Antes de cualquier comentario, un goce, unos instantes de
puro placer:
“Hizo
la observación por primera vez un anochecer de agosto de 1884, en el balcón del
cuarto de los niños, bajo un cielo crepuscular cuyos últimos fulgores ondulaban
sobre el gran estanque como una serpiente de fuego estimulando a las últimas
golondrinas y haciendo llamear el rojo de los bucles de Lucette. El tablero de
cuero estaba abierto sobre una mesa de madera de pino constelada de manchas de
tinta, muescas y monogramas. La linda Blanche, también tocada por los rosas del
crepúsculo en el lóbulo de una oreja y en la uña de un pulgar, y toda
impregnada de un perfume que las doncellas de la casa llamaban Almizcle
Petigrís, acababa de traer la lámpara que se encendería más tarde. Habían
echado suertes: Ada, que debía comenzar la partida, se sirvió siete veces, con
un gesto automático y distraído, de la caja abierta, donde los pequeños bloques
de letras, colocados cada uno en su alvéolo de terciopelo color de miel,
mostraban únicamente su anónimo dorso negro.”
Si tras leer estos
maravillosos párrafos de “Ada o el ardor”, de Vladimir Nabokov, no han sentido
algo similar a una alegría sutil, que ha podido incluso insinuar un apenas
perceptible movimiento de la comisura de sus labios; si sus pupilas no se han
dilatado con la contemplación mental de ese “crepúsculo en el lóbulo de una
oreja….”, no continúen leyendo, pues las siguientes reflexiones les resultarán
ininteligibles.
El ser humano siempre
ha sentido una especial fascinación por escuchar historias. Desde los tiempos
en los que, alrededor de una hoguera, se asistía sobrecogido a las descripciones
de viejos mitos, que pasaban a formar parte de la identidad profunda de los
pueblos, hasta las crónicas más elaboradas, de una crudeza descriptiva que nos
enfrentaba con la realidad más amarga, desprovista de toda compasión.
La fascinación por la
palabra, incluso cuando ésta se utiliza como un proyectil, adquiere una
dimensión extraordinaria cuando, por mor de un acto de voluntad deliberado, la
envolvemos en magia, en esa belleza unánime que no entiende de razas ni de
culturas específicas.
Y la palabra escrita
nos permite algo que convierte su efecto en una experiencia íntima, dolorosa,
voluptuosa, trascendente. Nos permite volver sobre ella tantas veces como
deseemos. Seleccionando el momento, enfrentándonos a él. Anhelándolo.
Temiéndolo.
Día nueve de enero de
dos mil trece. Como cada mañana en día hábil subo al cercanías. Llevo un libro
en la mano pero enseguida me olvido de él pues mi incurable curiosidad hace
que, al sentarme en uno de los asientos de pared del vagón, me fijé en una
mujer de entre treinta y cinco y cuarenta años, sentada frente a mí. Su asiento
lleva el sentido de la marcha por lo que en realidad la contemplo de perfil. Va
leyendo un libro. Es un ejemplar voluminoso, con la cubierta de terciopelo
verde surcada de extraños ribetes ocre. Las hojas son finas y el cuerpo de
letra muy pequeño. A pesar de la distancia soy capaz de leer un título
resaltado: Salmos, por lo que intuyo
que se trata de una biblia.
Voy captando detalles
que me permiten dotar de características singulares al personaje que mi cerebro
ha ido construyendo. Utiliza gafas sencillas y si lleva maquillaje es tan sutil
que pasa desapercibido. Su ropa es discreta, nada llamativa. Y no debe estar
casada. Tampoco con Dios. Podría perfectamente equivocarme pero no lleva
alianza y, dada su lectura y el hecho de que frente a ella, sobre uno de los
asientos libres, ha apoyado una mochila de las que se repartieron en la Jornada
Mundial de la Juventud, celebrada en Madrid en agosto de 2011, me hace creer
que debo estar en lo cierto.
Ante mí comienza
entonces a ejecutarse un curioso espectáculo, cuya contemplación me seduce de
inmediato. La mujer cierra la biblia y se dispone a guardarla, pero lo piensa
mejor y detiene su movimiento. Busca la página señalada y accede a ella con
suma cautela, como si de su gesto pudiera derivarse algún efecto inesperado.
Observo que siente un estremecimiento. Sea lo que sea lo que está experimentando
es de tal intensidad que la obliga a cerrar la página. Se persigna.
Se quita las gafas y
las deposita con cuidado en el asiento de al lado y, acto seguido, se cubre el
rostro con las manos.
Es entonces cuando
reparo, a través de la imagen reflejada en el ventanal del vagón, convertido en
un espejo por efecto del oscuro túnel que atravesamos, en un viajero sentado
muy próximo a mí, en la misma fila de asientos, que también observa los
movimientos de la mujer.
Al contrario de lo
que me sucede, que no puedo dejar de mirar, él lo hace con una cierta timidez,
ligeramente de soslayo. Parece desconcertado.
La operación se
repite una vez más, como si algo contenido en aquellas páginas tuviese un poder
de atracción que hiciera imposible su distanciamiento. Un destello de placer
cuya prolongación acabara transformándolo en una desazón insoportable.
Entonces, ante
nuestro asombro, y tras haber introducido por fin el libro en su bolso, la
mujer dirige la mirada hacia lo alto, hacia más allá del techo del vagón. Este
gesto lo mantiene durante unos segundos, ajena por completo a nuestra
presencia.
La entrada del tren
en la estación de Nuevos Ministerios parece devolverla a la realidad, y con
movimientos ágiles y decididos recoge sus cosas y se incorpora para poder
apearse. Mi compañero de fila, algo confundido, decide dirigir su vista hacia
el suelo. Yo espero con curiosidad que, en su movimiento, su mirada se cruce
con la mía. Supongo que busco algo en ella que haga perdurar un poco más el
misterio, los rescoldos, aún ardientes, de la ceremonia de la que he sido
testigo. Pero la mujer no me mira, y se apea del vagón sumergida en el grupo de
dóciles madrugadores.
Allí nos quedamos mi
compañero de trayecto y yo, ligeramente aturdidos por la experiencia. Sospecho
que él desde la distancia que genera la incomprensión y una cierta suspicacia.
Por mi parte, obviado el sentimiento religioso del que mi cerebro no participa,
y que enseguida desligué de lo verdaderamente importante, sentí un extraño
vacío y una molesta envidia.
Pasé el resto del día
deseando regresar a casa para zambullirme en los rosas de aquel crepúsculo y
para dejarme seducir por la intensidad del Almizcle Petigrís.
Antonio Téllez
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