Dedicado a José y a Luz
Vuelvo ya y retorno cambiado.
Hay viajes que te surcan el alma, que dejan una impronta ineludible en lo que
quieres (o pretendes) ser.
Regreso a Madrid, cierto; pero he
dejado una traza diminuta de mi esencia en una brizna de niebla, en el rocío
depositado sobre el musgo que engalana un roble centenario, en la piedra herida
por el humano en la oscuridad de una mina de hierro. Hay una justa correspondencia,
casi indetectable, en estos peregrinajes a menudo inesperados. A tu regreso algo
de ti queda atrás, un tributo a tanta integridad que tiene el tenue aroma del
compromiso: me he ido pero volveré.
Algún día.
He estado en un lugar poco
transitado, en parajes que han escapado casi indemnes del desbrozo industrial.
En la Europa occidental tales reductos, insólitos por escasos, resguardan la esencia
mineral, faunística o vegetal de un continente que fue diverso y rico. Son tesoros
extraños, porque tampoco se protegen como santuarios intocables, reservas
naturales preservadas tras altas vallas y graves sanciones, parada y fonda de
turistas que bajan de un autobús por millares y se agolpan para hacer una fotografía.
De lo que hablo es de lugares en los que el humano vive en armonía con su
entorno, pescando de sus ríos, recolectando frutos de la huerta, e incluso
silvestres, o excavando la roca buscando el metal preciado. Sus hogares están
hechos de la roca metamórfica de la zona, de la madera de los árboles, y se mimetizan
en un único paisaje. Como en tantos otros sitios, la humanidad ha sabido aprovechar la corriente del agua
para moler el cereal, ha creado herramientas a golpes de martillo sobre un
yunque, en el calor de la fragua, o ha moldeado la madera sobre un torno. Lo ha
hecho durante siglos, y en esta zona la tierra todavía guarda memoria de a qué
sabe el sudor humano.
Es un lugar aislado, pues, situado
en el extremo occidental de Asturias, tierra adentro. La comarca de Oscos y del
río Eo, que tal es su nombre, es extensa y despoblada si no es de nutrias,
lobos, truchas, salmones, corzos e incluso osos. Montes y valles se encuentran
salpicados de pequeñas pedanías, muchas ya despobladas, la mayoría moribundas
de la presencia humana. Los jóvenes abandonan estas tierras agrestes y emigran
a capitales y ciudades. Sólo un incipiente turismo rural aporta un ápice de
esperanza.
Mientras, robles, tejos o
castaños, que nada saben de economías y cuyo tiempo parece infinito por
longevo, se muestran orgullosos en extensos bosques autóctonos ajenos a la
repoblación por pinos o eucaliptos. Hay ejemplares inmensos, todos distintos en
el capricho de su forma, venerables y pacientes. Las infinitas corrientes de
agua limpia se jalonan por remansos y cascadas, generando un rumor ancestral.
El sol que se tamiza entre las copas muestra un suelo alfombrado de musgo,
hojas y helechos.
En las alturas de sus cordilleras
se asoma el Mar Cantábrico, regalando unas vistas sorprendentes de la costa
gallega y asturiana. Es una mar que ha cincelado la pizarra, creando algunas de
las playas más bellas del mundo. La playa de las Catedrales, con sus inmensas
estructuras de piedra, tiene una mención especial de Naciones Unidas como una
de las diez playas más hermosas del planeta. Mar adentro, el Cantábrico se
hunde súbitamente a profundidades abisales. Es hogar del calamar gigante. Y en
lo profundo, algo curioso: en ningún lugar del planeta la corteza terrestre es
tan fina. Unos pocos kilómetros separan el fondo oceánico del manto candente de
magma.
Pero estoy tierra adentro, a unos
30 kilómetros de la ría del Eo. En un pueblo llamado Villanueva de Oscos. Me
alojo en el Hotel Oscos por un precio irrisorio. La fonda incluye un desayuno peculiar:
los dueños traen panes hechos artesanalmente y fritos con mantequilla casera,
bollería propia y zumos variados, en ocasiones de frutos silvestres. La
verdura y fruta proviene del propio huerto, y los huevos son de un color
amarillo intenso; las gallinas se crían al aire libre.
Enfrente del hotel hay un
monasterio barroco, antaño el centro económico y administrativo de toda la
comarca. Hoy, con toda un ala en ruinas, pasear por sus estancias desvencijadas
es una experiencia fascinante. En pocos sitios se permite la entrada libre a un
espacio tan peculiar.
Pero lo que me sobrecoge es la
iglesia. En el hotel me dan una inmensa llave de hierro forjado, que abre la
puerta a un templo románico del siglo XII.
Uno se adentra en una iglesia
construida el año 1182, declarada Bien Histórico Cultural el 3 de octubre de
1991 y, por tanto, parte del Patrimonio Histórico de España. Y uno está solo, aislado de repente.
Es una experiencia difícil de
explicar. A la derecha, nada más entrar, se puede accionar un fusible que
ilumina la iglesia. Pero lo mejor es preservarla en la penumbra propia del
románico, recogido y sereno. Son tres plantas sencillas, con un artesonado de
madera del siglo XVII. Los ábsides de medio cañón, inusuales en una iglesia
benedictina, son magníficos. Los retablos de madera policromada, hermosos en su
sencillez.
Hace casi mil años que el ingenio
humano creó un espacio tan ajeno al paso de los siglos. Tengo la llave, y todo
el tiempo que quiera para disfrutar de su serenidad. Nadie me interrumpe mientras observo el
maravilloso sepulcro románico que hay junto al altar mayor. Durante los días
que estuve en la zona, busqué el refugio de esta iglesia en más de una ocasión.
La posibilidad de entrar con entera libertad me turbaba. Al poco ya no estaba
de visita; me fui acomodando a sus sombras, espacios y secretos.
Me siento profundamente
emocionado por el privilegio que supone dejar pasar el tiempo en un lugar así,
ajeno al bullicio del mundo, a la urgencia de lo contemporáneo.
Hablé con el alcalde, José
González Braña, del que me considero amigo. Han bastado unos pocos días para
que su bonhomía, y la de su esposa Luz, me hicieran sentir como en casa. Le
comenté, tomando unos vinos, la posibilidad de organizar un encuentro
sociocultural formado por miembros del grupo de LinkedIn “Humanismo del siglo
XXI”. La acústica de la iglesia es increíble para un concierto de música
medieval y renacentista. Pensaba en mi amigo Juan, ofreciendo una charla sobre
afinaciones en esos tempranos años. También pensaba en organizar coloquios
sobre teología en los que pudiesen intervenir personalidades de la talla de
Alfredo Fierro. Hablaríamos de antropología, con profesionales y amigos como
Saúl Neme o Karin Monteiro-Zwahlen, de filología con Carmen Segovia ¿podríamos
convencer a José Vázquez para que ofreciera un concierto de viola de gamba?, de
sociología con Mª Jesús Rosado… tantas mentes brillantes. Podríamos preparar
una exposición con facsímiles medievales. Podríamos…
Y, a todo esto, músicos,
investigadores y amigos alojados en casas del siglo XVIII, viendo nutrias en el
río desde su ventana. Junto a un molino en el que todavía se hace pan.
Gentes de muchas partes del mundo acudiendo a la llamada de la cultura, acogidos en estos parajes en los que, de seguro, gobiernan los daimones. Saliendo del pueblo en dirección norte, a unos escasos metros, se puede bajar por una senda que pasa desapercibida. De repente, el bosque te rodea con toda su fuerza; esta foto está tomada allí.
Hay un rumor de agua. En unos
minutos aparece esta imagen.
No fue sólo la iglesia. Fueron los
árboles los que me acogieron. Fue ver un lobo apenas a 30 metros, o dejar el
paso a las familias de faisanes. Fue subir a lo alto de la montaña, atravesando
un mar de niebla, y poder tomar esta imagen desde lo alto.
Nunca he visto una niebla igual.
Fue visitar unos de los museos
etnológicos más completos de España en Grandas de Salime. Fue visitar un pueblo
medieval, el de San Emiliano, en el que los vecinos hacen del pasado su
presente cotidiano. Todas las casas tienen un hórreo. Fue la cascada Seimeira, tras una hora y media de camino en
un bosque difícil de olvidar. Fue visitar el mayor museo de molinos de España
en Mazonovo, con ejemplos de todas las épocas y lugares. Mientras el occidente egipcio
molía el cereal arrastrando roca sobre roca, la China de hace 5.000 años
inventó un sistema de palanca.
Y más. Fue encontrar pictogramas
neolíticos en la roca, junto a la carretera; ver en Taramundi cómo se fabrica
una navaja, observar en os Teixois toda una industria pañera o metalúrgica utilizando
la fuerza del agua.
Y fue la tierra. José me indicó
cómo llegar a la mina. Apenas diez minutos en coche, y luego un sendero de
tierra.
Lo que ven es la entrada a una
mina de hierro y zinc. Se abandonó en 1960.
Entrar en una mina, hacerlo solo,
es un viaje hacia uno mismo. La oscuridad, apenas tamizada por la linterna,
lejos de asustar acoge, como si de una entraña se tratara. En la pequeña mina llamada
“Peña Tascón”, como antes en la iglesia, me sentí resguardado y en paz. No hay señales
wifi ni satélites en esta herida que el hombre ha provocado en la roca. No hay
ruido alguno. En las paredes, veteado el mineral de hierro con plomo. Y, a lo
lejos, un resplandor al que cuesta volver.
Pero he vuelto. Querían que me quedara una
noche más. Estuve hasta las siete de la tarde participando de una fiesta en la
que los lugareños hicieron pan a la antigua usanza. Me senté a la mesa de mis
nuevos amigos, comí y bebí con ellos. Me senté a la orilla del río. Me marché.
Dos días después recibí una
llamada en el móvil. Era José. Quería saber si había llegado bien.
Vengo de muy lejos, y no he
vuelto del todo. Perdonen la tardanza. He querido recluirme en un lugar donde se
calla hasta de sí mismo. Hay lugares ocultos a lo inmediato.
Los he encontrado en Oscos.
Antonio Carrillo
Después de leer esto ya estoy mirando a ver qué día voy para allá...
ResponderEliminarjajajaja!
ResponderEliminarGreat,
ResponderEliminarTEngo que ir como sea, jajaja, tengo que ir pero ya!!!
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