Cuando se habla de la I Guerra
Mundial, el foco de atención se centra, no sin razón, en los Balcanes. Sin
embargo, voy a hablar de dos incidentes gravísimos que ocurrieron en África.
Esta historia comienza el 27 de
enero de 1859, con una mujer muy joven, de apenas 18 años, que está de parto.
No es una mujer cualquiera; es hija de la reina Victoria de Inglaterra, y está
dando a luz a Guillermo II, futuro Káiser de Alemania.
El parto es muy problemático, y
se alarga demasiadas horas. La vida de la madre y de la criatura corre peligro,
y posiblemente el niño sufriera de falta de riego en el cerebro. Ello
explicaría lo extraño de su carácter, con ataques de furia y episodios
depresivos.
Un dato: horas después del parto
los médicos descubren que el brazo izquierdo del recién nacido está
desencajado. La extremidad nunca creció bien, algo que hizo de Guillermo un
tullido. Durante toda su vida diseñó los uniformes militares para disimular tal
defecto, y nunca fue un buen jinete.
El niño se hace hombre, se
exacerban los comportamientos erráticos y una evidente falla en el equilibrio
emocional. Guillermo era inteligente, pero obtuso en todo lo que tuviese que
ver con las habilidades sociales y empáticas. Tenía la inteligencia emocional
de un geranio, pero gobernaba como monarca absolutista la potencia más poderosa
de su época.
Es una combinación temible y
fatal. Guillermo nombraba y cesaba gobiernos, opinaba sobre prácticamente
cualquier cosa y parloteaba. Hablaba mucho. En apenas una década, al inicio de
su reinado, hay constancia de más de 800 discursos. Es muy difícil hablar tanto
y no decir alguna (bastantes) tonterías.
Y más importante: alguien que
dedica tanto tiempo a escucharse a sí mismo demuestra muy poco interés por lo
que piensan los demás. Guillermo odiaba que le llevaran la contraria, un
defecto recurrente en las clases gobernantes.
Su sentido del humor era
chabacano y su lenguaje, a menudo, tabernario. Mientras sus ministros hacían
ímprobos esfuerzos por ganar aliados en la inminente guerra europea, los
improperios o meteduras de pata de Guillermo causaban auténticos escándalos. En
una ocasión, el rey de Bulgaria abandonó Alemania absolutamente airado porque Guillermo
había osado palmearle el trasero en público.
No era un dechado de sutileza el
Káiser alemán. Y en el Ministerio de Asuntos Exteriores esperaban horrorizados
las noticias sobre entrevistas o peroratas de un monarca que definió a su
cuerpo diplomático como una caterva de “cerdos mentirosos”.
Se comportó como un niño chico y
caprichoso. Le encantaban los desfiles, y cambio casi 30 veces el uniforme de
los militares, imponiendo su dudoso y recargado gusto. También diseñó
edificios, adoctrinó sobre artes, cuestiones técnicas o religiosas. Nada escapaba
a su fugaz curiosidad; emprendió campañas arqueológicas, impuso sus criterios
en cuestiones de urbanismo y viajó siempre que podía. Quiso emular el poderío
marítimo de su familia británica y se entusiasmó personalmente en una carrera
armamentística naval que desestabilizó fatalmente el equilibrio de fuerzas en
Europa.
Creó una corriente artística que se conoce como "Guillerminismo" o "periodo Guillermino", símbolo de la ostentación y del mal gusto.
Y fue Guillermo el que causó la
primera de las grandes crisis que acabarían en el gran conflicto.
El escenario: Marruecos.
Estamos en el mes de marzo del
año 1905. Guillermo disfruta, como solía, de un apacible crucero a bordo de su
gran buque, el Hamburg. Había
planeado hacer una escala en la ciudad marroquí de Tánger, para que sus
invitados disfrutaran de las peculiaridades de una población con atmósfera
musulmana, tema en el que se consideraba un experto. Pero había razones de peso
para replantearse esa visita: Francia, que tenía fuertes intereses en
Marruecos, podía considerar tal gesto como una injerencia en su colonia.
Además, soplaba un fuerte y frío viento de poniente que dificultaba el
desembarco. El Hamburg era demasiado
grande para poder atracar en el puerto, y la llegada a tierra debía realizarse
en bote.
Guillermo decide entonces que no
desembarca; pero el propio gobierno alemán estaba interesado en agitar las
aguas con Francia, arriesgarse con un pequeño gesto que demostrara la iniciativa
de la nueva potencia centroeuropea. Guillermo recibe sutiles presiones de su
gobierno, pero duda; no está nada convencido. El viento amaina un tanto,
y el representante de Alemania en Tánger sube a bordo para demostrar que no hay
peligro. El monarca, sin embargo, no acaba de fiarse y envía al jefe de su
escolta a cerciorarse de que no corría riesgo alguno.
Finalmente se decide a poner pie
en tierra, en donde le reciben las autoridades locales y un pueblo alborozado
por lo que constituía una experiencia inusual que nadie quería perderse, la
llegada de un monarca europeo.
Al Káiser le ofrecen un
espléndido ejemplar de pura raza árabe para montar durante el desfile. Era un
caballo temperamental, que se inquietó al ver aparecer la imagen de tan raro
jinete, vestido de múltiples colores, cargado de medallas y con un casco de
metal bruñido que relucía bajo el sol. Costó bastante que el Káiser y toda su
impedimenta de gala pudieran siquiera subir a la cabalgadura.
En varias ocasiones durante el
trayecto estuvo a punto de acabar en el suelo. En nada ayudó el entusiasmo de
la gente, los gritos de las mujeres y la inveterada costumbre de los hombres de
disparar al aire sus armas para demostrar su júbilo. Ambos, jinete y montura,
agradecieron de corazón la llegada a la delegación alemana.
Muy pronto Guillermo mostró sus
grandes dotes de fino estadista. Enfebrecido por la excitación del momento, y
desoyendo las llamadas a la prudencia de su primer ministro, se dirigió al
representante del sultán marroquí para manifestar su más firme apoyo a
Marruecos como Estado independiente, algo que no estaba previsto. Por si esto
no fuera suficiente, hizo algo que le habían pedido expresamente que no
hiciera: habló con el representante de Francia en Tánger, y le espetó que, en
efecto, Marruecos era un país independiente y Francia debía respetar los
intereses alemanes en la región. Según escribió el propio Guillermo, “cuando el
ministro intentó discutir conmigo yo le dije ´buenos días´ y lo dejé plantado.”
Inmediatamente después agravió a
sus anfitriones abandonando la ciudad sin asistir al banquete que le habían
preparado. Eso sí, en el viaje de vuelta tuvo tiempo para hacer recomendaciones
al tío del sultán sobre religión islámica y la mejor manera de acomodar el
gobierno a lo prescrito por el Corán.
Como resultado de esta corta
visita, Europa estuvo en un tris de iniciar una guerra. Guillermo (y el
gobierno alemán) provocaron con su gesto que prensa y opinión pública de todo
el continente se manifestara con furor sobre la provocación alemana. El asunto
alcanzó tal gravedad que finalmente se convocó una conferencia internacional en
Algeciras para tratar el asunto, la primera del siglo XX, en donde Francia
salió reforzada. Los lazos que unían a Francia con Inglaterra se fortalecieron
frente a una Alemania que parecía mostrarse agresiva. El ministro británico sir
Edward Grey, que acababa de perder a su esposa en un absurdo accidente al caer
de una carretilla tirada por ponis, escribió pesimista sobre una inminente
guerra entre Francia y Alemania. En unas pocas horas, Guillermo había causado
un estado prebélico en Europa que, finalmente, acabaría estallando en 1914.
Alemania no había conseguido nada
de Algeciras, apenas la percepción de que se quedaba cada vez más sola, rodeada
de enemigos: Francia, Rusia e Inglaterra. Sólo el (decadente) imperio
Austrohúngaro se mantuvo como aliado fiel. Unos meses más tarde Guillermo le
escribía una carta airada a su primer ministro por haberle obligado a
desembarcar en Tánger.
Por cierto, en la carta citaba
expresamente al puñetero caballo árabe y la tortura por la que tuvo que pasar.
Hubo una segunda crisis alemana
en Marruecos, en el verano de 1911. En esta ocasión el desafortunado ministro
Grey tenía que lidiar de nuevo con una noticia terrible: a su hermano George lo había
matado un león en África.
Era un mal presagio.
Era un mal presagio.
En julio una pequeña lancha
bombardera alemana, de nombre Panther,
atracó junto al puerto de la ciudad marroquí de Agadir, situada 600 kilómetros
al sur de Rabat. Poco después se le unió el crucero Berlin.
Alemania justificó esta presencia
militar como una medida de protección de los ciudadanos alemanes en Agadir. Así
lo expuso el canciller Bethmann ante el parlamento alemán, en una sesión
memorable: los diputados se echaron a reír ante lo absurdo de la explicación.
Porque, de hecho, no había
alemanes en Agadir; ni en kilómetros a la redonda. El gobierno encontró finalmente a un
único ciudadano alemán, 100 kilómetros al norte; un representante del banco
Warburg. Se le conmino por telegrama a que se dirigiera a toda prisa hacia
Agadir, un trayecto difícil que le supuso soportar tres días de penalidades.
Cuando el pobre hombre llegó en
un estado lastimoso a Agadir, el día 4, se puso a agitar los brazos
frenéticamente desde el puerto. Sin embargo, las tripulaciones del Panther y del Berlín no se percataron de la presencia del alemán que habían
acudido a salvar, y que les gritaba desde la orilla. Simplemente, no esperaban
que hubiera nadie. Tuvieron que transcurrir otras 24 horas para que el patético
expedicionario fuese detectado y rescatado del supuesto peligro.
Una historia rocambolesca.
Las consecuencias fueron funestas
para la paz en Europa. Los bloques de aliados consolidaron sus compromisos y se
aceleraron los planes de rearme por toda Europa. Alemania firmó un patético
tratado en noviembre con Francia, en el cual apenas preservaban sus
(inexistentes) intereses económicos en la zona. Era una nueva derrota para el
país teutón, una humillación debida a una política exterior errática e
irresponsable. El ejército germano se conjuró en los cuarteles para que no
hubiese un tercer incidente marroquí. No más faroles.
La próxima crisis supondría la
guerra.
La guerra es un estado de ánimo.
Los militares alemanes estaban cansados de la patética diplomacia que les
obligaba a retirarse a cambio de nada. Y en la prensa francesa se definía al
Káiser, su comandante en jefe, como un tímido y un cobarde.
La guerra es un estado de ánimo, insisto en ello,
y las crisis en Marruecos y los Balcanes habían llenado titulares y tertulias
de oscuros presagios. Todo el mundo pensaba que sería una guerra corta pero,
sin duda, inevitable. El movimiento de figuras sobre el tablero de Europa y del
mundo había tensado la situación hasta un punto ya insostenible. Había
potencias emergentes (Alemania y los EEUU) y en declive (El imperio Otomano y
el Austrohúngaro) que provocaban desequilibrios.
Nadie supo – o quiso – ver la
realidad de lo que se avecinaba: el horror más absoluto y la pérdida de la
inocencia. Cuando el conflicto estalló nadie estaba preparado para el espanto.
Y el mundo, la civilización
entera, cambió irremisiblemente.
Antonio Carrillo
(Por cierto, en 1918, con la guerra perdida, altos mandos del ejército alemán diseñaron un último acto dramático para la guerra. El Káiser, acompañado de sus generales, galoparía espada al viento enfrentándose en una acometida suicida contra las posiciones aliadas. Sería un final que acabaría en la memoria del pueblo por siempre jamás. A Guillermo, sin embargo, no le entusiasmó la idea, y prefirió escapar en un tren rumbo a Holanda, un país neutral en el que murió muchos años más tarde).
(Por cierto, en 1918, con la guerra perdida, altos mandos del ejército alemán diseñaron un último acto dramático para la guerra. El Káiser, acompañado de sus generales, galoparía espada al viento enfrentándose en una acometida suicida contra las posiciones aliadas. Sería un final que acabaría en la memoria del pueblo por siempre jamás. A Guillermo, sin embargo, no le entusiasmó la idea, y prefirió escapar en un tren rumbo a Holanda, un país neutral en el que murió muchos años más tarde).
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