Llegará un día en el que la vida en la Tierra se extinga. Es
inevitable.
La última célula, el último reducto de ADN resguardado en las
chimeneas de las simas oceánicas, se evaporará sin remedio, sin dejar
descendencia posible ni apenas rastro. Estamos condenados a desaparecer, al
menos en este universo. Esto es tan cierto como que usted y yo moriremos, antes
o después. La única pregunta, entonces, es cuándo y, por consiguiente, cómo.
La hipótesis más optimista, por lejana, nos sitúa lejos de casa,
navegantes en un universo inmenso, buscando nichos favorables en los que
prosperar. En este caso, seremos capaces de sobrevivir durante decenas o
centenares de miles de millones de años. Pero, finalmente, no conservaremos ni
un leve recuerdo, ni una breve sombra de lo que fuimos, de lo que hicimos.
En esta historia no hay un final feliz ¿Por qué?
El universo es abierto, se expande y se enfría, y lo hace cada vez
más deprisa (sobre todo, desde hace 5.000 millones de años, que aceleró esta
expansión sin que sepamos el porqué). La materia (la energía) es siempre la
misma, ni se crea ni se destruye, pero ocupa un espacio mayor. La fuerza de la
gravedad, capaz de aglutinar masa y crear reacciones energéticas, calor, luz y
radiación, acabará sucumbiendo a la vastedad del espacio, y se irán apagando
(enfriando) galaxias y estrellas. Es un destino inexorable, regido por la fría
exactitud de la termodinámica; la entropía, cruel e insobornable, es una espada de Damocles que no se
puede soslayar. Es un péndulo que nos conduce, lentamente, hacia el vacío.
Nada escapará a la oscuridad y al frío. Dentro de muchísimos miles
de millones de años reinará el silencio, y no habrá refugio posible para la
vida.
Este destino errante, distante en el tiempo, presupone en efecto
que nos hemos convertido en vagabundos, expandiendo nuestra consciencia (quizás
en forma de energía) más allá de nuestro sistema solar. Si no podemos dar este
paso, si acaso quedamos atrapados en la Tierra, el Sol nos engullirá dentro de
unos 4.500 millones de años, cuando los estertores de su muerte lo conviertan
en una gigante roja y nos acoja en un abrazo ardiente y mortal. Incluso en el
caso de que su radio no alcance la órbita terrestre, la gravedad nos atraerá
inexorablemente hacia su seno.
La misma estrella que nos dio la vida nos dará muerte.
Nuestro planeta está, por consiguiente, condenado. Poco antes del
final, la Luna, atraída a sólo 18.000 kilómetros, se hará pedazos, creando un
cinturón similar al de Saturno. Será un proceso largo: primero perderemos la
atmósfera, arrasada por tormentas solares, después la corteza se despedazará,
dejando fluir el magma, que borrará montañas y simas; más tarde, el mismo manto
se verá atraído por la presión gravitatoria del Sol. Finalmente, cuando todo
acabe, quedará apenas el esqueleto de lo que un día fue un planeta verde y
azul; una bola de hierro. El núcleo oscuro y yermo.
¿Hay una posibilidad de escapar a este destino? Si lográramos
desestabilizar uno de los enormes cuerpos que pueblan la nube de Oort (el
vertedero en los confines del sistema solar, en el que se almacenan millones de
cometas y asteroides de gran tamaño), y consiguiéramos situarlo en una órbita
cercana a la Tierra, su empuje gravitatorio podría bastar para movernos (con el
tiempo) hacia una órbita más lejana y segura. Pero sería un riesgo enorme en un
sistema solar inestable (podríamos chocar tanto con el propio cuerpo como con
Marte, o con cualesquiera de los miles de asteroides que pueblan el cinturón
entre Marte y Júpiter, o desestabilizar la órbita lunar, o alterar el eje de rotación
terrestre...), y, de todos modos, a la larga, no lograríamos salvar la Tierra.
En su final agónico, el Sol se contraerá formando lo que se denomina una enana
blanca, un cuerpo diminuto que se enfría paulatinamente hasta formar una enana
negra, incapaz de insuflar energía ni de mantener sujeto a un sistema solar
como el nuestro.
Conviene tenerlo entonces claro desde un principio: en este
universo, todo tiene un comienzo y un final. La Gioconda, el cuadro de Leonardo
Da Vinci, antes o después, acabará destruida. Aunque la preservemos en una
sonda hermética enviada al espacio con una radio-baliza, por si alguien
recibiera su señal. A la larga, el esfuerzo será inútil. No habrá nadie
escuchando. Su señal se apagará, y ni el vetusto lienzo ni el receptáculo
soportarán una temperatura cercana al cero absoluto (-273,15°C).
Lo preocupante es que quizás no haya que esperar tanto para ver
nuestro fin. Mucho antes de que el Sol llegue a su máximo tamaño como gigante
roja, y quizás antes de que dispongamos de la tecnología necesaria para
manipular un cuerpo de la nube de Oort, la vida en la Tierra habrá sufrido los
embates del aumento de temperatura y radiación provenientes de nuestra
estrella. El sistema que mantiene la Tierra como soporte de la biosfera es extremadamente
delicado, y tenemos datos suficientes como para prever su final dentro de 1.000
millones de años aproximadamente, cuando el efecto invernadero afecte, entre
otras, a formas de vida marinas (fitoplacton) generadoras de oxígeno y que
constituyen la base de la cadena alimenticia. El mar hervirá, perderemos
atmósfera, y sin la protección de la capa de ozono la radiación proveniente de
un sol caliente quemará toda la superficie. Sólo los extremófilos podrán
sobrevivir. Serán los últimos vestigios de vida. No parece haber alternativa ni
escapatoria a este desastre. Simplemente, la Tierra viene con fecha de caducidad, y es más
vulnerable de lo que creíamos.
Por si fuera poco, el propio planeta tiene activada una cuenta
atrás interna hacia su autodestrucción: el núcleo se solidifica, se enfría,
perdemos elementos radiactivos que mantienen el calor interno, y en unos miles
de millones de años desaparecerá el campo magnético que nos protege frente a un
viento solar cada vez más intenso. Y para este fenómeno me cuesta encontrar una
solución. ¿Qué escudo nos protegerá de un Sol más y más poderoso?
Para entonces, otro suceso llamará nuestra atención. El cielo
cambiará, y la noche traerá una visión de gran belleza. La enorme galaxia de
Andrómeda chocará con la Vía Láctea dentro de unos 3.000 millones de años; pero
en unos 1.500 millones se empezarán a manifestar los efectos del encuentro.
¿Qué sucederá? Es difícil de prever. Posiblemente no lo notemos, aunque cabe la
posibilidad de que la nube de Oort se vea afectada, y los planetas interiores
nos veamos bombardeados por multitud de cometas y asteroides de gran tamaño,
tantos que no podremos desviarlos todos. Será el fin, si no de la vida, sí de la
civilización.
Un detalle anecdótico: el Sol oscila en un movimiento vertical con
respecto al plano de la galaxia, por lo que periódicamente traspasa el plano de
la galaxia, un lugar donde se concentran nubes y material cósmico. Las (cinco)
extinciones masivas que la Tierra ha sufrido a lo largo de su historia ¿tienen
algo que ver con este tránsito? ¿Acaso algo altera la nube de Oort? No es
probable. La realidad es mucho más cruda y preocupante. No hace falta elucubrar
demasiado para llegar a la conclusión de que nuestro tiempo es limitado. De
hecho, puede que sea incluso mucho más corto de lo que creíamos. No han acabado
las malas noticias.
Dentro de sólo 1,5 millones de años (un suspiro en el registro
geológico) nos enfrentaremos a un encuentro fatal, que puede costarnos la misma
existencia: la estrella Gliese 710 se acerca. Quédese con este nombre. Podría
ser nuestra Némesis.
Gliese 710 es una enana naranja situada en la constelación de la serpiente, y se aproxima a nuestro sistema solar. Se espera que se acerque a sólo 1 año luz de distancia, lo cual no implica una colisión, pero sí una afectación importante en la nube de Oort, lo cual, como ya he dicho, podría suponer que nos viéramos bombardeados por enormes cometas provenientes de los confines del sistema solar. No hay consenso en la comunidad científica sobre la cantidad de cometas o asteroides que pudieran verse afectados, pero es, qué duda cabe, un riesgo para la vida en la Tierra.
Aunque es probable que, para entonces, la Tierra ya no albergue
vida, y sea un infierno candente similar a nuestro vecino Venus. A parecer, el
calentamiento de la Tierra, el conocido como "efecto invernadero",
nos depara un futuro cercano bastante sombrío.
A los humanos nos cuesta pensar con perspectiva. La satisfacción
inmediata de nuestras necesidades rige la toma de decisiones en todos los
ámbitos. El sistema límbico, las emociones, se imponen a la razón. Lo que
suceda dentro de cuatro siglos... simplemente,
no lo veremos. Tengo hambre ahora, es hoy que quiero quemar gasoil en mi
automóvil, encender mi aire acondicionado. Es por esto que muchos dirigentes se
muestran reacios a reducir las emisiones de gases nocivos para la atmósfera;
porque este gesto afectaría a sus tasas de crecimiento inmediato e implicaría
un sacrificio para sus electores. Y hay elecciones cada cuatro años.
Que la Tierra se calienta es un hecho. Ya lo ha hecho antes, del
mismo modo que se ha enfriado. Lo que preocupa es el ritmo al que se está
alterando el clima, y la verosimilitud que tiene la teoría de que los humanos
estamos acelerando este proceso. Si la Tierra no dispone de mecanismos para
contrarrestar este calentamiento a largo plazo (y así es), podemos llegar a un
punto sin retorno, y convertirnos en un infierno como Venus. Es algo más que
una posibilidad; comienza a ser una certeza. Observen el deshielo en la Antártida.
Preocupa no sólo la emisión de dióxido de carbono por la quema de
combustibles fósiles. Más grave incluso es la posibilidad de que las enormes
reservas de metano guardadas bajo el frío suelo de Siberia o en los fondos
marinos escape a la atmósfera. El metano es un enemigo al que conviene tener
miedo: su capacidad destructiva es enorme. Estamos jugando con fuego, y podemos
arder muy pronto.
Muy importante es la cuestión de la progresiva -y por el momento
imparable- acidificación del océano. El dióxido de carbono atmosférico se
disuelve, y al reaccionar con el agua crea ácido carbónico. ¿No han oído hablar
de la extinción de los arrecifes de coral? La causa la encontramos en esta
acidificación. Pero más preocupante es el efecto del ácido sobre las conchas de
innumerables animales, incluidos subórdenes del zooplancton como los
cladóceros, o el krill, animales todos diminutos pero que conforman la base de
la cadena alimenticia de los mares. Estamos hablando de romper los (débiles)
eslabones de la red trófica. Si el mar se muere fallece el planeta. Así de
claro.
Así de simple.
Así de simple.
Por cierto, la mayor extinción acaecida jamás en nuestro planeta,
que acabó con la vida del 95% de las especies, se debió, fundamentalmente, a la
acidificación de los océanos.
Pero, cabría preguntarse... más allá de estas funestas previsiones
a largo plazo, ¿podría extinguirse la vida mañana? ¿Algo podría causar el
derrumbe de la civilización en el transcurso de unos pocos meses?
El único suceso inmediato capaz de acabar con la vida en la Tierra
en un solo instante es, hasta donde tengo conocimiento, una emisión súbita de rayos gamma, el
suceso cósmico más poderoso del que tengamos noticia. ¿Podría suceder? No lo
sabemos. Ni siquiera estamos seguros de lo que lo produce. ¿Ha sucedido antes?
Sospechamos que sí; algunos estudios (no concluyentes) relacionan la extinción
masiva del Ordovídico/Silúrico, hace 450 millones de años, con una emisión
súbita de rayos gamma. En todo caso, no habría un aviso previo ni nada que
pudiéramos hacer para evitarlo. La radiación rompería por fotolisis los enlaces
químicos del nitrógeno, creando óxido de nitrógeno, un poderoso destructor de
ozono. Sería el fin, al menos de nuestra civilización.
Sí sabemos que, conocidas y estudiadas las estrellas de nuestro
entorno, no es previsible la explosión de una supernova lo bastante cercana
como para afectarnos. No todo van a ser malas noticias.
¿Hay algún otro peligro latente acechando fuera? El más
significativo (y altamente probable) es el choque con un asteroide. Hay una
teoría que relaciona la desaparición de la cultura Clovis en Norteamérica por
el choque con un cometa hace unos 13.000 años (teoría que en absoluto está
demostrada); pero basta el choque de un cuerpo de sólo 20 metros de diámetro
para que megaciudades como Buenos Aires o México D.F. resulten devastadas y se
produzcan millones de muertes. En el verano de 1908 una roca de 30 metros
explosionó a diez kilómetros de altura, arrasando 2.000 kilómetros cuadrados de
Siberia, y derribando 80 millones de árboles. Y el problema es que muchos de
estos cuerpos de unos cuantos metros se avistan sólo unas semanas antes de
producirse el posible impacto. No habría tiempo de respuesta. ¿Imaginan las
consecuencias de que un asteroide de este tamaño se estrellara cerca de una
central nuclear? Esto es extremadamente improbable, pero nada es imposible.
Porque los asteroides se acercan, y lo hacen por miles. Por
ejemplo, el 15 de febrero de 2013, a las 18:27 hora española, una roca de 44
metros de diámetro, llamada DA14, "rozó" la Tierra a una distancia
de sólo 30.000 kilómetros. Es decir, estuvo más cerca que los satélites de
órbita geoestacionaria, que orbitan a 36.000 kilómetros de altitud. No es algo
excepcional. El 1 de abril de 2012 un asteroide de 60 metros (el doble del
objeto que impactó en 1908) pasó cerca de la Tierra, a la mitad de la distancia
que nos separa de la Luna.
Sin embargo, para acabar con la vida en la Tierra, o con nuestra
especie, haría falta un impacto mucho mayor, y supongo que dispondríamos de
tiempo para evitarlo. De hecho, hay un asteroide, el Apofis, al que estamos
observando con detenimiento.
Hace 65 millones de años, en el Cretácico, un cometa de 10
kilómetros de diámetro impactó contra la península de Yucatán, en México,
generando un cráter de 180 kilómetros de diámetro. Para que entienda la
magnitud del choque, la energía liberada corresponde a la bomba atómica más
potente jamás detonada multiplicada por dos millones. ¿Se lo imaginan? El
planeta entero ardió, y nada vivo con un peso superior a los 20 kilos
sobrevivió. Se extinguieron los dinosaurios, y los mamíferos ocupamos su lugar
como clado dominante.
Por cierto, una curiosidad: si alguien piensa en Marte como alternativa a la Tierra, es conveniente que sepa que el satélite Fobos, de 26 kilómetros de diámetro, caerá sobre el planeta rojo dentro de 40 millones de años. Convendrá estar lejos cuando esto suceda.
Por cierto, una curiosidad: si alguien piensa en Marte como alternativa a la Tierra, es conveniente que sepa que el satélite Fobos, de 26 kilómetros de diámetro, caerá sobre el planeta rojo dentro de 40 millones de años. Convendrá estar lejos cuando esto suceda.
Por cierto. ¿Saben algo sobre el “Evento del Mediterráneo
Oriental?. El 6 de Junio de 2002 (hace dos días) un pequeño asteroide de 10 metros de diámetro
estalló entre Libia y Creta, con una energía equivalente a dos bombas atómicas
como las detonadas sobre Hiroshima. Recuerden este dato, luego volveré a
citarlo.
Pero, ¿y la misma Tierra? ¿Esconde algún peligro que ponga en
peligro nuestra civilización?
En efecto, hay un peligro latente: el estallido de un supervolcán.
Un supervolcán es una zona situada sobre una pluma convectiva del manto en la que el magma se agrupa formando un enorme depósito en forma de seta. Hace 27 millones de años explosionó el supervolcan de la Garita, situado en las Montañas de San Juan, en el corazón de las Montañas Rocosas. Un cráter de 75 Km de largo por 35 Km de ancho expulsó 5.000 Km³ de sedimentos y ceniza a la atmósfera, con una fuerza nunca vista. Imaginen que explosionaran 1.000 bombas de Hiroshima por segundo: hablamos de un desastre que cambió el clima del planeta y provocó extinciones masivas. Hubo otras grandes erupciones en las trampas de Deccan en la India, en las trampas siberianas de Rusia y, en tiempos recientes (hace 70.000 años), en el lago Toba. Esta última erupción casi destruye a la raza humana. Escapamos por muy poco del exterminio total.
La pregunta es, ¿Existe algún supervolcán cuya actividad preocupe
en este preciso momento?
Hace unos meses hablamos del supervolcán del parque nacional de Yellowstone, que se está
desperezando. Su última erupción fue hace 600.000 años, y generó un cráter de
70 kilómetros de diámetro. Hace 2,2 millones de años Yellowstone expulsó 2.500
Km³ de cenizas. Si estallara un monstruo de esta envergadura, ¿cuáles serían
las consecuencias en una sociedad tecnológica?
En el año 2009 la BBC pidió consejo al prestigioso Instituto Max
Planck de Hamburgo. Pretendían conocer
las consecuencias para nuestra civilización de una erupción tan catastrófica.
El informe es terrorífico: la devastación en los EEUU sería inimaginable; perdería toda la cosecha de cereales de sus
fértiles llanuras, y se verían afectadas ciudades importantes. Habría muchos
miles de muertos en las primeras fases. Pero lo peor estaría por venir: el
hambre y el miedo.
Las cenizas afectarían de hecho a las cosechas del planeta entero,
y el ganado moriría por la falta de pasto; no podrían volar aviones ni
helicópteros, y las comunicaciones vía satélite se interrumpirían. Las
revoluciones sociales por hambruna y desesperación destrozarían el orden social
en multitud de lugares. Tres semanas después de la erupción, el sulfuro
liberado crearía una capa que impedirá el paso de la luz solar. Nos
enfrentaríamos a un invierno nuclear; a una pequeña edad de hielo con un
repentino desplome de las temperaturas. Al desgobierno.
No creo que nuestra civilización sobreviviera fácilmente a un caos
de esta magnitud. Habría asaltos a supermercados, una lucha feroz por el agua
potable, comida y combustible. Millones de seres humanos, habitantes pacíficos
de grandes ciudades, lucharían por su supervivencia en un entorno hasta el
momento desconocido. ¿A qué estaría dispuesto si su hijo pasara hambre? El
sureste asiático, una de las zonas más pobladas del mundo, vería desaparecer
las lluvias del Monzón ¿Cómo superaría la humanidad un escenario tan terrible?
Pero debemos ser rigurosos, no catastrofistas. Las posibilidades
de que Yellowstone estalle en los próximos 1.0000 años es remota; y debido a su
peligrosidad es el volcán más vigilado del mundo. Me cuesta creer en una
erupción repentina y sin aviso previo. Espero que cuando se produzca (porque se
producirá) habremos tomado las medidas oportunas para garantizar la
supervivencia de nuestra sociedad (a nivel global, no sólo local).
Necesitaremos, eso sí, tiempo y generosidad.
Un riesgo para la supervivencia de nuestra especie toma otra forma
distinta; la de una pandemia. Enfermedades como la peste negra exterminaron a
uno de cada cuatro habitantes de la Europa del siglo XIV. Sin embargo, es
difícil considerar la probabilidad de que, a día de hoy, una infección
generalizada pueda poner en riesgo tanto a nuestra especie como a nuestro orden
social. Los mecanismos de prevención y alerta de la OMS y los avances en
medicina juegan a nuestro favor. Un brote de gripe puede causar millones de
muertes, pero no significaría una extinción ni el caos. Entonces, ¿qué única
posibilidad de desastre epidemiológico se me ocurre? El que un país esté
investigando con cepas nuevas diseñadas en laboratorios militares secretos;
hablo de un pandemónium con una mortalidad del 100% y sin posibilidad de cura.
Pero eso es imposible. Nadie sería tan loco como para jugar con algo así ¿O
acaso sí?
Hay un riesgo para nuestro futuro que procede de la contaminación.
El uso de fertilizantes químicos, productos en la industria del tinte o la explotación
indiscriminada de recursos mineros altamente contaminantes puede poner en
peligro ecosistemas enteros. Y hay un ejemplo concreto: el de las abejas.
Usted escribe la palabra "desaparición" en Google, y le
propone una primera entrada: "desaparición dinosaurios". Pero
inmediatamente después aparece la entrada "desaparición abejas" ¿Por
qué? ¿Qué hace de este tema algo tan importante?
El 10 de marzo de 2011 el "Programa de Naciones Unidas para
el Medio Ambiente" (PNUMA) aseguró en un informe que la desaparición de
las abejas era un problema global que ponía en peligro la polinización de los
cultivos, algo esencial para la alimentación de la humanidad. En algunos
lugares, como determinadas zonas de las EEUU, las abejas salvajes han
desaparecido por completo, y en las colmenas de todo el mundo se observa una
mortandad superior al 50%. El mes pasado dos equipos de investigadores
descubrieron que tal suceso se debía a un tipo de pesticidas, conocidos como
neonicotinoides, que empezaron a usarse en la década de los 90, y que hoy en
día se encuentran entre los más utilizados. Einstein dijo en una ocasión que
"si desaparecieran las abejas, al hombre le quedarían cuatro años de
vida". Es aterrador, pero cierto. Nada puede sustituir a las abejas como
elemento polinizador.
Termino. Ninguno de los acontecimientos objeto de estudio en este
artículo prevén una extinción inmediata de la raza humana. Sólo un factor puede
acabar con la vida en la Tierra mañana mismo.
La estupidez.
Hemos dominado el átomo, y tenemos un armamento nuclear almacenado
que nos hace capaces de destruir varias veces la vida en la Tierra. Sólo un
necio de categoría utilizaría la bomba atómica indiscriminadamente sobre un
enemigo que pudiera responder con un contraataque atómico. Esta cadena de
acción y respuesta conduce a un callejón sin salida, en el que nadie gana. Por
tanto, es impensable que el ser humano sea tan estúpido como para destruirse a
sí mismo. ¿Cierto?
Pero me preocupa, y mucho, la estupidez humana. Me preocupa el
fanatismo, el error humano, la estulticia de los iluminados.
El gran riesgo para la vida en la Tierra, junto con el cambio
climático, proviene del mismo hombre. De las miles de ojivas nucleares
almacenadas. De los intentos por hacerse con la bomba atómica.
¿Recuerdan el “Evento del Mediterráneo Oriental? El impacto del
asteroide se encuentra en la misma latitud que Cachemira, una zona en disputa
entre India y Pakistán, dos países con armamento nuclear y que en ese momento
se encontraban en estado de alerta. En opinión del general norteamericano Simon
Worden, Si el impacto se hubiera retrasado un poco, se habría confundido con un ataque nuclear, lo que hubiera
ocasionado el inicio de una guerra nuclear entre ambos países.
El año 2006 nos salvamos por tres horas de una guerra atómica. ¿No les produce escalofríos?
El humano; un mamífero que posee el poder destructivo de un dios.
Lo cual no es una buena noticia.
En absoluto.
Antonio Carrillo
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