El
pasado 28 de febrero José Antonio Marina publica en el diario El Mundo un artículo
sobre Stéphane Hessel, autor de los libros "Indignaos" y
"Comprometeos". Marina comenta que, si bien es difícil no sentir
simpatía por el mensaje de protesta, echaba de menos que aportara alguna
respuesta. El filósofo español afirma que con nobles emociones y consignas
atractivas no es suficiente para avanzar, "porque en este momento nos faltan ideas para resolver los problemas que
tenemos". De hecho, dice que los movimientos antiglobalización que han
ocupado plazas y calles los últimos años "tuvieron un primer instante de éxito y luego se diluyeron", hasta
acabar empantanándose en métodos asamblearios que no llegaron realmente a fructificar
en nada provechoso.
En
líneas generales, y lamentándolo mucho, estoy de acuerdo con Marina. No será fácil, ni breve, profundizar en
este fenómeno de los movimientos de protesta antisistema que intentan cambiar las
estructuras sociales desde enunciados pasionales y utópicos. Además, puede que
mucho de lo que afirme resulte polémico. Lo asumo. No será la primera vez. Tan
sólo ruego un poco de paciencia. La cuestión exige y merece de un análisis en
profundidad. No es posible constreñirlo a 500 palabras.
Comencemos: con
la civilización, con el neolítico más bien, los humanos nos agrupamos en
comunidades cada vez más grandes y complejas, y nació la división de tareas, la
jerarquización social y el ejercicio del poder. Desde entonces, siempre ha
habido y habrá dirigentes y dirigidos, autoridad y pueblo llano, gobernantes y
gobernados. Las conquistas sociales tienen entonces como finalidad establecer
límites al ejercicio del este poder, de tal manera que todos, incluso (y especialmente) los más
poderosos, se sometan el impero de la Ley, respondan por sus abusos y tengan
que rendir cuentas periódicamente ante la ciudadanía, depositaria última de la
soberanía. En este proceso de democratización y defensa de la legalidad hemos
avanzado, y mucho, en cuestiones tan básicas como la protección de los más desfavorecidos, la igualdad
de género o la abolición de la esclavitud.
Pero,
por mucho que hayamos mejorado, estamos todavía lejos de habitar un mundo
igualitario y solidario. La distribución de la riqueza, tanto a nivel
planetario como nacional, es un problema acuciante: unos pocos derrochan bienes
y servicios mientras una mayoría pasa necesidad. En época de crisis esta
realidad incuestionable cobra fuerza; se agranda hasta el absurdo la distancia
que separa una élite de la masa anónima, pero enorme,
que carece de lo más básico; como trabajo o vivienda.
Hay,
por consiguiente, motivos sobrados para la indignación. La historia humana ha sido testigo de múltiples movimientos de protesta que intentaron cambiar un status quo impuesto por una oligarquía todopoderosa.
Sin estos procesos revolucionarios no hubiese sido posible la caída de los
estados totalitarios, la mujer no hubiese conseguido su derecho al voto ni se hubiese abolido la esclavitud. Pero no basta. Es preciso
perseverar en este empuje de indignación que tiene como meta la conquista de derechos
fundamentales; incluso en el seno de democracias
occidentales somos testigos hoy día de injusticias flagrantes, y en sus calles se discuten avances sociales que
creímos consolidados. Que les pregunten a los jóvenes, a los parados, a los
discapacitados.
Y,
sin embargo, y por muy mal que estén las cosas, la experiencia nos demuestra que es raro que fructifique cualquier
movimiento de protesta ciudadana, hasta el punto de
provocar cambios estructurales. En general, tanto esfuerzo, tanta movilización, suele quedar
en nada. Los impulsos de cambio, frenéticos en un principio, se atemperan y
reconducen con el tiempo, hasta caer en un olvido que sólo conserva un eco de
romanticismo y añoranza. Unos pocos protagonistas quedan aparcados en cunetas coloristas
repletas de mensajes de paz y amor, bienintencionados y estériles, mientras la
mayoría vuelve (volvemos) al redil de las aulas, hipotecas y oficinas.
Esta
es la clave que intento dilucidar: ¿por qué es tan complicado movilizar la calle en una protesta generalizada,
constante y fértil? Motivos hay, lo hemos dicho. Si los que protestan tienen
razón ¿cómo se explica que no prosperen las propuestas de regeneración? ¿Qué
fuerza actúa en contra?
Lo
primero que conviene recordar es lo difícil que resulta luchar contra el sistema. La mayoría de la población
sabe (o malinterpreta) de la realidad lo que la pantalla de televisión les
muestra. Si el poder domina los medios de comunicación, lo más probable es que
el mensaje no cale en una ciudadanía "dis-traída"
de lo que está pasando en la calle. Hay una excepción reciente: los movimientos de protesta contra los desahucios, que sí están teniendo éxito, y una fuerte repercusión mediática. Veremos el porqué.
Lo
segundo, vivimos en grandes núcleos de población que imposibilitan el método
asambleario. Lo que en la Atenas de Pericles o en un Catón suizo resulta
factible, dar voz a todos, en una ciudad como Madrid o Buenos Aires resulta
una entelequia. No se puede escuchar a todos, porque somos demasiados. El sistema
representativo adolece de serios defectos, pero es el único que permite una
virtualidad eficaz y real del ejercicio de la soberanía popular. Por desgracia este
sistema, el menos malo, está en manos de una plutocracia feroz, representada
por una clase política profesionalizada.
Es
desalentador decirlo, pero nuestra democracia se pudre desde dentro afectada por la voracidad de sus parásitos. Los partidos son organizaciones cerradas y sujetas a una disciplina
casi dictatorial. Los cristales opacos y blindados de los coches oficiales atenúan la voz
de la calle. Ni los vemos ni nos oyen, salvo en campaña electoral.
Por consiguiente, lo inteligente es luchar, pero para cambiar el sistema, no para destruirlo. Las ONG, por ejemplo, realizan una labor encomiable desde estructuras regladas y sometidas a control presupuestario. Además, sus intenciones se focalizan en objetivos concretos: ayuda médica, proyectos de desarrollo agrario, protección de Derechos Fundamentales, etc.
Pero su acción
no basta. Siguen mandando los mismos de siempre, que manejan a su antojo dineros, prebendas y subvenciones. Se dan por aludidos únicamente cuando la protesta ciudadana cobra verdadera fuerza, como en el caso de los desahucios; un movimiento que responde a una sola problemática y que ha resistido la tentación de diluirse en pretensiones de revolución o cambio social. Sus activistas se han centrado en las hipotecas con cláusulas abusivas o en la dación en pago. Emprenden acciones concretas de paralización de desahucios, deslocalizadas todo a lo largo del país y con un fortísimo respaldo social, con una masiva recopilación de firmas que ha provocado cambios legislativos en el Congreso de los Diputados.
La pregunta es: ¿por qué, sin embargo, el movimiento del 15 M, más ambicioso en sus propósitos, se ha diluído, si sus pretensiones eran justas y razonables? ¿por qué la ciudadanía no respondemos agrupados en aceras y plazas, que al fin y al cabo nos pertenecen, ante la injusticia, la desigualdad y la corrupción?
¿Por qué no nos unimos en una misma voz cuando se trata de cambiar el sistema? ¿Por qué nos cuesta tanto llegar a
consensos?
Para responder a esta pregunta debemos profundizar en el estudio del
sujeto humano
Empezaremos por lo básico: somos muy distintos. Cada individuo es un universo en sí mismo, insustituible.
Es imposible encontrar dos mentes iguales; ni tan siquiera similares. ¿Cómo
grabamos y asimilamos desde niños los estímulos que recibimos del exterior?
¿Cómo se fabrica una personalidad inimitable? El psicoanálisis iluminó esas zonas del “yo
profundo”, pero lo hizo empleando unos términos abstractos (“ello”, “yo”, “superyó”) de difícil comprensión. Por ello, propongo que apliquemos un método más amable: el análisis conciliatorio; mucho
menos vago en sus definiciones y útil para aplicarlo en el estudio de las
transacciones o comunicaciones.
En
definitiva: vamos a la raíz del problema; al sujeto como elemento constitutivo
de cualquier organismo social.
El análisis conciliatorio (o transaccional), creado
por Eric Berne hacia 1957, a grandes trazos parte de la idea de que el cerebro capta, graba y
almacena las experiencias que tenemos durante los primeros años de vida, y los
sentimientos asociados a esas experiencias; de modo que cuando una experiencia
en edad adulta nos evoca la experiencia que sufrimos de niños, ésta viene
acompañada del sentimiento correspondiente. El recuerdo permanece grabado en
nuestra memoria, aun cuando no seamos capaces de recordarlo, y permanece latente
en nuestro subconsciente. Estas grabaciones se fijan en tres “zonas” distintas
de nuestra personalidad, y son esos tres lugares los que hacen que a menudo nos
comportemos de manera dispar: a veces asoma nuestro sentido de la rectitud y
del deber, y nuestro comportamiento refleja las enseñanzas de un padre que llevamos dentro;
en otras ocasiones más parecemos niños pequeños, curiosos y apasionados; y, por último, también
nos comportamos de una manera objetiva y analítica, como si de un ordenador se
tratara.
A estos tres
elementos que conforman nuestra personalidad los llamaremos el “Padre”, el “Niño” y el
“Adulto”; son respuestas adaptativas que surgen de las experiencias
vitales grabadas los primeros cinco años de
vida, y normalmente en su estudio se representan con círculos.
Pasemos a analizar estas definiciones:
El padre: Durante los cinco primeros
años de vida grabamos todo un concepto de la vida trufado de enseñanzas y proveniente de los padres. Se nos dice lo que
está bien y mal, se nos regaña cuando hacemos algo peligroso, y toda esa
información, esa corriente de valores, la grabamos sin que pase por el tamiz de
nuestra propia censura; dependemos de nuestros padres en todo, somos
conscientes de que no podemos vivir sin ellos y, por tanto, no estamos en
disposición de enfrentarnos, ni de poner en duda lo que se nos dice. Grabamos
estas enseñanzas como reglas y verdades
que nos servirán en el futuro para sobrevivir tanto en lo físico (no metas
jamás los dedos en el enchufe) como en lo social (trabaja duro y llegarás a ser
alguien). En el “Padre” radica la moral, como la consecuencia más importante de
la interrelación “Padre” y “Adulto”.
El niño: En el “Niño”, grabamos lo
que sentimos en respuesta a lo que percibimos durante los primeros años de
nuestra vida. En el “Niño” encontramos la creatividad, el deseo, la curiosidad
o los sentimientos placenteros; pero también un permanente sentimiento de estar mal. Cargamos con infinidad de
exigencias y necesidades que no entendemos, y buscamos siempre la aprobación de
nuestros padres, de aquellos de quienes dependemos. Necesitamos las caricias
para sentirnos bien, pero a menudo éstas se nos niegan sin que sepamos muy bien
por qué. No tenemos las riendas de nuestra vida, hay algo mal en nosotros.
El Adulto: A partir de los diez
meses, el niño comienza a moverse por sí
solo y empieza a investigar los objetos, advierte que puede hacer cosas por decisión propia, y
acumula y graba una serie de datos por sí mismo. El “Adulto” es como un
ordenador que analiza las informaciones que tenemos en el “Padre” y en el
“Niño”, las ordena y archiva sobre la base de la experiencia que vamos
adquiriendo. Examinamos así los principios que nos vienen del “Padre”, vemos si
están o no vigentes, y de igual manera estudiamos si los sentimientos que nos
vienen de nuestro “Niño” son adecuados al presente. Elaboramos no un “concepto enseñado” de la vida” o un “concepto sentido” de la vida, sino un “concepto pensado” de la vida. Si el “Padre” y el “Niño” se asientan
fundamentalmente en el cerebro emocional, el “Adulto” se encuentra situado en
estadios más superiores, como los lóbulos frontales.
¿Qué primer análisis podemos hacer ahora que conocemos estas tres zonas de nuestra
personalidad? Ya dijimos que desde sus primeros días el niño llega a la
conclusión de que no está bien, y de
que sus padres, esos seres enormes de los que depende en todo, sí están bien.
El origen de la
posición inicial "yo estoy mal – tú estás bien"
puede explicarse desde la experiencia traumática del parto. El niño cuando nace
tiene activas las funciones cerebrales esenciales, controladas por el Puente de
Varolio y el bulbo raquídeo; es capaz de ver, oír, oler, sentir dolor o
interactuar por el tacto. Percibe los estímulos externos no sólo en su forma
consciente, sino también – y fundamentalmente – en su subconsciente. Un órgano
receptor fabuloso, capaz de recibir 109 bits de información por
segundo, pasa por la experiencia horrible del nacimiento: tras meses de vida y
bienestar en el seno materno nos vemos bruscamente agredidos por violentas
contracciones que nos empujan por un estrecho canal hacia la luz. (Una
experiencia que se repite, según parece, en el otro momento crucial, la muerte,
lo que posiblemente prueba hasta qué punto tenemos
impreso en el subconsciente el trauma del nacimiento). Todo ello resulta una
excelente preparación para afrontar lo que nos espera: la amarga experiencia de
vivir.
El niño moriría sin el afecto; necesita no sólo el alimento, sino también
las caricias para darle un sentido a la vida, a “la lucha por vivir”. Por
ejemplo, está demostrado que las carencias afectivas producen un retraso en el
crecimiento del bebé. A menudo esta situación de búsqueda compulsiva de
caricias sigue gobernando la personalidad en la edad adulta. Son personas que
buscan el reconocimiento de los demás, necesitan continuamente la aprobación de
sus amigos o conocidos, y siempre se muestran prestos en complacer cualquier
demanda. Es el ejemplo del compañero de trabajo siempre dispuesto a hacer el
café, aunque sea el turno de otro. Su “Padre” le dicta lo que debe hacer para
recibir las caricias, y siempre estará bajo el gobierno del “Padre” de los
otros, en una carrera por la felicidad en la que no existe meta ni victoria,
porque independientemente de lo que haga siempre mantendrá esa posición inicial
de "yo estoy mal - tú estás bien". Su
felicidad no depende de ellos mismos, sino de los demás.
Esta es una primera
enseñanza que podemos extrapolar de lo visto hasta ahora: la necesidad de
afecto puede secuestrar nuestra libertad si no sabemos madurar emocionalmente.
Esta actitud inicial
de "yo estoy mal - tú estás bien" nos acompaña durante el primer año,
pero su evolución dependerá de cómo nos interrelacionemos con los demás. O bien puede mantenerse el resto de la vida, o derivar a la de "yo estoy mal - tú estás mal".
En ocasiones sucede que, a veces, a partir del primer año, cuando el niño comienza a
andar, las caricias cesan; el niño ya no es un bebé, y una madre
excesivamente fría entiende que su hijo no necesita
tantas caricias; al contrario, aumenta los castigos. Se trata de no malcriarlo.
Hablamos de un período del
crecimiento cerebral en el que se establecen las conexiones entre el córtex
prefrontal y el sistema límbico, responsables de regular la ansiedad; unas
conexiones que responden a condicionantes externos para realizarse correctamente, y
que acabarán por completarse hacia los 24 años. Ante la falta de caricias, la vida
apenas si le ofrece al niño algún consuelo; con la ternura se pierde la
motivación fundamental por la que vivir. En consecuencia, a menudo el “Adulto” cesa en su desarrollo,
y no aparece en las relaciones con los demás. Aunque puedan surgir las caricias
con posterioridad, la posición está firmemente asentada, y normalmente las
rechazará. Estas personas suelen vivir recluidas en sí mismas, con un deseo
vago de volver a ese primer año de vida en el que, por ser un niño pequeño, sí
recibió caricias.
La situación más terrible puede ser la de "yo estoy bien - tú estás mal". Un
niño que sufre malos tratos se adapta y asimila esta posición; es su manera de salvarse,
de encontrar un sentido a la sinrazón del maltrato. El niño se acostumbra a
acariciarse a sí mismo, ha aprendido a sobrevivir, y a medida que crece
devuelve los golpes que ha recibido. Siempre será culpa de los otros lo que pasa; él está bien,
no el resto del mundo. Al no haber personas que estén bien, al no haber
personas buenas, las caricias no tienen sentido. Este ser desvalido sólo recuerda las caricias que
tuvo que darse él mismo tras una paliza.
Piénselo; muchos psicópatas y
maltratadores sufrieron malos tratos en su niñez.
La primera posición es relativamente frecuente, y se manifiesta en forma de
“complejo de inferioridad”; las dos últimas no tanto; pero tienen en común que
se adoptaron a una edad muy temprana, de una forma inconsciente. Una cuarta,
sin embargo, nace de nuestro cerebro racional, de buscar un “Adulto”
emancipado, de haber recuperado la libertad de opción, y elegir la posición yo estoy bien - tú estás bien.
Conociendo la existencia de nuestros “Padre”, “Adulto” y “Niño”, podemos pasar
a separarlos y a ponerlos en orden. Luego miraremos hacia afuera, y sólo
entonces estaremos en disposición de entender que todos tenemos un “Padre”, un
“Adulto” y un “Niño”, que todos hemos pasado por el yo estoy mal - tú estás bien, que a veces hablamos con el “Niño”, y
otras con el “Adulto”.
El ideal es tener las tres partes separadas y diferenciadas, y contar así
con un Adulto emancipado. Pero a menudo se produce una contaminación del Adulto.
Por ejemplo, el
“Adulto” puede estar contaminado por un “Padre” muy grande, cuyas enseñanzas pemanecen fijadas en nuestra psique sin haber
sido sometidas a la crítica, al tamiz, de nuestro “Adulto”. Son los prejuicios, que se graban en una primera
infancia como verdades incontestables. Un “Adulto” libre de la contaminación
del “Padre” se ocupa de analizar esas enseñanzas primeras desde una nueva
perspectiva: la de nuestra razón; pero
si el “Padre” es tan grande que contamina al Adulto, las enseñanzas se graban
en su forma original, y no hay posibilidad de
cambiarlas utilizando la razón. A una persona con prejuicios siempre se le acabarán los
razonamientos lógicos que sustentan sus ideas; “simplemente, es así como veo yo este asunto”. Su “Adulto”,
contaminado, no tiene respuesta, más que las estereotipadas del tipo “los
gitanos son poco fiables”, “los negros son menos inteligentes” o “un homosexual
es un vicioso”.
Es preciso insistir en que todos tenemos un “Padre”, un
“Adulto” y un “Niño”. Los tres son importantes y necesarios, y los empleamos a
lo largo de nuestra vida en esa experiencia difícil que es relacionarnos con
los demás y con nosotros mismos. Recordemos que el “Adulto” se desarrolla más
tarde y que es importante fortalecerlo. El único camino que tenemos para que
nuestro “Adulto” evolucione y crezca consiste en conocer las señales del
“Padre” y del “Niño”. Debemos atender a nuestro diálogo interno, a cuándo es
nuestro “Niño” el que se queja, o nuestro “Padre” el que regaña. Un diálogo
interno que se produce incansablemente a lo largo de nuestra vida. En esta
labor de escucha uno puede llegar a la conclusión de que posee un “Padre”
demasiado grande, que ahoga al “Adulto”; o quizás nuestro “Niño”, sumiso, nos
llega con una voz apagada y débil, no es un “Niño” liberado, curioso y creativo. Cuando hacemos el ejercicio de
distinguir entre el “Padre” y el “Niño”, ejercitamos el “Adulto”.
Todo lo anterior tiene implicaciones pragmáticas para el
tema objeto de este artículo. Un somero análisis de la realidad social
denota una preocupante falta de desarrollo del “Adulto”, con la
consecuencia de que es el estado el que asume el rol de “Adulto”, y nos dice
– por medios indirectos – qué, cómo y cuándo pensar. El mundo del pensamiento
único y de lo políticamente correcto es el mundo de un estado paternalista.
Pero este “Adulto exógeno”, una especie de “Adulto prestado”, se ve
empequeñecido en su distancia por la fuerza de las emociones que bullen en el
interior.
Es importante, en definitiva, saber convivir con nuestras
emociones, fuertemente arraigadas en nuestra personalidad.
Pero, además, al volvernos sensibles (conscientes de la existencia) de nuestro propio
“Niño”, nos volvemos también sensibles a los “Niños” de los demás. Y aquí
tenemos una clave: podemos temer al “Padre” que hay en nuestros semejantes,
pero, en cambio, podemos promover la empatía con su “Niño”, y nuestro “Adulto”,
entrenado en el Análisis Conciliatorio, es capaz de despertar y alimentar el
“Niño” que hay en los otros. Porque siempre hay un “Niño” (a menudo asustado)
en los demás: «todo hombre tiene horas de
niño, y desgraciado el que no las tenga», decía Menéndez Pelayo. Algo
parecido debió percibir la niña judía de 15 años Ana Frank cuando, poco antes
de ser descubierta por los nazis y ser asesinada en el campo de concentración
de Bergen – Belsen, escribió en su diario: «a
pesar de todo, creo que la gente es realmente buena en su corazón». Los que
la leemos desde un futuro más esperanzador, tenemos la responsabilidad, la
exigencia moral, de buscar esa bondad en el “Niño” de nuestros semejantes.
Por desgracia, nuestra sensibilidad, ahora educada en el análisis
conciliatorio, nos descubre a muchas personas que conviven con un “Padre”
desmesurado, que ha contaminado al “Adulto” y ha acallado al “Niño”, lo ha
vuelto sumiso.
Finalmente, percibimos avergonzados que hemos construido
una sociedad que ahoga el “Niño” que todos llevamos dentro. Una sociedad que
antepone los valores de eficacia y disciplina sobre los de empatía y amistad.
Una sociedad de “Adultos” emocionalmente analfabetos. Una sociedad fría.
Los años 60, o en los últimos años de protesta
ciudadana, vivimos una convulsión de “Niños” que pretendían expresarse libres
de “Padres” y “Adultos”. De autoridad. Pero el “Niño” es egoísta por
naturaleza: busca las caricias, pero no es capaz de acariciar. En este universo
de “Niños” utópicos y felices nadie (o muy pocos) estaba dispuesto a dar, sólo
a recibir. Pero lo cierto es que resulta necesario tener un “Padre” cerca. Tan
cerca como en uno mismo.
Este estudio desde el análisis Transaccional resulta
muy útil, porque puede utilizarse para representar gráficamente las
transacciones entre individuos, lo cual nos permite desentrañar mejor la raíz
del problema.
A
menudo hablamos con nuestro Padre y regañamos, nos quejamos o dejamos bien
asentada nuestra opinión. En ocasiones es el Niño el que habla y con él los
sentimientos o la creatividad. También el Adulto puede monopolizar la
conversación. Cada parte atesora un vocabulario propio, una forma de expresarse
y unos gestos característicos. Por ejemplo, en la transacción (la
comunicación):
Adulto
A (A) - ¿Has visto si tenemos provisiones para todos?
Adulto
B (B) - Sí, lo he hecho.
Su representación gráfica sería:
En ella, mi Adulto ha solicitado una información al
Adulto de la otra persona, que a su vez me ha respondido adecuadamente. En el
ejemplo:
(A) ¡Habría que acabar con los políticos!
(B) ¡Con todos ellos. Son todos unos chorizos!
Está claro: son los dos Padres los que mantienen la
transacción:
Una transacción que no tiene por qué ser horizontal.
Pueden ofrecerse múltiples ejemplos de transacciones paralelas y oblicuas. Por
ejemplo:
(A) No creo que sea capaz de aprobar nunca este curso.
(B) ¡Claro
que sí! ¡No tienes que estar preocupado!
En
este caso el emisor ha comenzado la Transacción desde su Niño preocupado, y
buscando consuelo en el Padre del emisor, que le ha sabido responder al
objetivo emocional de búsqueda de apoyo:
Estas
transacciones obedecen a lo que se conoce como la “Primera Ley del Análisis Transaccional”:
Si la
transacción es paralela puede durar indefinidamente.
Sin
embargo, a menudo las transacciones no son paralelas. En efecto, puede suceder
que el receptor dé una respuesta desde una parte de la personalidad distinta a
la que iba dirigido el primer mensaje. Por ejemplo, puede responder con el
Padre cuando era el Adulto el destinatario del mensaje, como en el ejemplo:
(A)
¿Has inspeccionado el estado
de las provisiones?
(B)
!Sí, porque si tengo que esperar a que lo hagas tú!
La
primera emisión procedía del Adulto y tenía como objetivo el Adulto del
receptor. Sin embargo, la respuesta que completa la transacción tiene un
objetivo distinto, puesto que en ella el Padre del receptor tiene como objetivo
regañar al Niño del emisor.
En este
punto, la transacción, tal y como fue planteada al principio por el emisor, se
ha cortado. La segunda Ley dice que si
las transacciones se cruzan la comunicación se detiene, deviene imposible.
El
transmisor tiene entonces dos opciones:
§ Insistir en que la transacción
sea paralela de Adulto a Adulto, con lo que volverá a intentarlo de nuevo. Esto
supone un riesgo, ya que no ha satisfecho las exigencias emocionales que el
receptor le ha enviado; es decir, no ha respondido con el destinatario de la
segunda transacción: su Niño. De nuevo las transacciones se cruzan, y la
comunicación no es posible.
(C)
!Sí, porque si tengo que esperar a que lo hagas tú!
(A) Disculpa, pero creo que era tu responsabilidad. Así lo acordamos en la
asamblea. Si no es así, te pido perdón; y conviene que lo aclaremos para que no
surjan más malentendidos.
§ Puede también reaccionar a la
transacción propuesta contestando con su Niño, arrepentido por la regañina; y
entonces la comunicación puede continuar adoptando la forma siguiente:
o (B) ¡Si, porque si tengo que
esperar a que lo hagas tú!
o (A) Perdona. He estado un poco
distraído de mis funciones últimamente. Soy un torpe. No volverá a pasar.
La comunicación se mantiene; pero, ¿a qué precio?
En un
primer momento la transacción se planteó en unos términos emocionalmente
neutros. Se quería una información técnica, que no requería menciones
personales ni reflejar estado de ánimo alguno. En un campamento de protesta, como
los instalados en la Puerta del Sol, las transacciones que se realizaban, sobre
todo al principio, se referían a aspectos organizativos y de gestión. Necesitan
ser precisas, a menudo breves, y hay una carga de disciplina (de orden) en
ellas. Toda inserción emocional, y más si es agresiva, imposibilita o dificulta
la transacción. Se llega a un acuerdo sobre unas normas de convivencia que
todos deben respetar para que la convivencia resultase posible. Era emocionante ver ese impulso de coherencia en la protesta; había esperanzas de que prosperara. Yo fui testigo; las primeras semanas en la Puerta del Sol hubo orden, propósito y coherencia. Y entusiasmo.
Sin
embargo, con el paso de las semanas, cuando el orden y la disciplina cedió
protagonismo a los bongos, el campamento, el movimiento en sí, resultó herido
de muerte.
Sacrificar
el “Adulto” es sacrificar la estabilidad y la posibilidad de acuerdo. El “Padre”
y el “Niño” son emocionalmente más inestables, y mucho menos fiables. Hay que
insistir en el “Adulto”, una y otra vez, hasta que éste monopolice la
conversación. Es mucho lo que hay en juego.
Sin
embargo, y por desgracia, es probable que los líderes respondan sacrificando su
“Adulto”, agotados por hacerse oír entre un barullo cada vez menos coherente. Ante
la fácil e inmediata respuesta emocional, lo ideal es intentar ejercitar
nuestra empatía a través del “Adulto”, y entender entonces que todos
podemos hablar en un determinado momento bajo la influencia de nuestro “Niño”
asustado o de nuestro “Padre” enfadado; debe comprenderse el estado de ánimo de
nuestro interlocutor (la razón por la que ha contestado con su “Padre”), y
promover sin descanso transacciones paralelas protagonizadas por el “Adulto”. No
hay otro camino si se quiere conquistar el éxito en cualquier empresa.
Pero es
muy difícil.
La
victoria final del “Adulto” es la victoria del equilibrio, del orden. El
“Adulto” no grita eslóganes ni pretende tener el monopolio de la verdad. Pero
sabe lo que quiere, traza un camino para conseguirlo, y lo hace con sensatez.
Poco a poco se avanza en conquistas que perdurarán para siempre.
Pero estas
conquistas no nacerán de la indignación ni del miedo. Nacerán del uso calmado
pero firme de nuestra sensatez. De educar en el respeto a nuestros hijos, en
valores de concordia que nacen de “Adultos” firmes y serenos.
No hay otro camino.
Ni atajos.
Antonio Carrillo