martes, 3 de abril de 2012

Historias del casete


La edad adulta es un largo periodo de certidumbres. Tras los embates de la juventud, y antes de que nos sorprenda la ancianidad (la ancianidad siempre aparece por sorpresa, creo haberlo dicho antes), la edad adulta es un extenso páramo de siembra y recolección. A estas alturas de la vida ya hemos definido lo que somos, quién nos acompaña en este tránsito y dejamos una impronta en forma de descendencia. Todo correcto y acorde a la norma y costumbre de nuestro lugar.

Somos adultos, nos ganamos el pan que nos alimenta, respetamos la ley y hacemos lo posible por ser coherentes.

Tendemos, asumámoslo, al apostolado. No en vano, nos convertimos en progenitores. Y se produce un fenómeno curioso: rememoramos nuestro pasado con un ápice de añoranza. "En mi época" es una expresión de adultos. Nuestro discurso se vuelve, entonces, costumbrista; y hay un velo de aburrimiento y paciencia en los ojos de nuestros hijos. Son las "batallitas de papá".

Recordamos la primera ocasión en que vimos una televisión en color, el primer PC de sobremesa (que no tenía sistema operativo interno, y cuyos disquetes eran enormes y flexibles), la novedad del vídeo Beta o VHS, el lujo en forma de aire acondicionado en el automóvil, el avance que supuso la dirección asistida, la comodidad del mando a distancia... "es increíble lo que se ha avanzado en 35 años", "en mi época los niños jugábamos más en la calle", "jamás se me hubiera ocurrido hablarle así a un maestro", etc.

Lo que sigue es un ejemplo de discurso costumbrista. Si tiene más de 40 años, éste es también su discurso, estoy seguro. Y tengo la certeza de que se va a reír. Si tiene menos de 30, le sonará a discurso de su padre. No se preocupe; le queda poco para llegar a la edad de contar sus propias "batallitas". Es inevitable.

¿Saben? En mi (nuestra) época no había CDs, sino discos de vinilo, llamados LP, y unos objetos asombrosos protagonistas de nuestra adolescencia: los casetes.

El otro día encontré uno en un cajón de casa.

Los casetes era la manera barata que teníamos los jóvenes de grabar y oír nuestra música. Los LP eran caros, y no
siempre nos gustaban las 10 canciones que contenían. Los casetes, esas carcasas
de plástico con una cinta magnética dentro, nos permitían disponer de más música, hasta dos horas, podíamos llevarla con nosotros gracias al walkman y hacían posible grabar la música que tenía un amigo o la que oíamos por la radio. El casete fue un compañero fiel durante muchos años.Un amigo al que casi hemos olvidado.


El cassette nos convirtió en expertos rebobinadores blandiendo un bolígrafo "bic cristal". Su superficie hexagonal encajaba perfectamente en los agujeros de las bobinas. ¿Recuerda cómo girábamos el casete en el aire, mientras sujetábamos el bolígrafo con una mano?

Había tres tipos de casetes: los normales, los de cromo y, últimamente, unos llamados de metal, carísimos, inaccesibles, y en los que apenas se producía ruido de fondo. Eran, eso sí, preciosos. Lo del ruido de fondo se solucionaba accionando la opción dolby; aunque nunca me convenció del todo: las grabaciones perdían brillantez y se producía una pérdida considerable en los agudos. Con el tiempo, las pletinas evolucionaron, y podías incluso encontrar los inicios de la siguiente canción de manera automática. Esto es algo que asombrará a un joven de hoy que escuche música en formato mp3. En nuestra época, hacia el pleistoceno medio, perdíamos mucho tiempo buscando una canción.

El "fader" era también una herramienta imprescindible. Gracias a él podías aprovechar al máximo la duración de la cinta, disminuyendo progresivamente el sonido los últimos diez segundos. Con el fader se hacía desaparecer la voz del locutor de radio, y parecía que te habías comprado las últimas novedades discográficas; esto era especialmente útil en las grabaciones para fiestas, en las que querías quedar (ante las chicas) como un tipo moderno.

Las cajas de los casetes nos enseñaron el concepto de reciclaje. Cambiábamos las partes posteriores y anteriores según se iban rompiendo (eran bastante frágiles), y lo normal era encontrar elementos sueltos y desemparejados por cualquier rincón de la casa. Que un casete se encontrara en su caja correspondiente constituía una rara excepción.Las cintas de 120 minutos se encasquillaban a menudo, y tenías el inconveniente de tener que apuntar todas las canciones en un espacio extremadamente pequeño. La letra, diminuta, se hacía ininteligible. Cuando se rompía la cinta, se podía volver a pegar con cinta celo. Pero era un trabajo de gran precisión, para que luego no hubiera atascos al enrollarse.

El casete nos acompañó en viajes interminables, en los tiempos en los que no había autovías y los viajes duraban diez o más horas. La guantera del coche era un amasijo de cintas (sin caja) que se identificaban con nombres a menudo crípticos: "cantautores I",
"instrumental IV", "Rocío Jurado y otras"... El coche de nuestros padres se engalanaba con las empastadas voces de Mocedades, las canciones de Mari Trini, Serrat o Alberto Cortez, Camilo Sesto o Perales. Durante años, la canción de autor y melódica impuso su dominio.

Pero los hijos fuimos creciendo, y se hizo necesario llegar a un entente cordial. El casete ha sido un elemento revolucionario fundamental para la juventud de los ochenta, y creo que no exagero si afirmo que el muro de Berlín se debilitó en parte por las corrientes de modernidad y transgresión que facilitaron, entre otros factores, el intercambio imparable de casetes y, con ellos, de música rock, punk, heavy...

En nuestra pequeña revolución doméstica algunas cintas se hicieron su hueco en
la guantera del coche: Mecano, La Unión, Secretos, Cómplices... todo convenientemente "light"; hasta que se produzco la crisis, provocada por mi hermano Iñigo, quien, con valor, defendió su derecho a que se escuchara su (otra) música. Todavía recuerdo el volantazo de mi padre cuando sonaron las primeras estrofas de "Extremoduro":

"Hizo el mundo en siete días
y Extremadura el octavo,
a ver qué coño salía;
y ese día no había jiñado." (sic)

El casete dominaba esos espacios siempre fascinantes que eran los bares de carretera. Lugares fronterizos, de carteles de toros o bufandas de fútbol, repletos de humo y tortilla, en los que uno podía encontrarse vitrinas en las que se vendían navajas, productos de la tierra (aceite, queso o chorizo) e, indefectiblemente, todo tipo de cintas. En modernos expositores giratorios, salvaguardados por un candado, se exponían casetes de lo más variado; Carmela, el Fary, Bertín Osborne o sevillanas. Además, uno podía encontrar cintas de humor de Eugenio o Arévalo, siempre bienvenidas.

Yo, cuando parábamos, lo primero que hacía era curiosear los casetes.

Por último, el casete era una eficaz herramienta de conquista. A una novia le regalabas una selección exquisita de música romántica, actual pero sensible; algo que diera una buena imagen de ti. Te esmerabas con la letra en el papel que acompañaba a la caja, y siempre rompías la breve pestaña de la parte superior, esperando que así no se pudiera volver a grabar encima. Esas cintas, como nuestro incipiente amor, estaban destinadas a ser eternas.

Afortunadamente, y dado el carácter veleidoso de las pérfidas féminas, la cosa se solucionaba fácilmente poniendo una cinta de papel celo en el hueco. Con esta solución tan sencilla, se podía volver a grabar. No era cosa de desaprovechar un casete. Por desgracia, no había celo para curar el corazón desengañado a los quince años.

En fin, eran tiempos de radiocasetes Sony, enormes y pesados, con dos pletinas, que utilizaban unas pilas gigantescas que duraban poquísimo. Eran tiempos de pasar horas eligiendo música frente al equipo familiar, calculando el tiempo. Tiempos de espera y paciencia, con una banda sonora magnífica: Alan Parsons, Supertramp, Vangelis, Police, E.L.O.,...

No eran tiempos mejores, ni mucho menos. Eran sólo distintos. Todos los tiempos son distintos aunque, en lo más profundo, supongo que todos se parecen. No tengo intención de caer en la fácil trampa de la nostalgia.

Pero... no sé. En esta era tan digital, de luces led y espacios virtuales, el casete lo recuerdo como un objeto enormemente orgánico. Veías la cinta transcurrir lenta, al igual que decaen los granos imperceptibles de un reloj de arena; y una rueda se empequeñecía mientras otra se engordaba...

Los discos compactos y blu-ray se encierran y giran en espacios
tecnológicos, misteriosos y ocultos; nada que ver con los discos de vinilo, en los que la aguja navegaba sobre minúsculos surcos, a dos velocidades: 33 ó 45 (los "maxi sencillos", más baratos, a 45 rpm, con sólo dos canciones).

Todo parecía ir a otro ritmo.

Pero es un espejismo. Seguro. El recuerdo de un tiempo pasado que no volverá.

Cualquier tiempo pasado... pasó.

Antonio Carrillo

4 comentarios:

  1. Exelente !!tal cual así lo viví y sentí yo también .

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  2. en la actualidad y aunque parezca mentira, existe un revival de las cintas entre ciertos sectores del underground punk y metálico, habiendo discográficas que utilizan este formato para sus ediciones.

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  3. Siii!!!! Cualquier tiempo pasado, pasó!!!! Pero que nos quiten lo "bailaó" y sobre todo a disfrutar de lo que nos queda por bailar!!!
    (entiendo muy bien lo de Extremoduro, mi hermano era fan absoluto..:)))
    Gracias Antonio!!!!

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