomendamos supone el legado de un hombre plenamente consciente de que muy pronto va a morir, y se ve obligado a dictar las páginas de este texto desde la penosa inmovilidad de su lecho. A menudo se le entiende con dificultad cuando habla. “Mi en ocasiones poco claro dictado”, reconoce el autor en los agradecimientos.
Pero algo va mal es mucho más que la herencia de un profesor moribundo. Es un gran libro.
En 1976, Erich Fromm planteaba una disyuntiva entre vivir sujetos al “tener” o al “ser”. Tenía claro que lo primero nos conduciría inexorablemente a una realidad egoísta y egotista, a sociedades en las que lo privado se antepondría a lo público y el consumo individual desenfrenado se alimentaría de la pobreza de muchos. Los más desfavorecidos quedarían desguarnecidos mientras unos pocos vivirían una existencia vacía y alienada, en la que confundirían lo que tienen con lo que son. Los bienes materiales tendrían una caducidad cada vez menor, y nos veríamos inmersos en una vorágine de necesidades permanentemente insatisfechas, esclavos de unos deseos que se agotan en sí mismos y generan otros nuevos. Como dice la cita anónima: “no se ha abolido la esclavitud; tan solo se ha puesto en nómina”.
En efecto, hay algo erróneo en la forma en que vivimos. Lo intuimos, tenemos un vacío que se acrecienta, una falta de comunicación social apremiante, un empobrecimiento de los servicios públicos evidente y una merma en educación y salud democrática que apabulla. La sociedad asiste adormecida a casos de corrupción política, al progresivo desmantelamiento del sistema de salud o a un cambio constante de los planes de estudio; siempre a la baja. Siempre más pobres, más igualitariamente mediocres. Más desnudos.
Y, sin embargo, hubo una alternativa; Europa creó a mediados del siglo XX un sistema propio que revolucionó el periodo de posguerra: el Estado de Bienestar. El empuje unitario que supuso la contienda dio como fruto un compromiso implícito de la ciudadanía por construir unas sociedades más igualitarias, en las que los más favorecidos contribuían con sus impuestos a edificar un sistema de Seguridad Social y Salud Pública digno y – sorprendentemente – eficaz. En este marco de garantías democráticas la izquierda más extrema se quedaba en consignas utópicas y sin fundamento, proclamas de intenciones que apenas si sobrevivieron al mayo del 68. Había un acuerdo implícito en buena parte de la clase política europea, conservadora y progresista, en el sentido de que los logros en política social trascendían la orientación del gobierno de turno. Era un logro de todos para todos.
Sin embargo, el sistema adolecía y adolece de claros defectos. A partir de la década de los 80 la riqueza se acrecentó hasta alcanzar niveles nunca vistos, pero ocultaba algo: la riqueza se basaba en la ostentación de bienes materiales superfluos, y la producción de bienes y servicios perdió fuerza frente a las transacciones financieras. A menudo sólo el consumo interno sostenía la economía de un país, pero la producción industrial se externalizó a países con una mano de obra barata y una legislación laboral inexistente. Además, el reparto de la riqueza se quebraba fácilmente durante los períodos en los que la curva económica decaía, y se acrecentaba una brecha insalvable entre una clase privilegiada y otra sujeta a los inevitables vaivenes del mercado. Esta realidad precaria era y es mucho más clara en los países en los que no se ha querido asentar el Estado del Bienestar, como el caso de Estados Unidos o Gran Bretaña.
El mundo entero asiste hoy fascinado y envidioso a este procaz desenfreno consumista, y las antenas parabólicas de suburbios o favelas vuelcan imágenes de adolescentes obesos, un bochornoso encomio del dinero fácil y un enorme despilfarro de energía. Pero para mantener este nivel de gasto, bajar los impuestos y no disparar el déficit público, los Estados se han ido desprendiendo de activos públicos, y han privatizado servicios tales como la energía, el transporte, la sanidad o la educación.
Durante unos años, Europa se vio favorecida por la llegada de inmigrantes (mano de obra barata) atraídos por la llamada del dinero y el bienestar. El comunismo había caído, y el capitalismo parecía la única respuesta posible. Algunos autores afirmaron que asistíamos al fin de la historia. Durante algunos años las ideas más conservadoras triunfaron, y la desafección por lo público alcanzó cotas insuperables. El Estado debía interferir lo menos posible, lo público era ineficaz y la búsqueda de riqueza y el consumo privado creaban prosperidad a nivel global. La izquierda se quedó sin argumentos y no supo (o no quiso) defender lo público como garantía del reparto de la riqueza. Los sindicatos, dependientes de las subvenciones públicas y con pocos afiliados, han perdido todo protagonismo; y las voces de los intelectuales que claman por una pérdida de valores, de calidad democrática o de nivel educativo se ahoga en un desierto sonoro estruendoso: el de un internet y unas redes sociales en aumento frente a un periodismo escrito en claro retroceso. Nos guste o no, es la realidad que nos ha tocado vivir, una realidad frenética de mensajes telefónicos y titulares fugaces. Una realidad efímera.
Por último, todo el sistema se ha visto sacudido por una crisis económica sin precedentes, y que está provocando una convulsión anímica que sorprende y preocupa a los expertos. En efecto, la crisis ha dejado en evidencia a esta sociedad adocenada, compuesta por individuos laxos, analfabetos funcionales incapaces de afrontar ni asumir una merma de su poder adquisitivo, ciudadanos que confiaron en las recetas milagrosas y lisonjeras, envueltas en papel de regalo, provenientes del sistema financiero y bancario. Sujetos que Son lo que Tienen, y para los que la pérdida de la Cosa significa la pérdida del Ser. Erich Fromm lo predijo, y se han cumplido sus peores expectativas. La crisis nos ha mostrado lo que somos.
Faltos de recursos morales, se acrecienta el miedo, la desesperanza y la apatía. Se intenta convertir al inmigrante en malhechor, y molesta que disfruten de las mismas garantías sociales de las que disfrutan “los nuestros”. Judt lo expresa con rotundidad: “Por decirlo sin ambages: a los holandeses e ingleses no les entusiasma compartir sus Estados de bienestar con sus antiguos súbditos coloniales de Indonesia, Surinan, Pakistán o Uganda; entretanto, a los daneses, como a los austríacos, les agravia “mantener” a los refugiados musulmanes que han llegado a su país en gran número en los últimos años”.
En diciembre de 2010 el Parlamento Europeo votó un posible recorte de Derechos Fundamentales a los inmigrantes, y en varios países se han producido expulsiones que claramente son contrarias a la legislación internacional en materia de Derechos Humanos. Las condiciones laborales se han endurecido de facto, y no es extraño encontrarse a trabajadores del sector de la hostelería cumpliendo horarios de 12 horas diarias por un mísero salario. Los niveles de desempleo crecen de manera alarmante y, por primera vez en décadas, nos enfrentamos a una situación inusual: la de una generación de jóvenes que tienen peores perspectivas de futuro que sus padres. La adquisición de una vivienda es una entelequia para la mayoría de ellos, y en países con déficit democrático se están produciendo las primeras manifestaciones violentas protagonizadas por jóvenes sin perspectiva de futuro (como Egipto o Túnez).
Tony Judt no ofrece una solución clara. Lo cierto es que no la hay. El Estado de Bienestar se enfrenta a un reto que parece insuperable: en la mayoría de los países la realidad demográfica hace que el sistema resulte económicamente inviable dentro de veinte años. El futuro es, entonces, incierto. Pero sería conveniente recordar lo que hemos logrado, lo que somos (no lo que tenemos) y lo que queremos que nuestros hijos sean. Deberíamos aprender de nuestros errores y procurar, de nuevo, un gran pacto que nos haga salir de este agujero repleto de cosas y vacío de valores. Si intentamos salir cada uno por nuestro lado, sin aunar esfuerzos, no habrá futuro posible. Si recortamos derechos, abandonamos a los más desfavorecidos en la cuneta de la historia y no somos capaces de afianzar unas reglas de convivencia consensuadas, dignas y justas, de nuevo habremos perdido la oportunidad de retomar la única senda posible: la de la esperanza y la concordia.
No hay más salida que la de vencer el miedo a los demás.
Antonio Carrillo Tundidor
Recomiendo el artículo "Noche" que escribío sobre su enfermedad para el diario EL PAÍS.
ResponderEliminarhttp://www.elpais.com/articulo/reportajes/Noche/elpepusocdmg/20100117elpdmgrep_1/Tes
Es increíble el artículo, y aterra lo que cuenta sobre la noche.
ResponderEliminarEs emocionante. No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos.