domingo, 21 de septiembre de 2014

Primera Guerra Mundial: alemanes en Marruecos



Cuando se habla de la I Guerra Mundial, el foco de atención se centra, no sin razón, en los Balcanes. Sin embargo, voy a hablar de dos incidentes gravísimos que ocurrieron en África.
Esta historia comienza el 27 de enero de 1859, con una mujer muy joven, de apenas 18 años, que está de parto. No es una mujer cualquiera; es hija de la reina Victoria de Inglaterra, y está dando a luz a Guillermo II, futuro Káiser de Alemania.
El parto es muy problemático, y se alarga demasiadas horas. La vida de la madre y de la criatura corre peligro, y posiblemente el niño sufriera de falta de riego en el cerebro. Ello explicaría lo extraño de su carácter, con ataques de furia y episodios depresivos.
Un dato: horas después del parto los médicos descubren que el brazo izquierdo del recién nacido está desencajado. La extremidad nunca creció bien, algo que hizo de Guillermo un tullido. Durante toda su vida diseñó los uniformes militares para disimular tal defecto, y nunca fue un buen jinete.
El niño se hace hombre, se exacerban los comportamientos erráticos y una evidente falla en el equilibrio emocional. Guillermo era inteligente, pero obtuso en todo lo que tuviese que ver con las habilidades sociales y empáticas. Tenía la inteligencia emocional de un geranio, pero gobernaba como monarca absolutista la potencia más poderosa de su época.
Es una combinación temible y fatal. Guillermo nombraba y cesaba gobiernos, opinaba sobre prácticamente cualquier cosa y parloteaba. Hablaba mucho. En apenas una década, al inicio de su reinado, hay constancia de más de 800 discursos. Es muy difícil hablar tanto y no decir alguna (bastantes) tonterías.
Y más importante: alguien que dedica tanto tiempo a escucharse a sí mismo demuestra muy poco interés por lo que piensan los demás. Guillermo odiaba que le llevaran la contraria, un defecto recurrente en las clases gobernantes.

 
Su sentido del humor era chabacano y su lenguaje, a menudo, tabernario. Mientras sus ministros hacían ímprobos esfuerzos por ganar aliados en la inminente guerra europea, los improperios o meteduras de pata de Guillermo causaban auténticos escándalos. En una ocasión, el rey de Bulgaria abandonó Alemania absolutamente airado porque Guillermo había osado palmearle el trasero en público.
 
No era un dechado de sutileza el Káiser alemán. Y en el Ministerio de Asuntos Exteriores esperaban horrorizados las noticias sobre entrevistas o peroratas de un monarca que definió a su cuerpo diplomático como una caterva de “cerdos mentirosos”.
Se comportó como un niño chico y caprichoso. Le encantaban los desfiles, y cambio casi 30 veces el uniforme de los militares, imponiendo su dudoso y recargado gusto. También diseñó edificios, adoctrinó sobre artes, cuestiones técnicas o religiosas. Nada escapaba a su fugaz curiosidad; emprendió campañas arqueológicas, impuso sus criterios en cuestiones de urbanismo y viajó siempre que podía. Quiso emular el poderío marítimo de su familia británica y se entusiasmó personalmente en una carrera armamentística naval que desestabilizó fatalmente el equilibrio de fuerzas en Europa.
Creó una corriente artística que se conoce como "Guillerminismo" o "periodo Guillermino", símbolo de la ostentación y del mal gusto.

 
Y fue Guillermo el que causó la primera de las grandes crisis que acabarían en el gran conflicto.
El escenario: Marruecos.
Estamos en el mes de marzo del año 1905. Guillermo disfruta, como solía, de un apacible crucero a bordo de su gran buque, el Hamburg. Había planeado hacer una escala en la ciudad marroquí de Tánger, para que sus invitados disfrutaran de las peculiaridades de una población con atmósfera musulmana, tema en el que se consideraba un experto. Pero había razones de peso para replantearse esa visita: Francia, que tenía fuertes intereses en Marruecos, podía considerar tal gesto como una injerencia en su colonia. Además, soplaba un fuerte y frío viento de poniente que dificultaba el desembarco. El Hamburg era demasiado grande para poder atracar en el puerto, y la llegada a tierra debía realizarse en bote.
Guillermo decide entonces que no desembarca; pero el propio gobierno alemán estaba interesado en agitar las aguas con Francia, arriesgarse con un pequeño gesto que demostrara la iniciativa de la nueva potencia centroeuropea. Guillermo recibe sutiles presiones de su gobierno, pero duda; no está nada convencido. El viento amaina un tanto, y el representante de Alemania en Tánger sube a bordo para demostrar que no hay peligro. El monarca, sin embargo, no acaba de fiarse y envía al jefe de su escolta a cerciorarse de que no corría riesgo alguno.
Finalmente se decide a poner pie en tierra, en donde le reciben las autoridades locales y un pueblo alborozado por lo que constituía una experiencia inusual que nadie quería perderse, la llegada de un monarca europeo.

 
Al Káiser le ofrecen un espléndido ejemplar de pura raza árabe para montar durante el desfile. Era un caballo temperamental, que se inquietó al ver aparecer la imagen de tan raro jinete, vestido de múltiples colores, cargado de medallas y con un casco de metal bruñido que relucía bajo el sol. Costó bastante que el Káiser y toda su impedimenta de gala pudieran siquiera subir a la cabalgadura.
En varias ocasiones durante el trayecto estuvo a punto de acabar en el suelo. En nada ayudó el entusiasmo de la gente, los gritos de las mujeres y la inveterada costumbre de los hombres de disparar al aire sus armas para demostrar su júbilo. Ambos, jinete y montura, agradecieron de corazón la llegada a la delegación alemana.
Muy pronto Guillermo mostró sus grandes dotes de fino estadista. Enfebrecido por la excitación del momento, y desoyendo las llamadas a la prudencia de su primer ministro, se dirigió al representante del sultán marroquí para manifestar su más firme apoyo a Marruecos como Estado independiente, algo que no estaba previsto. Por si esto no fuera suficiente, hizo algo que le habían pedido expresamente que no hiciera: habló con el representante de Francia en Tánger, y le espetó que, en efecto, Marruecos era un país independiente y Francia debía respetar los intereses alemanes en la región. Según escribió el propio Guillermo, “cuando el ministro intentó discutir conmigo yo le dije ´buenos días´ y lo dejé plantado.”
Inmediatamente después agravió a sus anfitriones abandonando la ciudad sin asistir al banquete que le habían preparado. Eso sí, en el viaje de vuelta tuvo tiempo para hacer recomendaciones al tío del sultán sobre religión islámica y la mejor manera de acomodar el gobierno a lo prescrito por el Corán. 
Como resultado de esta corta visita, Europa estuvo en un tris de iniciar una guerra. Guillermo (y el gobierno alemán) provocaron con su gesto que prensa y opinión pública de todo el continente se manifestara con furor sobre la provocación alemana. El asunto alcanzó tal gravedad que finalmente se convocó una conferencia internacional en Algeciras para tratar el asunto, la primera del siglo XX, en donde Francia salió reforzada. Los lazos que unían a Francia con Inglaterra se fortalecieron frente a una Alemania que parecía mostrarse agresiva. El ministro británico sir Edward Grey, que acababa de perder a su esposa en un absurdo accidente al caer de una carretilla tirada por ponis, escribió pesimista sobre una inminente guerra entre Francia y Alemania. En unas pocas horas, Guillermo había causado un estado prebélico en Europa que, finalmente, acabaría estallando en 1914.
Alemania no había conseguido nada de Algeciras, apenas la percepción de que se quedaba cada vez más sola, rodeada de enemigos: Francia, Rusia e Inglaterra. Sólo el (decadente) imperio Austrohúngaro se mantuvo como aliado fiel. Unos meses más tarde Guillermo le escribía una carta airada a su primer ministro por haberle obligado a desembarcar en Tánger.
Por cierto, en la carta citaba expresamente al puñetero caballo árabe y la tortura por la que tuvo que pasar.

Hubo una segunda crisis alemana en Marruecos, en el verano de 1911. En esta ocasión el desafortunado ministro Grey tenía que lidiar de nuevo con una noticia terrible: a su hermano George lo había matado un león en África.

Era un mal presagio.
 
En julio una pequeña lancha bombardera alemana, de nombre Panther, atracó junto al puerto de la ciudad marroquí de Agadir, situada 600 kilómetros al sur de Rabat. Poco después se le unió el crucero Berlin.
Alemania justificó esta presencia militar como una medida de protección de los ciudadanos alemanes en Agadir. Así lo expuso el canciller Bethmann ante el parlamento alemán, en una sesión memorable: los diputados se echaron a reír ante lo absurdo de la explicación.
Porque, de hecho, no había alemanes en Agadir; ni en kilómetros a la redonda. El gobierno encontró finalmente a un único ciudadano alemán, 100 kilómetros al norte; un representante del banco Warburg. Se le conmino por telegrama a que se dirigiera a toda prisa hacia Agadir, un trayecto difícil que le supuso soportar tres días de penalidades.
Cuando el pobre hombre llegó en un estado lastimoso a Agadir, el día 4, se puso a agitar los brazos frenéticamente desde el puerto. Sin embargo, las tripulaciones del Panther y del Berlín no se percataron de la presencia del alemán que habían acudido a salvar, y que les gritaba desde la orilla. Simplemente, no esperaban que hubiera nadie. Tuvieron que transcurrir otras 24 horas para que el patético expedicionario fuese detectado y rescatado del supuesto peligro.
Una historia rocambolesca.
Las consecuencias fueron funestas para la paz en Europa. Los bloques de aliados consolidaron sus compromisos y se aceleraron los planes de rearme por toda Europa. Alemania firmó un patético tratado en noviembre con Francia, en el cual apenas preservaban sus (inexistentes) intereses económicos en la zona. Era una nueva derrota para el país teutón, una humillación debida a una política exterior errática e irresponsable. El ejército germano se conjuró en los cuarteles para que no hubiese un tercer incidente marroquí. No más faroles.
La próxima crisis supondría la guerra.
La guerra es un estado de ánimo. Los militares alemanes estaban cansados de la patética diplomacia que les obligaba a retirarse a cambio de nada. Y en la prensa francesa se definía al Káiser, su comandante en jefe, como un tímido y un cobarde.

 
La guerra es un estado de ánimo, insisto en ello, y las crisis en Marruecos y los Balcanes habían llenado titulares y tertulias de oscuros presagios. Todo el mundo pensaba que sería una guerra corta pero, sin duda, inevitable. El movimiento de figuras sobre el tablero de Europa y del mundo había tensado la situación hasta un punto ya insostenible. Había potencias emergentes (Alemania y los EEUU) y en declive (El imperio Otomano y el Austrohúngaro) que provocaban desequilibrios.
Nadie supo – o quiso – ver la realidad de lo que se avecinaba: el horror más absoluto y la pérdida de la inocencia. Cuando el conflicto estalló nadie estaba preparado para el espanto.
Y el mundo, la civilización entera, cambió irremisiblemente.

Antonio Carrillo

(Por cierto, en 1918, con la guerra perdida, altos mandos del ejército alemán diseñaron un último acto dramático para la guerra. El Káiser, acompañado de sus generales, galoparía espada al viento enfrentándose en una acometida suicida contra las posiciones aliadas.  Sería un final que acabaría en la memoria del pueblo por siempre jamás. A Guillermo, sin embargo, no le entusiasmó la idea, y prefirió escapar en un tren rumbo a Holanda, un país neutral en el que murió muchos años más tarde).

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