Fotografías de Rosario Garrido |
Vivo
rodeado, inmerso en tecnología.
En
este preciso momento escribo en una "tableta" (odio esta palabra) y,
en el desván, sobre la mesa de mi estudio, acumulan polvo ordenares portátiles,
pantallas, teclados inalámbricos y varios discos duros.
En el
cuarto de mi hijo Jacobo resuena una consola de última generación conectada a
una pantalla enorme y un potente equipo de sonido, para solaz y jolgorio de los
amables vecinos. Creo que está matando zombies.
En el
salón destaca una televisión con disco duro interno a la cual he conectado una
diminuta caja blanca que hace las funciones de computadora. Este dispositivo
recibe la señal proveniente de un modem conectado por fibra óptica. Otro
aparato amplifica la señal wifi, proporcionando además una capacidad de
almacenamiento "nebuloso" que comparten todos los dispositivos
caseros conectados en red. Varios discos duros, superficies de control
sensibles al tacto, mandos de control multimedia, teclados o ratones me
permiten realizar todo tipo de actividades; desde ver películas a jugar (mis
hijos) o navegar por internet. Incluso tengo un programa de composición musical
conectado a un piano vía USB.
Por
supuesto, hay otra consola de videojuegos en el salón y un reproductor de alta
definición Blu-ray. Vivimos y respiramos en HD.
Hay más.
Siempre hay más. Por ejemplo un teléfono móvil que me permite hacer fotografías
de 12 megapixeles, por si decido imprimir un póster publicitario, y que es
capaz de proporcionarme funciones tan imprescindibles como medir campos
electromagnéticos o calcular la intensidad de un terremoto. Mi teléfono lo
utilizo de navegador, de avisador de radares; y si tengo que hacer un agujero
para colgar un cuadro me ofrece la posibilidad de funcionar como detector de
metales, no vaya a agujerear una tubería (es algo que ni siquiera he intentado,
pero me fascina saber que es capaz hacerlo).
Viajo
con una cámara fotográfica que me permite captar imágenes lejanas gracias a una
distancia focal que llega a 420 mm, con una luz de f/2,4. Es sorprendente lo
que son capaces de fabricar hoy en día.
Hay más
cosas y, créanme, no soy una persona en absoluto adinerada. Si se paran a
pensar ¿Cuántos aparatos le acompañan en su quehacer diario? ¿Qué dispositivos
electrónicos se cargan en su mesilla de noche, se lleva de vacaciones, manejan
sus hijos? ¿Qué herramientas tecnológicas utiliza en su trabajo? ¿Alguna vez ha
medido cuántas señales electromagnéticas bombardean su hogar, cuantas
conexiones wifi tiene a su alcance? ¿No ha percibido que todo el mundo que
viaja en transporte público le reza a su teléfono, se enajena con unos
diminutos auriculares incrustados en el pabellón auditivo?
No diré
aquello de que la tecnología me tiene aprisionado; sería deshonesto. Igual me aqueja
un gen defectuoso, o una leve falta de riego cerebral. Es posible que esté afectado momentáneamente
por un espeluznante anuncio televisivo navideño en el que sale Montserrat Caballé y Raphael
(los españoles me entenderán). Pero confieso, con rubor, que me gustan los aparatos.
Y me fascina lo que hemos avanzado en dos décadas. La comunicación inalámbrica
e internet me parecen dos fenómenos muy interesantes.
Pero
si tuviese que elegir mi dispositivo tecnológico más impresionante, no tendría
duda alguna.
Ni
tabletas, televisiones o conexiones a la red.
La
muestra más impresionante de tecnología que tengo en casa es un botijo.
Este
botijo.
¡Si no
está enchufado!
Porque
está oscuro dentro, se me dirá. Pero no; o no sólo. La diferencia entre el
interior del botijo y el exterior supera los diez grados, y cuanto más calor
hace y más seco es el aire, más fría sale el agua. Y la razón se explica desde
la termodinámica, con dos ecuaciones diferenciales un tanto complejas que
idearon dos científicos españoles: Pinto y Zubizarrieta:
Este galimatías se puede explicar.
Verán:
el botijo está hecho de una arcilla especial. Se hornea a una temperatura
relativamente baja, y el material resultante es extremadamente poroso, con
cavidades microscópicas. El agua del interior se filtra entonces todo a lo
largo de su superficie (capilaridad) y empapa el exterior del recipiente. Con
el calor del verano, la superficie húmeda se evapora.
El
paso de líquido a gas (evaporación) produce una pérdida de calor (del orden de
2,2 Kilocalorías) por gramo de agua que se evapora. En las terrazas, en verano,
se vaporiza agua para que baje la temperatura ambiental unos grados. En la
Exposición Universal que se celebró en Sevilla el año 1992, las calles disponían
de un sistema que emitía vapor de agua. Los árboles también evaporan agua: un
bosque tupido es un lugar fresco en verano.
El
agua más caliente del exterior no se satura en la superficie del botijo; cuanto
más calor hace en el exterior, más rápido se evapora el agua y más agua se
filtra. Hay un rápido trasvase energético de dentro a fuera: las moléculas de
agua más rápidas (calientes), las que están en contacto con el aire cálido y
seco del exterior, abandonan las inmediaciones del botijo. Dentro, las moléculas
a las que se les roba un poco de energía se mueven cada vez más despacio; se
enfrían.
La
fuente energética que hace posible iniciar este proceso procede del Sol, que
calienta el aire, agita las moléculas de agua y las evapora. Es importante que
el ambiente sea seco, para que se favorezca la evaporación. Por esto el botijo
no funciona en países tropicales, con una humedad relativa muy alta. O cerca
del mar. Si además sopla una ligera brisa, tanto mejor.
El
botijo es un invento del neolítico, y de zonas cercanas al Mediterráneo ¿Por qué?
Porque el Mediterráneo se caracteriza por tener veranos calurosos y carencia de
precipitaciones. En las tierras de interior, a 40 grados y con una humedad del
20%, el botijo es un aparato de alta tecnología que funciona de maravilla.
Y no
consume nada; su eficiencia energética es, por consiguiente, asombrosa.
Habría
para más: la temperatura del agua del botijo es un indicador de que nos acecha
una tormenta de verano (el agua permanece fría) o una borrasca que durará varios
días (el agua se calienta); el Pabellón de España de la Expo de Zaragoza,
dedicada al agua, basaba su eficacia energética en el funcionamiento del
botijo. De hecho, se dedicó un taller específico a tan fascinante artilugio.
El
botijo, búcaro en Andalucía; tecnología de hace 6.000 años. Los primeros restos
los encontramos en Mesopotamia. Pero es muy característico del sur y levanté español.
El botijo se comparte; hay un algo de sociabilidad en beber del botijo. Jamás se
acerca la boca al pitorro, porque del botijo beben todos.
A
nadie se le niega el agua. Es una verdad universal.
El
botijo, como la bota. Y esos hombres (y mujeres) capaces de echar largos tragos
y respirar. Yo sigo siendo incapaz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario