viernes, 12 de octubre de 2018

El Ser Contingente: Capítulo 1





(Les adelanto el capítulo 1)


El Ser Contingente

Del Big-Bang a Google: una historia de lo que somos y de lo que pudimos ser.

Antonio Carrillo Tundidor


INDICE








































































































El hombre, cuando entra en la vida,

es blando y débil,

mas muere rígido y fuerte.



Las plantas cuando entran en la vida

son tiernas y delicadas,

mas mueren secas y tiesas.


Los duros y fuertes

son compañeros de la muerte.



Los blandos y débiles

de la vida.




Lao Tse




Introducción



Los seres humanos, ¿hemos venido a este universo por alguna razón? ¿Somos la culminación de un plan detallado y exquisito? O, acaso, somos tan solo el resultado del azar. Un accidente, de los muchos que se han producido y se producirán en el devenir del cosmos. 
Estas “sencillas” preguntas son el motivo que nos impulsará a estudiar, someramente, la historia del universo y de la vida hasta nuestros días. Por supuesto, cuanto más nos alejemos en el tiempo más especulativo  les parecerá nuestra propuesta. Pero, incluso en acontecimientos muy cercanos, posiblemente le sorprenda la falta de certezas. 
En un libro que no sin petulancia busca respuestas veremos que surgen, fundamentalmente, preguntas. Tiene en sus manos (o en su pantalla, o en un implante de su córtex visual) un libro de nieblas permanentes que se moverá por los terrenos inestables de la duda.
Esta incertidumbre nos obligará a ser humildes. Es mucho – demasiado – lo que no sabemos. 
Pero, finalmente, una profusión mareante de datos nos conducirá a una única respuesta: ¿somos únicos? ¿Especiales? ¿Elegidos? El título del libro anticipa la solución al enigma: no. No somos ni especiales ni necesarios. Somos contingentes.
Pienso, tras analizar la historia del universo, que somos seres fruto del azar. Estamos pero pudimos no haber estado. Y posiblemente, a no mucho tardar, no existiremos. 
En estas páginas desbrozaré las razones que me han llevado a esta conclusión. De paso, en el camino nos encontraremos con muchas sorpresas. He querido escribir un libro entretenido, aliñado con la más exótica de las especias: el asombro. Y en ocasiones con una pizca de humor.
Espero haberlo conseguido.

CAPITULO 1: LOS INICIOS



Todo empezó hace mucho tiempo, y no sabemos siquiera si tiene un final. Sospechamos que sí. Lo veremos al terminar el libro
En los comienzos, en un instante fugaz la hybris, el desorden, se exhibió por una rendija de tiempo y hubo futuro donde antes no hubo pasado. 
A esta paradoja incomprensible la denominamos Big Bang.
Francamente, no estamos muy seguros de lo que sucedió realmente, pero algo es evidente: el universo es una consecuencia de este extraño fenómeno.
Lo que propongo, lector, es un largo viaje por el asombro. Por donde quiera que flaquee la erudición asomará el entusiasmo, porque no tengo más propósito que el de embaucarle en este mundo de maravillas que llamamos realidad. La ciencia lo hace posible.
Caminemos, pues. Nos espera un largo trecho hasta encontrarnos. Pero, como dice un proverbio chino, todo camino, por largo que sea, comienza de una misma manera.  
Demos juntos, lector, este primer paso.

La singularidad


Para ponerlo fácil: todo empezó en un lugar sin lugar y en un tiempo sin tiempo. No es sencillo comprenderlo y ni tan siquiera podemos aferrarnos a la certeza de estar en lo cierto. Créanme que lo siento.
Al menos tenemos un nombre, que no es poco: t=0. Tiempo igual a cero. Un nombre para algo que denominamos una singularidad, un estado de equilibrio en apariencia irrepetible y difícil de explicar. 
¿Desde cuándo existía este fenómeno? ¿Qué había antes? Son  preguntas lógicas y pertinentes. Los científicos, desconcertados, responden que no se puede preguntar por un "antes" si el tiempo y el espacio, si la materia y la energía, se crearon ex novo a partir de esa aparente nada que se adivina infinitamente densa y con un calor de billones de grados. 
Después, incómodos, los prohombres de la física teórica se ponen a silbar y miran hacia otro lado. 
Vamos, que no tienen ni la más remota idea. Aunque últimamente algunas teorías especulan sobre un proceso cíclico, de universos múltiples que se crean y destruyen.
En realidad, sólo podemos dar noticias ciertas sobre lo que sucedió 0,000000000000000000000000000000000000000000000001 (0,0-47) segundos después de que t=0 se alterase en un estallido repentino, que generó un cosmos todavía informe, diminuto, cuya sustancia está tan disociada que no es materia ni tampoco energía; es un estado intermedio, capaz de soportar temperaturas inverosímiles. 
Esta fabulosa explosión que acabó con t=0 sucedió (creemos) hace unos 13.700 millones de años, y la llamamos el Big Bang. 
Es, en definitiva, el inicio del (nuestro) tiempo, la materia y la energía.
A partir de esa explosión elucubramos, como dije, sobre un instante increíblemente breve de 10-44 segundos, el llamado “tiempo de Planck“. Todo lo anterior, fundamentalmente la singularidad de la que surge, queda así como un misterio todavía inabordable, en el que muchos creen ver la firma de Dios. 
El Papa Pío XII, por ejemplo, afirmó en 1951 que la ciencia había atestiguado con el Big Bang el "hágase la luz". La creación. Enseguida Georges Lemaitre, astrofísico y uno de los padres de la teoría del Big Bang, sacerdote y presidente de la Academia Pontificia de Ciencias, se reunió con colaboradores del Santo Padre. Sugirió que no se condicionara la existencia de Dios a una teoría

basada, en última instancia, en principios incómodos para el catolicismo, como los de indeterminación o incertidumbre. La infalibilidad del Sumo Pontífice obliga siempre a un ejercicio de prudencia porque, si de algo estamos faltos en estas áreas del conocimiento, es de certezas.

En física teórica gobierna, con mano temblorosa, la hipótesis.

La reunión dio sus frutos, y un año más tarde, en un discurso ante la Asamblea General de la Unión Astronómica Internacional, el Papa evitó elucubrar sobre cualquier cuestión teológica ligada a la física teórica.

Tenemos, en definitiva, algo opaco, muy energético y extremadamente denso. Pero, sin que sepamos la razón, posiblemente un "cambio de fase" (como pasar de líquido a gaseoso), a los 10-33 segundos el universo expansiona de manera exponencial y pasa en un brevísimo instante (0,0000000000000000000000000000000001 segundos) de tener el tamaño de un átomo al de una pelota de baloncesto. Y continúa creciendo sin freno. Hasta hoy.
Créanme, esto resulta difícil de entender. ¿Cómo se puede expandir algo, lo que sea, tanto y tan rápido? ¿No hay acaso una ley universal que dice que nada puede moverse más rápido que la luz? Cierto. Pero el universo hace trampas, porque todavía no rigen las leyes de la física tal y como las conocemos. Lo que se expande no es materia ni energía; es otra cosa. Además, la Ley dice que nada puede viajar más rápido que la luz en el universo, pero no postula la velocidad del universo en sí. Finalmente, y sólo una cien millonésima de segundo más tarde, con un universo menos comprimido la temperatura baja hasta un punto en el que de este plasma primigenio surge, por fin, algo reconocible: las primeras partículas subatómicas con masa.

A estas partículas recién llegadas las llamamos materia.

Los Quarks.



Se inicia así un proceso que durará 500.000 años, pero cuyos momentos más cruciales se agolpan en apenas tres minutos. Puede parecer enrevesado (en realidad lo es), pero esconde unas pocas claves apasionantes que nos ayudan a entender lo que somos y dónde estamos. Y de dónde venimos.
La materia y la energía electromagnética (en forma de unos bosones sin masa llamados fotones) hacen su aparición en un escenario todavía caótico: ambas se intercambian frenéticamente en una frontera difusa. Sin embargo, la celebérrima fórmula E=mc2 comienza a imponer su ley. La imparable caída de la temperatura causada por la inflación lo ha hecho posible, y el cosmos dibuja un rostro más reconocible. La fuerza de la gravedad, la más débil de las cuatro que rigen la física, da inicio a su tarea titánica de aglutinar y ensamblar la materia. Empieza a vislumbrarse un poco de orden. La gravedad se dedica a encajar las piezas de un Lego cada vez más complejo.
Basta que la temperatura baje de nuevo para que la materia no se transforme de inmediato en energía; pero entonces nos enfrentamos a un serio problema: la materia no está sola. Enfrente tiene a una antagonista con muy mal carácter y ganas de bronca, la antimateria.
Pero antes, permítanme un inciso: si algo nos fascina de esta inaudita creación del universo, que transcurre en fracciones de segundo, son las sutiles y fabulosas asimetrías que lo hacen viable para la vida, con no menos de 20 propiedades físicas de una exactitud (o inexactitud) asombrosa. Bastaba con que una de ellas variara en una cantidad ínfima para que nuestro universo hubiese resultado inviable, catastrófico para la vida o muy diferente al actual. 
La gravedad, por ejemplo. Apenas 1 segundo después del Big Bang una fuerza de expansión menor de una parte en 100.000 billones de la que finalmente se produjo hubiese supuesto el fin prematuro del Universo, debido a la acción devastadora de una gravedad enorme que lo habría empujado a colapsar sobre sí mismo. 
Insisto, y para que lo vean por escrito: bastaba una variación de 1 entre 100.000.000.000.000.000 para que no hubiese habido nunca galaxias, estrellas, planetas o Netflix. Para que no existiéramos.
Pero hay más: si la velocidad de expansión hubiera sido mayor en una parte en 100.000 billones, el universo se habría liberado de la atracción gravitatoria y se habría expandido tanto y tan rápido que ahora sería un erial yerto y sin luz.
Sin embargo, el ajuste resultó increíblemente exacto y generó un universo inflacionario, pero sujeto a unos valores concretos que permitieron la creación de cúmulos gaseosos y galaxias. Por ello estamos aquí. 
Existimos debido a una casualidad difícil de explicar.
En el caso de la antimateria, de la que hablábamos, los datos también apabullan. El universo asiste a la destrucción de la materia en contacto con su opuesto, la antimateria. Sin embargo, de nuevo una levísima asimetría permite la supervivencia de la materia. Atentos: por cada 1000.000.000 partículas de antimateria hay 1000.000.001 de materia. Cuando la cruenta guerra civil entre materia y antimateria finaliza, una batalla que libera ingentes cantidades de energía, la materia permanece gracias a esa parte entre mil millones. 
Si lo piensan, resulta también difícil de asimilar este dato. Este minúsculo residuo (uno entre mil millones) bastará para formar la masa de cientos de miles de millones de galaxias, con billones de estrellas. Y también a ustedes, los árboles o las marsopas. Todo.
Los Quarks, que dan nombre al capítulo, son los ladrillos básicos de la materia, y junto con otros ladrillos más pequeños llamados leptones (como los electrones o neutrinos), forman la materia. Los leptones son autosuficientes y pueden vivir aislados, pero los Quarks odian la soledad y necesitan compañía. Cuando tres Quarks viven juntos, y conviven con un tipo de partícula similar al fotón (un bosón sin masa ni carga eléctrica) llamado gluón, un pegamento potentísimo que evita que Quarks con la misma carga eléctrica se repelan los unos a los otros (la llamada interacción nuclear fuerte), de esta compañía resultan unas partículas llamadas bariones. Los bariones más importantes reciben el nombre (esto sí les sonará) de protones y neutrones, y a la materia compuesta por protones y neutrones se le denomina materia bariónica.
Este baile de nombre raros era necesario porque usted, lector, está hecho de materia bariónica. Tres Quarks, pegamento, un toque de antiquarks para condimentar la mezcla y voilá: tenemos un protón. Y sepa que sólo un 4% del universo comparte tal condición.
Se lo ruego, no se ofenda, pero es usted, hecho de protones y neutrones, una auténtica rareza.
Pero entonces ¿De qué esté hecha mayoritariamente la realidad? ¿El cosmos? Nos movemos por terrenos movedizos. Para saber algo más sobre lo que existe y no podemos detectar tendremos que seguir recabando datos en aceleradores de partículas como el CERN suizo. El descubrimiento del bosón de Higgs implica que hay al menos un campo de fuerzas desconocido, el campo de Higgs, que impregna todo el espacio-tiempo. Cuando este campo frena el movimiento de una partícula genera una cualidad: su masa. Pero puede haber otros campos, con otras interacciones y, en definitiva, otros tipos de partículas. Una vez más, es mucho – demasiado - lo que no sabemos. 
Además, enfrascarnos en un estudio sobre física de partículas, con bosones o fermiones, nos llevaría horas. Y debemos avanzar.
Baste indicar que ha transcurrido (sólo) 1 segundo desde el estallido inicial y la temperatura desciende hasta los 1.000 millones de grados. El universo ha crecido hasta alcanzar algunas decenas de años luz, y tenemos noticias de que han aparecido las 4 fuerzas principales que gobernarán nuestra realidad física: la nuclear fuerte, la nuclear débil, el electromagnetismo y la gravedad. Puede que sean más, como vimos al hablar del campo de Higgs, pero tampoco nos vamos a poner estupendos.
Los hijos de los Quarks, los neutrones y protones, forman núcleos de hidrógeno y de helio, la materia más simple compuesta por 1 y 2 protones respectivamente. También se generan trazas de Litio. La mayor parte de la materia consiste en un isótopo de hidrógeno sin un neutrón en el núcleo. Recibe el nombre de protio o hidrógeno-1. El 99,98% del hidrógeno es protio, el combustible que hace brillar las estrellas, tan simple como un único protón y un electrón bailando alrededor.
Protones y neutrones también tienden a formar núcleos de helio libre (núcleos con 2 protones y 2 neutrones a los que se denomina "partículas alfa"). Este fenómeno tuvo ocupado al universo durante una eternidad: cinco minutos. Y, una vez más, somos testigos de una asimetría asombrosa. Para que el universo exista tal y como lo conocemos hace falta que el hidrógeno se transforme en helio de una determinada manera. Lo llamamos tasa de conversión de hidrógeno en helio. Pues bien: basta una variación de 0,007% en este valor para que todo el hidrógeno del universo desaparezca. Si tal hubiese sido el caso, no hubiese habido combustible para que ardieran las estrellas ni habría existido un compuesto como el agua. En definitiva: la vida sería inviable, y no habría notarios ni plátanos.
De nuevo, un dato sorprendente.
Los electrones tienden a unirse a los protones, porque tienen cargas distintas, pero los fotones muy calientes y energéticos se entrometen impidiendo que haya un atisbo de orden. El universo primigenio está completamente ionizado. A los 0,0000000001 segundos los electrones y positrones con cargas opuestas comienzan a aniquilarse mutuamente, en una batalla que será larga. A los 0,0001 segundos sí acaba otra guerra, la que enfrenta a protones y antiprotones. La contienda ha generado más fotones. Acaba la llamada era Hadrónica y comienza la Leptónica: 1 segundo después del Big Bang la temperatura ha descendido hasta solo 100.000.000.000 grados. Dos minutos más tarde, a mil millones de grados, los electrones y positrones dan por finalizada su batalla. Como hay una mínima diferencia a favor de los electrones, la partícula de carga negativa, sobrevive en el caldo primigenio. De nuevo una feliz asimetría ha acudido al auxilio de un universo compatible con la materia y, en última instancia, con la vida. Los traviesos, pequeños y esquivos electrones sobreviven, vagando libremente por el cosmos. Pero todavía no pueden unirse a los protones y formar átomos; la enorme cantidad de energía lo hace imposible. Tanta aniquilación ha generado muchos fotones.
Transcurridos 4 minutos debería haber una proporción exacta del 74% de núcleos de hidrógeno (con 1 protón) Y 26% de helio (con 2 protones). Las estrellas más primitivas, que vemos gracias al telescopio orbital Hubble, tienen justo esa proporción. La observación empírica confirma a teoría.
10.000 años después del Big Bang no pasa gran cosa; la temperatura ha caído hasta unos 25.000Cº. La denominada (y desconocida) materia oscura ha provocado unas irregularidades en el tejido del universo que, al colapsar, forman las semillas gravitatorias de las estructuras galácticas. Pero es algo que no podemos ver. El universo tiene el aspecto de un caldo blanquecino, una sopa de pequeños fotones y electrones que entrechocan de continuo. Durante cientos de miles de años el universo es una niebla impenetrable.
Transcurridos 380.000 años desde el Big Bang la temperatura desciende a 3.000Cº, lo que provoca un fenómeno asombroso: los electrones de repente son atrapados por los protones de los núcleos, y pasan a formar nubes alrededor de los núcleos. 
Demos la bienvenida a los átomos. 
Los fotones, libres por fin de la insistente compañía de los electrones, pueden viajar a la velocidad de la luz por un espacio vacío de interferencias. 
Ello provoca que, de súbito, el universo se vuelva trasparente. Y, por consiguiente, se le puede hacer una fotografía. Es lo que hizo el satélite Planck




Lo que vemos es una energía liberada, desacoplada, que adopta hace 380.000 años la forma de una radiación de fondo de microondas: sin duda la prueba más consistente del Big Bang.
Esta imagen colorida representa un universo primordial en el que la materia no se agrupa de manera uniforme. De hecho, hay lugares muy (demasiado) vacíos, y otros con una importante condensación de materia. Es un hecho para el que no tenemos explicación. En las enormes nubes de gas la materia se contraen por efecto de una gravedad creciente, hasta que en su interior la densidad permite la creación de estrellas masivas, que brillan. El universo, ahora transparente, deja de ser un lugar opaco.
En estos hornos atómicos que son las primeras estrellas se crean hace 400.000 años los elementos que conformarán el universo: carbono, oxígeno, hierro... Han transcurrido 200 millones de años desde el Big Bang.
Los primeros 4.000 millones de años resultan todavía difíciles: las jóvenes galaxias colisionan entre sí y explosionan hipernovas. Es una época turbulenta, con fuentes de rayos gamma y unas estructuras que llamamos Quasares: agujeros negros en los núcleos de las galaxias que emiten un brillo cegador. 
Hoy, 13.800 millones de años más tarde, vivimos en un universo sereno, relativamente tranquilo y mucho más extenso. No sabemos realmente cuánto mide; al menos 150.000 millones de años luz. Sí sabemos algo importante: sigue expandiéndose; de hecho, en los últimos 5.000 millones de años, coincidiendo con el nacimiento del Sol, está expansión se ha acelerado. Desconocemos – una vez más - el porqué. Hay teorías que hablan de la importancia de lo que denominamos energía oscura. 
Dejaremos para el último capítulo la cuestión relativa al posible futuro que se le adivina a este universo que está creciendo, en este mismo instante, a gran velocidad. Por el momento, centraremos nuestra atención en un mundo diminuto de partículas, cargas eléctricas y nubes. 
El mundo del átomo


La aristocracia del átomo.



Han transcurrido 300.000 años desde la gran explosión, y los electrones forman nubes alrededor de los núcleos de protones y neutrones.

Lo dijimos antes; nace el átomo.

Los dos primeros átomos fueron los más sencillos: el hidrógeno y el helio, con 1 y 2 dos protones respectivamente en su núcleo. Un dato importante: el número de protones, de carga positiva, coincide con el de electrones, cuya carga es negativa. El Hidrógeno y el Helio pueden parecer primos hermanos, pero mientras el primero es amigable y demócrata, el segundo se comporta con aristocrática indiferencia. Lo veremos enseguida.

Pero antes, sepan que el núcleo de un átomo es tan pequeño que no podemos dibujarlo a escala real. Si el átomo fuese tan grande como una casa, su núcleo tendría el tamaño de un diminuto grano de arroz. Entonces, se preguntarán ¿Qué llena un espacio tan grande? ¿De qué está hecho mayoritariamente un átomo? 

La respuesta es fascinante y turbadora a un mismo tiempo: de nada.

Usted y yo, lector, todos nosotros, a escala atómica, estamos hechos fundamentalmente de vacío. 

Lo que he dicho y lo que sigue es una simplificación de la realidad atómica que descuida a sabiendas algunos matices fundamentales que aporta la física cuántica y el electromagnetismo. El átomo y la manera como se comportan e interpelan las partículas es un universo en sí mismo, complejo y fecundo de maravillas; pero nuestra intención no es la de profundizar en la naturaleza última de la física de partículas, sino describir someramente algunas (pocas) de las características que definen la materia, aquello que nos conforma. 

Y en esta tarea, el progresista hidrógeno y el conservador helio son paradigmas ineludibles.

El hidrógeno tiene un protón, decíamos, en su núcleo. Es la materia más sencilla y fecunda del universo; representa un 75% del total. A su alrededor, se agita un electrón solitario. El helio tiene dos protones y, por consiguiente, dos electrones. En la tabla periódica de elementos ocupa el segundo lugar. Echemos un vistazo a los 10 primeros elementos:

Se representa el número atómico (la cantidad de protones y por tanto de electrones) con la letra Z (del alemán ”Zahl”: número)

Z=1      Hidrógeno (H)
Z=2.     Helio (He)
Z=3.     Litio (LI)
Z=4.     Berilio (Be)
Z=5.     Boro (B)
Z=6      Carbono (C)
Z=7.     Nitrógeno (N)
Z=8.     Oxígeno (O)
Z=9.     Flúor (F)
Z=10.   Neón (Ne)


Para entender la importancia de este número Z hace falta explicar algo más. Algo, créanme, fascinante. Como si de una cebolla se tratara, los electrones se distribuyen en capas sucesivas, empezando por la más cercana al núcleo. Estas capas se representan por una letra, y cada una puede contener un número limitado de electrones:


(1ª) Capa    K   Contiene hasta 2 electrones

(2ª) Capa    L   Contiene hasta 8 electrones

(3ª) Capa    M   Contiene hasta 18 electrones

(4ª) Capa    N   Contiene hasta 32 electrones

(5ª) Capa    O   Contiene hasta 32 electrones

(6ª) Capa    P   Contiene hasta 18 electrones

(7ª) Capa    Q   Contiene hasta 8 electrones.



Hay una regla importante: para iniciar una nueva capa (casi siempre) debe haberse llenado la capa anterior. Así, el Hidrógeno, que tiene Z=1 electrón, tiene una capa. El Helio también dispone de una única capa, pero su capa K (la primera de la lista) está llena con Z=2. Vean la tabla. El Litio, con Z=3 electrones, ha colmado la primera capa con 2, e inicia una segunda capa (L) con 1 electrón.

Fácil, ¿verdad?

A los átomos les encanta completar sus capas, porque ello les ofrece estabilidad. La capa más externa de un Átomo (en contacto con el exterior) recibe el nombre de “capa de valencia”, y es la única que puede estar necesitada de electrones. Esta capa de valencia es muy importante: determinará las propiedades químicas del átomo.

Antes distinguí entre el hidrógeno y el helio. Lo entenderán enseguida. Con un sólo electrón en su capa de valencia, el hidrógeno está deseando encontrar compañeros con los que combinarse y así completar su primera capa, que necesita 2 electrones. Las capas más interiores tienen una sujeción electromagnética más fuerte, y las uniones en las que participa el hidrógeno son muy estables.

El helio, sin embargo, tiene su capa de valencia llena, porque la primera capa K sólo necesita 2 electrones. Por tanto, lo que en el hidrógeno es predisposición a formar equipos en el helio es desinterés y desprecio.

Antes hablé de aristocracia ¿saben cómo se les denomina a los gases como el helio, cuya capa de valencia está llena y prefieren mantenerse estables e impolutos? Los "gases nobles".

Vamos a seguir jugando, buscando combinaciones. El hidrógeno escudriña a su alrededor solicitando un compañero con el cual combinarse, y hay uno especialmente interesante. El oxígeno es el tercer elemento más abundante del universo, seguido por el carbono. Si el hidrógeno no puede pretender entenderse con el elitista helio, el oxígeno puede ser una opción interesante ¿Cómo se combinarían?

Veamos: la tabla nos dice que el oxígeno tiene un número atómico Z=8. Esto significa que tiene dos electrones en su primera capa, y 6 en la segunda (2+6=8). Para llenar la segunda capa con 8, el oxígeno precisa de 2 electrones más. Necesita 10 electrones, y sólo tiene 8. El helio sería la opción más directa, pero es un "gas noble"; se encuentra cómodo con su única capa llena y nada quiere saber de nuestro pobre oxígeno. El Litio sí le puede aportar dos electrones, pero al ser su número atómico 3, sobraría un electrón, que ocuparía una tercera capa. Es un acuerdo poco eficaz.

La opción más viable para el oxígeno es unirse a dos átomos del abundante hidrógeno. A sus 6 electrones de la segunda capa le sumaría los 2 de los átomos de hidrógeno, y el compuesto resultante sería fuerte (sólo dos capas, K y L, ambas llenas, 2 y 8) y abundante (dos de los elementos más comunes del universo). A esta unión la representamos de esta manera: H2O.

La denominamos agua.

Por cierto, se me ocurrió hace poco: la palabra hidrógeno tiene una etimología curiosa, de hydro, agua, y genos, creador. El hidrógeno es, pues, el "creador de agua".

Los espectrómetros de masa nos dicen en efecto que hay agua, fundamentalmente en forma de gas y hielo, en el universo. Pero el hidrógeno puede combinarse de más maneras. Por ejemplo, con el carbono, también abundante.

El carbono es una molécula con unas características muy peculiares. Con su número atómico Z=6 tiene dos electrones en la capa interior y 4 en la siguiente (4+2=6). Su estructura está optimizada de tal manera que dispone de cuatro puertos de atraque situados en forma de cruz, y por tanto es algo así como el “átomo Lego”, ideal para ensamblar largas cadenas. Hay toda una rama de la química que tiene al carbono como protagonista: la química orgánica. La química de la vida.

En el carbono atracan cuatro átomos de hidrógeno, que completan así la segunda capa con 8 (4+4). El compuesto resultante es fuerte y abundante. Al compuesto H4C lo llamamos metano, y grandes satélites de nuestro sistema solar tienen enormes mares de metano congelado. También se ha confirmado la presencia de metano en la superficie de Marte, lo que podría indicar la existencia de vida. A día de hoy, esto último es posible, pero en absoluto seguro.

El estudio del átomo nos empuja a caer finalmente en paradojas de la física cuántica, omnipresente en el mundo de lo diminuto. Es un paso inevitable y complica bastante el asunto. No lo he dicho pero, por ejemplo, hay pequeñas capas intercaladas entre las que citábamos, y algo extraño sucede a partir del elemento número 18; una particularidad que exige de un somero análisis.

Observen de nuevo la tabla de elementos. Ahora que sabemos algo sobre el número atómico, se comprende un poco mejor:

El elemento 18 está situado en el límite derecho celeste de la tabla, donde reinan los ya conocidos "gases nobles". Sin embargo, en el caso del Argón no hablamos de un aristócrata “de pura cepa”, como los dos anteriores. Sabemos de su reciedumbre porque se encuentra en el estrado de los gases nobles azules, que lo admiten a su mesa. Pero hay una merma en su egregio linaje.

Es fácil de entender: Z=18 electrones significa que tiene dispuestas las capas de esta manera: 2+8+8. Sin embargo, el lector avispado habrá observado que en la tabla anterior comentamos que la tercera capa (M) se completa con 18 electrones. Por tanto, en el Argón la capa de valencia no está llena y cualquier oportunista podría aportar electrones a una capa exterior incompleta. 

Sin embargo, por razones que tienen que ver con la física cuántica (la llamada regla del octeto) una última capa con ocho electrones consigue un equilibrio equivalente a tener la capa llena y, por consiguiente, los electrones comienzan a llenar la cuarta capa sin acabar de completar la tercera. El potasio (K), el elemento que sigue al Argón, dispone así sus Z=19 electrones en cuatro capas: 2+8+8+1. Lo mismo sucede con el calcio (Z=20) 2+8+8+2. A partir del Z=21, de nombre escandio, se vuelve a la normalidad, a seguir rellenando a tercera capa hasta llegar a los 18 necesarios 2+8+9+2. El siguiente gas noble, el Kriptón con Z=36, vuelve a tener una capa de valencia de 8: 2+8+18+8. No es casualidad: la aristocracia fundamenta su parsimonia y ánimo ecuánime en valencias estables de 8, un número par. Los gases nobles no se alteran fácilmente.

Pero todo esto ¿Qué importancia tiene? Lo diré una vez más: el número total de protones (y electrones) otorga su nombre al elemento, y el número que tenga en su última capa de valencia determina su comportamiento. Si a un elemento le sobra o falta un electrón en la capa de valencia estará a la izquierda o derecha de un gas noble y será muy reactivo, muy inquieto. Y hay dos elementos que ocupan tales lugares, los cuales se combinan dando lugar a un compuesto sorprendente.

El cloro, a la izquierda del neón, con un Z=17, es un gas muy venenoso, y se utiliza para matar los microbios y hacer potable el agua del grifo. En estos tiempos, en los que rememoramos el horror que supuso la Primera Guerra Mundial, recordemos que la gran densidad del cloro lo hacía muy eficaz para “rellenar” trincheras enemigas. Si bien bastaba con alcanzar algún punto elevado o taparse el rostro con un paño empapado en agua para evitar sus efectos, el cloro resultaba devastador contra los heridos que yacían en el suelo sin fuerzas para levantarse. El cloro limpiaba de enemigos maltrechos el campo de batalla. Era una nube blanca de muerte que se cernía sobre los débiles, minando la moral de los supervivientes.

Su Z=17 supone que tiene 2 electrones en la primera capa (llena), ocho en la segunda (llena) y siete en la tercera (incompleta, le falta uno para cumplir con la regla del octeto) ¿con quién se puede combinar el cloro? Por supuesto con hidrógeno, pero hay una alternativa curiosa, un metal tan inestable que explosiona si entra en contacto con el agua: el sodio. Este metal tiene un número 11, lo cual lo sitúa a la derecha del Argón, y por consiguiente es muy reactivo. Presenta un único electrón en su tercera capa de Valencia (2+8+1), precisamente el electrón que necesita el cloro. Ahora bien, ¿Qué horror resulta de mezclar un gas venenoso con un metal tan inestable como el sodio?

El cloruro de sodio (NaCl) en su forma mineral tiene el nombre de halita, pero es más conocido como “sal de mesa”.

Usted lo consume a diario.

La química siempre resulta fascinante. La sal de litio, por ejemplo, se utiliza para tratar a los enfermos bipolares desde la antigüedad. Areteo de Capadocia, el primer médico que describió la enfermedad hace 2.000 años recomendaba los baños en aguas termales ricas en litio. La razón de porqué el litio funciona es interesante: el mensaje entre las neuronas (el pensamiento) se produce por un impulso eléctrico que se desplaza a lo largo del axón (el canal de transmisión de la neurona) a una velocidad enorme. ¿Cómo se produce esta corriente? Hay un rápido trasvase de sodio (que tiene una carga positiva y se encuentra en el exterior de la célula) y de potasio (con carga negativa y presente en el interior de la membrana celular). Pues bien, cuando sustituimos el sodio por litio, con unas propiedades eléctricas similares, la velocidad de transmisión se vuelve un poco más lenta, lo que tiene como consecuencia que la persona se muestre menos agitada.

Todo lo anterior tiene como intención llamar su atención sobre algo: somos enormes maquinarias químicas que interactúan con su entorno y guardan un precario equilibrio interno. Es por ello que la alimentación resulta el factor más decisivo en la salud de nuestro organismo. Beber un exceso de agua, por ejemplo, implica que el sodio en sangre se diluya, que haya un desequilibrio electroquímico en el funcionamiento celular y la salud se vea seriamente comprometida. Por suerte, nuestro cerebro dispone de un laboratorio de análisis químico avanzado con un sistema de alerta añadido: lo llamamos sed.

Los ejemplos y anécdotas se agolpan, son demasiadas, y debemos seguir adelante. Para ello volveremos al principio. Al nacimiento de la materia.

En el universo más joven sólo había nitrógeno y helio y breves trazas de litio, los tres primeros elementos. ¿Cómo se crearon el resto de los elementos de la tabla periódica, los que tienen más de tres protones? Lo hicieron en un lugar poderoso y terrible: el corazón ardiente de una estrella enorme. 

En un proceso que denominamos "nucleosis estelar".

Las primeras estrellas debieron ser inmensas, mayores de las que podemos ver hoy en día. En su núcleo una temperatura y presión colosales genera una fusión nuclear, y el hidrógeno se transforma en helio. Queda un mínimo remanente en forma de energía: luz y calor. Una estrella tan grande es muy activa y su vida corta. Cuando el hidrógeno se acaba el helio se fusiona formando átomos con 4 protones. En el universo ha nacido un nuevo elemento, distinto del hidrógeno, helio y litio: el Carbono.

La estrella gigante se muere deprisa. En apenas unas semanas se generan otros elementos: silicio, magnesio, níquel y, finalmente, hierro. Llegados a este punto, no queda nada por quemar, se llega al llamado "equilibrio estadístico estelar" y la estrella implosiona sometida a una gravedad inmensa que genera el resto de los elementos para, al momento, explosionar en una hipernova.

El resultado: una nube de gas formada por elementos pesados; y, en donde antaño estuvo la estrella, un agujero negro del que brotan dos fuentes de rayos gamma en direcciones opuestas: el suceso más energético tras el Big Bang.

Los elementos de la tabla periódica, el oro de su anillo de casada o el plomo de una figura se forjaron abruptamente hace miles de millones de años tras la muerte de una estrella lejana. Viajaron por el espacio, formaron parte de otras estrellas o cúmulos nebulosos y acabaron en un pequeño planeta de un sistema solar de una galaxia como tantas otras. Con el tiempo una criatura inteligente lo extrajo de la tierra, lo fundió y moldeó para que se acomodara al tamaño de su dedo.

El átomo. Diminuto, numeroso y duradero (unos 1035 años). ¿Quiere una sorpresa, lector? Por simple cálculo estadístico, unos mil millones de átomos que forman parte de usted estuvieron antaño dentro del genial Mozart.

Sorprendente y fascinante



Una galaxia con buen carácter


Iniciamos el trayecto. Hemos hablado de los comienzos y presentado la materia y el átomo. Transcurridos 7.800 millones de años desde el Bing Bang, incontables estrellas han muerto, desperdigando materia por el universo. 
El telescopio espacial Hubble ha detectado el brillo tenue de la galaxia más lejana. Se denomina GN-z11 y emitió hace más de 13.400 millones de años la luz que ahora llega a la lente del Hubble. Dado que el cosmos tiene unos 13.800 millones de años, esa galaxia, tal y como se ve ahora aquí, corresponde al universo joven, cuando habían transcurrido solo unos 400 millones de años desde el Big Bang. 
El cosmos hoy es mayor, más sereno. Hace unos 10.000 millones de años, en un lugar que denominamos "grupo local" y que mide unos 4 millones de años luz de diámetro, se crearon un centenar de galaxias. Tres eran bastante grandes: Andrómeda, la Galaxia del Triángulo y la Vía Láctea. Estas tres galaxias espirales fueron atrayendo y deglutiendo las más pequeñas, acrecentando con voracidad su tamaño. Hoy en día en el grupo local distinguimos solo 30 galaxias. Todo este grupo se dirige a su vez hacia el Supercúmulo de Virgo, atraídos por una fuerza invisible y desconocida que recibe el nombre de "Gran Atractor". Puede ser una gran acumulación de materia oscura. Una vez más, no tenemos certeza alguna.
Nuestra galaxia se llama Vía Láctea. Es una galaxia algo atípica; tanto su bajo momento angular como su metalicidad, tamaño y forma nos hablan de un lugar que no ha sufrido el embate de otras galaxias masivas, ni se ha visto alterado por grandes cataclismos estelares, como masivas erupciones de rayos gamma o encuentros con agujeros negros. La Vía Láctea ha formado estrellas a un ritmo previsible, incorporando de vez en cuando pequeñas galaxias; pero no vemos trazas de desgarros. 
En esto, como en tantas cosas, hemos tenido suerte. Vivimos en un país celeste con un bajísimo índice de criminalidad.
Pero tenemos nuestro genio, no crea. En la actualidad, sepa que estamos devorando la galaxia de Sagitario, una pequeña y anciana galaxia elíptica de 10.000 años luz de diámetro. Nuestra atracción gravitatoria comienza a deformarla, tirando de ella. Más cerca incluso, la galaxia enana Canis Mayor se desgaja, y estrellas gigantes rojas forman un disco alrededor de la Vía Láctea.
Hasta hace poco creíamos que nuestra galaxia se asemejaba a Andrómeda, con varios brazos espirales en su disco y un prominente bulbo en el centro. Sin embargo, y gracias entre otras a las observaciones del telescopio Spitzer, hemos tenido que revisar lo que creíamos saber sobre nuestra propia casa.
Antes de seguir ¿Cómo es posible que dudemos, que sepamos tan poco sobre nuestro hogar, la Vía Láctea? Al fin y al cabo, estamos en ella. Imagine que se asoma por la ventana y me describe la casa de su vecino de enfrente. Tiene una perspectiva global de la vivienda. Sin embargo, y sin moverse de la ventana, le pido que describa el exterior la casa en la que se encuentra. Es una tarea difícil, porque no dispone de una visión de conjunto. Tan sólo puede deducir su forma comparándola con las del vecindario. Además, la casa está llena de tabiques, y usted no puede salir del salón. Algo parecido nos sucede con la Vía Láctea: el disco masivo o el pseudo bulbo nos impide ver lo que hay detrás. Por ejemplo, las dos galaxias que estamos asimilando se encuentran en el otro extremo de la galaxia, y no podemos estudiarlas con suficiente detalle.
He hablado de un pseudo-bulbo. El centro de nuestra galaxia no tiene la forma abultada que vemos en otras; es una aglomeración más pequeña, y los brazos espirales llegan hasta el mismo centro. Alrededor del pseudo bulbo hay un anillo de estrellas, y en su interior un lugar agitado en el que se concentran estrellas jóvenes. Y justo en el centro de todo, un agujero negro, llamado Sagitario A, que no llega a los 8 millones de kilómetros de diámetro, pero cuya masa equivale a 2.600.000 soles.
En la Vía Láctea destacan dos brazos principales, de nombre Perseo y Centauro. Hay otros dos más pequeños: Sagitario y Escuadra. Por último hay otros 4 más pequeños. 8 en total. Importante: estos brazos espirales no son agrupaciones de materia, acumulaciones de estrellas; son ondas de densidad, y una estrella como el sol viaja alrededor de la galaxia sin permanecer en un brazo. A lo largo de su vida, el Sistema Solar atravesará varios brazos galácticos. Y este tránsito es un momento que puede entrañar un cierto peligro.
Lo veremos.
Nosotros estamos situados en este instante en una zona bastante tranquila, en un pequeño brazo llamado Orión y que forma parte del brazo de Sagitario. Vivimos en una ciudad tranquila de un país seguro.
Por último, las galaxias tienen un tercer componente del que apenas se habla: el halo. Es una esfera que mide miles de años luz y contiene 10 veces la materia que forma las estrellas. Se especula con que haya una fuerte concentración de materia oscura, que afectaría gravitatoriamente a la velocidad de rotación del disco, incluso en sus niveles más lejanos.
Ahora imagine: hace unos 5.000 millones de años, cuando la Vía Láctea llevaba ya 5.000 millones de años de existencia, algo sucede. A 27.000 años luz del centro de la galaxia (casi a mitad de camino)  una supernova hace explosión y libera un enorme disco formado de elementos pesados. Esta onda de choque se encuentra con una nube de gas y polvo de 24.000 kilómetros de diámetro y la enriquece con carbono, oxígeno, nitrógeno y muchos otros elementos. La supernova ha despejado la zona, que es tranquila y fecunda en elementos. 
En este paraíso de paz y riqueza material está a punto de nacer nuestro Sistema Solar.

El Sistema Solar


La nube tiene un 73% de hidrógeno, un 25% de helio, un 0,73% de oxígeno o un 0,29% de carbono, entre otros muchos elementos. No es extraño: somos la consecuencia de una supernova en una galaxia que lleva 5.000 millones de años fabricando elementos dentro de un universo que ya tiene 12.800 millones de años. Si hubiésemos nacido antes, no tendríamos tanta materia pesada disponible.
El 99,9% de la masa de la nube se concentra bajo la gravedad, y forma un enorme disco que será nuestra estrella, el Sol. Llegado un punto, su núcleo sometido a una presión inmensa convertirá el hidrógeno en helio, y emitirá luz y calor. Brillará.
Habrán oído decir que el Sol es una estrella corriente. No es cierto. Sólo el 2% de las estrellas tienen su tamaño. El 95% son más pequeñas. El 3% más grande.
Por tanto, el Sol es una estrella muy peculiar. Y por varias razones.
La distancia de una estrella del centro de la galaxia y el momento de su nacimiento marca lo que llamamos su metalicidad.; es decir, la cantidad de elementos pesados que tiene. Una estrella vieja suele encontrarse en las afueras de la galaxia, y su metalicidad es menor. Sin embargo, las estrellas más jóvenes y cercanas al centro tienen una metalicidad más alta.
Hay una zona en la galaxia que los científicos denominan "zona galáctica habitable". Es un rango de distancia en el que la vida es viable, y abarca entre 26.000 y 29.000 años luz del centro galáctico. Es un margen muy estrecho, de sólo 3.000 entre 50.000
Nosotros estamos a 27.000. Una zona ideal para la vida. Otra de esas "casualidades" a las que nos vamos acostumbrando.
Si estuviéramos más lejos del centro, viviríamos en los arrabales, en una zona tranquila llena de pensionistas y jubilados. El problema es que la cantidad de elementos pesados en tales parajes es mucho más pequeña, y la vida necesita de hierro, flúor o potasio. 
Más cerca del centro la cosa se anima bastante, pero el vecindario es peligroso. Hay estrellas jóvenes con tendencia a convertirse en supernovas, y la radiación procedente del pseudo-bulbo es poderosa y mortal. Conviene mantener las distancias con tales lugares conflictivos. Además, con tanta densidad los choques son frecuentes y destructivos.
Estamos, entonces, en el lugar idóneo. Además, nuestra estrella es especial por otro detalle: su metalicidad es mayor de la que le correspondería por edad y situación. Sin duda, el aporte de elementos de la supernova que nos antecedió, algunos radioactivos, explica esta rareza.
Sólo hay 6 de entre 10.000 estrellas que se parezcan al Sol. De nuevo, un dato sorprendente. 
Tenemos que seguir avanzando, pero permítanme que les muestre un fenómeno fascinante: a 18.000 millones de kilómetros de la Tierra la marea de partículas y energía provenientes del Sol chocan con la radiación procedente del espacio profundo. Llamamos heliopausa a esta frontera. Es un escudo, un arco de choque que protege a los planetas de las partículas energéticas cósmicas y (sospechamos que) deja un rastro en forma de inmensa cola de cometa, llamada heliocauda. Lo conocemos bien, porque – sorpréndase - estamos allí. La Voyager 1 se encuentra exactamente a 20 billones kilómetros de la Tierra. Nada construido por el hombre ha llegado tan lejos. Sus sensores nos indican que recibe más radiación procedente del espacio exterior que del interior del Sistema Solar. 
Su gemela, la Voyager 2, se encuentra a 15 billones de kilómetros. Todavía recibe más radiación de partículas provenientes del Sistema Solar que del exterior. No ha cruzado la heliopausa.
Por cierto, una curiosidad: los datos que la NASA aporta en el preciso momento de escribir estas líneas parecen estar mal. La Voyager 1 se aleja del Sistema Solar a 56.000 kilómetros por hora. Sin embargo, los datos revelan que la Tierra acorta su distancia con la nave, a una gran velocidad.  ¿Cómo es posible? ¿Acaso nos estamos lejano también del centro de nuestro sistema?
En realidad, sí. En este momento del año la Tierra, en su peregrinar alrededor del Sol, está alejándose del mismo (desde la perspectiva de la Voyager); y lo hace a un millón de kilómetros por hora. No es extraño que esté acortando su distancia con la sonda; dentro de unos meses se alejará de nuevo, cuando su órbita lo haga caer de nuevo hacia el Sol. Es un detalle tonto por obvio, pero me gusta observar las cifras en tiempo real que la NASA ofrece en esta página que les invito a visitar:
El rápido transcurrir de las cifras me habla no sólo del viaje de las Voyager. También me ofrece información del viaje en el que estoy inconscientemente embarcado. El de mi planeta alrededor de una estrella.
Pero volvamos a los inicios de nuestro Sistema Solar. Porque está repleto de planetas en estos primeros momentos. Varias decenas.
Y hay dos planetas que están a punto de chocar.

El impacto prodigioso.


En esa nube de materia que da origen a nuestro sistema, el 99% de la masa se concentra en el Sol, pero el 1% restante queda en forma de nubes de gas y polvo que se condensa en unos miles de rocas de decenas de metros. Estos meteoritos colisionan entre sí, y millones de años más tarde el Sistema Solar tiene protoplanetas de cientos y miles de kilómetros de diámetro.
Contamos alrededor de un centenar de planetas en nuestro sistema. Díganselo a sus amistades: hubo momentos en los que el sistema Solar tuvo cien planetas. Igual les cuesta creerlo.
Los gases, más livianos, se alejan hacia el exterior y forman gigantes gaseosos; las rocas sólidas permanecen en el interior del Sistema Solar. Con el paso del tiempo, los protoplanetas chocan entre sí, y sólo quedan una docena. Júpiter, un enorme planeta gaseoso, ha hecho mucho por limpiar el Sistema Solar de residuos. Su enorme gravedad ha despedazado un planeta que había más allá de Marte, y sus restos forman el cinturón de asteroides. En una órbita más lejana Neptuno viaja por el espacio con un eje de rotación inaudito. Es un planeta que rota totalmente acostado, lo que da idea de un choque enorme. Más curioso es el caso de Mercurio: un planeta extraño. No tiene atmósfera y es muy pequeño, del tamaño del núcleo de la Tierra. Sin embargo, es extremadamente denso. Posiblemente, en los primeros tiempos Mercurio sufrió un impacto directo con un compañero de casi su mismo tamaño y se despedazó, quedando sólo el núcleo del planeta. El resto de la materia desaparecería atraída por la estrella cercana.
Venus también muestra los efectos de un impacto. Rota en sentido contrario. El Sol nace en el oeste y se pone en el este. Sin embargo, tenemos pruebas de que este choque fue muy posterior. Hablaremos de ello más adelante.
¿Y la Tierra?
En la órbita de la Tierra, tras múltiples colisiones, encontramos dos planetas: la Tierra y un planeta del tamaño de Marte, llamado Theia. Hace 4.600 millones de años ambos planetas colisionaron, en el que debió ser el mayor cataclismo vivido jamás en la Tierra. Theia viajaba más rápido que una bala, a 40.000 km por hora. El impacto fundió ambos planetas, destrozando a Theia y generando un océano de lava en la Tierra de al menos 1000 kilómetros de profundidad. Hace unos años se publicó en la revista Science el hallazgo de un mineral procedente de Theia.
Es importante la manera como se produjo el choque. El impacto no fue directo, como en Mercurio, sino oblicuo. Esto tuvo dos consecuencias para la Tierra: 
Primero, el plantea se inclinó por el choque 35,5 grados. Esta inclinación tendrá una importancia fundamental para el futuro de la vida en la Tierra, como veremos. Segundo, la Tierra aceleró su rotación hasta el punto de que los días duraban sólo 6 horas. 
Los restos de lo que fue Theia quedaron atrapados en órbita alrededor de la Tierra, a 25.000 kilómetros de altura, formando un anillo rojizo. En apenas un siglo la gravedad acumuló los restos en dos satélites, que acabaron chocando y formando un único compañero para nuestro planeta: la Luna.
Al principio la Luna, a 25.000 kilómetros de la Tierra, ejerce una fuerza gravitatoria tremenda sobre el planeta que lo mantiene inquieto, con una velocidad de rotación inusual. El manto tarda en solidificarse, y en el interior los elementos más pesados - fundamentalmente el hierro - forman un núcleo muy activo, que gira. Para cuándo la corteza se solidifica es extremadamente fina, y el núcleo exterior es líquido. Estos dos factores, consecuencia del impacto, también serán fundamentales para el desarrollo de la vida. Siguen las casualidades, que parecen no tener fin.
La Luna comienza a alejarse, pero es enorme. Tiene un diámetro de 1/4 de la Tierra. Ningún planeta del Sistema Solar tiene un satélite tan grande en comparación con su tamaño. De hecho, es algo más que un satélite.
Puede que le sorprenda, pero no es el planeta Tierra lo que da vueltas alrededor del Sol a un millón de kilómetros por hora; es un sistema doble integrado por las masas de la Tierra y la Luna el que viaja siguiendo el movimiento de una elipse y creando pequeños tirabuzones, y cuyo punto central de masas (o baricentro) se encuentra 1.700 kilómetros bajo la superficie terrestre. Es decir, a 4.683 kilómetros del centro de la Tierra. Tampoco es exacto decir que la Luna gira alrededor de la Tierra; ambas giran en torno a este centro de masas que he localizado.
Por ello es lícito al menos elucubrar con la idea de que la Tierra y la Luna formen un sistema planetario doble.
La Luna se aleja, y con ello frena la velocidad de rotación de la Tierra; unos 20 segundos cada millón de años. Además, estabiliza a nuestro planeta, que apenas oscila en su inclinación. Sólo observamos una leve oscilación en períodos de 40.000 años. La atracción gravitatoria se hace sentir en la subida del agua de los océanos, pero sepa que en tierra firme también hay mareas. En las llanuras del centro de los EEUU o en Barcelona, por ejemplo, el tirón lunar hace que el suelo se eleve 20 centímetros. Este hecho ayuda a tener una corteza inestable, cambiante, propensa al movimiento de placas y a los efectos del vulcanismo. 
El tener un sistema planetario doble supone serias ventajas para la vida. Y todo es fruto de un choque fortuito, con un ángulo de impacto que hizo posible la existencia de la Luna. 
Una vez más, una feliz casualidad que hace de la Tierra un planeta extraordinario. Único.
Del centenar de planetoides pasamos a tener sólo 8 planetas, y una cantidad todavía indefinida de planetoides más allá de la órbita de Neptuno. Las órbitas de los planetas en el Sistema Solar cumplen las leyes de Kepler, y son elípticas. Pero son extraordinariamente regulares y casi circulares. Por ejemplo, la Tierra se desvía del círculo en un ridículo 1,7%. Este fenómeno se debe a la presencia de Júpiter, un gigante que podría haberse convertido en estrella con algo más de masa, y que como un guarda de tráfico ordena el movimiento de los astros con la autoridad que le brinda su potente gravitación.
Por cierto, algo curioso. La mayoría de los sistemas estelares que conocemos son binarios o ternarios. Los sistemas con una sola estrella constituyen la excepción. También en eso hemos tenido suerte: un sistema binario haría muy difícil el surgimiento de la vida, en un entorno mucho más inestable y con mayores fluctuaciones energéticas. A no ser que el Sol tenga una compañera invisible, algo harto improbable, se trata de una estrella solitaria.

¿Por qué hablo de una compañera improbable, y no imposible? Hay muchos tipos de estrellas. Las enanas marrones, por ejemplo, son casi desconocidas. Con un diámetro similar a Júpiter, estas diminutas estrellas son muy difíciles de detectar. Sin embargo, considero muy improbable que no se tenga noticia de una diminuta compañera del Sol, por muy excéntrica que fuese su órbita.
Pero el mismo hecho de que no podamos negar taxativamente su existencia nos habla de algo importante: de lo grande que es el Sistema Solar. Suponga que nos propusiéramos hacer un mapa a escala de nuestro sistema, respetando el tamaño relativo del Sol y los Planetas. Un museo de ciencias en construcción pregunta si tal empeño es posible, y el arquitecto, que se ha comprometido con la tarea, comienza a calcular las medidas y distancias.
Supongamos que Mercurio se puede ver a simple vista, sin usar un telescopio. Sería del tamaño de este punto ".". El Sol sería muy grande, pero cabría en una pared. Por tanto, el tamaño de los astros no sería el problema. 
El problema es la distancia entre los cuerpos estelares.
Situamos a Mercurio a sólo 38 centímetros del Sol, y Venus se muestra a 72 centímetros.  Tiene el tamaño de una lenteja. En realidad, estamos haciendo trampas: con un Mercurio de un tamaño que se pueda ver la distancia en términos relativos tendría que ser mucho mayor. Pero, a pesar de todo, continuamos.

La Tierra se encuentra a un metro exacto, y Marte a un metro y medio. El gigante Júpiter se sitúa a algo más de 5 metros. Saturno casi a 10 metros, Urano a 20 y Neptuno, el último planeta, a 30 metros. Es una habitación grande, pero el arquitecto parece ilusionado. Piensa en un gigantesco vestíbulo que muestra la enorme magnitud de lo espacial ¡30 metros de pared! Pero un conservador del museo que le acompaña le pregunta por los objetos del cinturón de Kluiper.
¡Plutón! ¡Es cierto! Y otros cuerpos similares ¿A cuánto se encuentran? A 50 metros del Sol. No hay problema. Se puede hacer una pared de 50 metros. El conservador le observa socarrón ¿y el cuerpo difuso?, pregunta. El arquitecto no sabe de lo que le habla. Es una zona exterior del Sistema Solar, le informa el conservador, y posiblemente alcanza hasta los 300 metros. El arquitecto se replantea el proyecto. Un muro de 300 metros representa un desafío estructural y de diseño. Por suerte, el ayuntamiento dispone de suelo suficiente y de un presupuesto holgado. Sin duda, la pared que representa al Sistema Solar será la joya del museo. Las naves Voyager II y I se encuentran a 103 y 126 metros respectivamente. Podría poner dos pequeñas luces LED parpadeantes para indicarlo. Los visitantes se asombrarán de lo lejos que han llegado. 
De nuevo el conservador le despierta de sus ensoñaciones con un susurro ¿y la nube de Oort?
El límite del Sistema Solar lo marca una inmensa nube de cuerpos helados, los deshechos de la formación del Sistema. Puede haber billones ¿A qué distancian se encuentra? No hay un consenso claro. Las cifras rondan desde una pared de 50 kilómetros a una de 200. El arquitecto se queda anonadado. Las cifras son mareantes. Es imposible representar a escala el sistema solar. Incluso si situáramos la Tierra a un centímetro del sol, lo que haría difícil representar a Mercurio y Venus, la pared mediría kilómetros. 
Es una locura. El Sistema Solar es inmenso.

El Bombardeo terminal


Han transcurrido 400 millones de años desde el gran impacto de Theia. La Luna se ha alejado y los días son más largos. La pléyade de planetas que llenaban el Sistema Solar ha quedado reducida a los 8 que conocemos. Y llega una cierta calma.
Todavía hay escombros suficientes como para golpear la Tierra de vez en cuando, pero se está solidificando una corteza, y lo hace muy deprisa. Del interior ardiente surgen chimeneas de lava que expulsan gases como vapor de agua, nitrógeno y amoniaco (NH3). No hay oxígeno. Este elemento, al igual que el carbono, se encuentra en su mayor parte en los confines del Sistema Solar.
La distancia de la Tierra respecto del Sol permite unas temperaturas adecuadas para que haya agua líquida en su superficie. El agua que proviene del interior del planeta se condensa en la atmósfera y cae en forma de lluvia, embalsándose en una superficie caliente que, sin embargo, no alcanza la temperatura de ebullición. Lentamente se llenan las cuencas y se forman los océanos.
El griego Empédocles lo dijo hace más de dos mil años: "los océanos son el sudor de la Tierra".
La Tierra orbita a una distancia idónea, que hace posible la existencia de agua líquida. Un poco más cerca (un 5%) o más lejos (un 15%) del Sol, y hubiésemos tenido el mismo fin que Marte o Venus.
Fuimos afortunados. De nuevo.
El amoníaco, muy volátil, alcanza una altitud en la que la radiación solar lo descompone, y los tres átomos de hidrógeno escapan libres al espacio. El átomo de nitrógeno permanece, y conformará desde entonces el 80% de la atmósfera terrestre.
Hay algo de dióxido de carbono, pero en contacto con el agua se disuelve, formando rocas carbonatadas. Con un sol tan débil, la atmósfera ofrece un efecto invernadero que impide que se hielen los océanos, pero este efecto es menor que en Venus. La existencia de agua líquida en la superficie evita que la Tierra se recaliente en demasía.
La gran actividad volcánica acrecienta la corteza, y las islas se unen creando pequeños continentes. Al principio la cercanía de la Luna y la velocidad de rotación de la Tierra provocaban enormes megatormentas en la superficie de la Tierra, mayores que cualquier huracán que haya conocido el hombre, con olas de cientos de metros y vientos increíbles. Pero todo está más calmado. La Luna se aleja, la Tierra gira más despacio. Se va pareciendo al planeta que habitamos.
Parece que ha pasado lo peor. 
Pero no.
Algo ha estado pasando durante este tiempo. Júpiter, el gigante gaseoso, se formó más cerca del Sol de donde se encuentra en la actualidad, y hace 4.200 millones de años se acercó aún más. Esto produjo una perturbación en el cinturón de asteroides y, por ejemplo, impidió que Marte adquiriese mayor masa. En otros sistemas que observamos en el espacio no es inusual que los gigantes gaseosos tengan órbitas cercanas a la estrella ¿Por qué Júpiter no acabó también en una órbita del sistema solar interior? Ello, sin lugar a dudas, hubiese supuesto la destrucción de la Tierra y del resto de planetas rocosos ¿Qué impidió tal desastre? ¿Qué hay que sea diferente en nuestro sistema?
La respuesta es Saturno; otro gigante gaseoso. Creemos que Saturno se creó más tarde que Júpiter, y que inició su acercamiento al Sol con posterioridad y más rápido que el gigante gaseoso. Cuando se acercó a Júpiter, Saturno impidió que se acercara más a la estrella, y le obligó a retroceder hasta el lugar que hoy ocupa. 
Creemos que este hecho es algo excepcional. 
Una vez más, y ya he perdido la cuenta, los hados juegan a nuestro favor.
Júpiter frena pues su avance destructor hacia el Sol, y retrocede. Con su llegada se alteran las órbitas de los otros gigantes, y Urano y Neptuno son expulsados a lugares mucho más lejanos. Incluso las matemáticas especulan con un tercer planeta gaseoso, situado entre Saturno y Urano, que abandonó el Sistema Solar y deambula hoy errante por el espacio. Como otros muchos vagabundos.
Porque "planeta" es una palabra griega que significa precisamente eso: vagabundo.
La llegada de Urano y especialmente Neptuno a las inmediaciones del llamado cinturón de Kluiper tiene enormes consecuencias. 
Cuando se formó el Sistema Solar, las partículas de desecho quedaron orbitando a unas 30 Unidades Astronómicas en forma de enormes rocas heladas en el llamado cinturón de Kluiper (La Unidad Astronómica o U.A. es la distancia media entre la Tierra y el Sol). El carbono, hidrógeno y vapor de agua que escaparon de las órbitas internas del sistema solar en los inicios aparece en tan remotos lugares en forma de hielo de agua o de metano (recuerden, H4C). Mucho más lejos, a más de 100 U.A., comienza una nube inmensa de billones de cuerpos helados formando un escudo que marca los límites del sistema solar. Lo llamamos la nube de Oort. Lo vimos en el capítulo anterior; fue la pesadilla de nuestro pobre arquitecto
Neptuno irrumpe en este cinturón de Kluiper como elefante en una cacharrería y decenas de miles de cometas y meteoritos ven como su órbita se altera.
La gravedad los empuja a caer hacia el Sol. 
De eso hace 3.900 millones de años; y a esta lluvia masiva de roca y hielo la denominamos "el bombardeo terminal".
Este fenómeno se planteó por primera vez cuando los geólogos estudiaron las toneladas de rocas que el proyecto Apolo trajo de la Luna. Los análisis descubrieron fundidos causados por grandes impactos, todos ellos con una edad no superior a 3.900 millones de años. Por tanto, la Luna fue castigada duramente en esa fecha con tal virulencia que su corteza se fundió y borró todo rastro de impacto anterior. Y lo mismo sucede en todo el Sistema Solar.
Hace 3.900 millones de años, en un plazo increíblemente corto de unos cientos de millones de años, el Sistema Solar se ve devastado por billones de toneladas de roca e hielo provenientes del cinturón de Kluiper. Se calcula que un 95% de la masa del cinturón se vio alterada gravitatoriamente y cayó hacia el Sol, por lo que miles de meteoritos y cometas de gran tamaño colisionaron con los planetas. Fue una lluvia de destrucción masiva.
¿Qué tamaño tenían los cuerpos que se estrellaron contra la Tierra? Tenemos dos datos: hay roca sedimentaria del fondo del océano que hemos encontrado en Groenlandia, y que se ha datado en 3.850 millones de años. Esta roca no presenta muestras de haber sido sometida a grandes impactos. Además, hay restos fósiles de una vida incipiente que surgen en esa turbulenta época. Por tanto, lo más probable es que sobre la Tierra cayeran decenas o centenares de cuerpos de hasta 200 kilómetros de diámetro, capaces de hacer hervir los océanos de todo el planeta hasta una profundidad de 200 metros, en lo que se denomina la "zona fótica", y provocar una temperatura en la atmósfera de cientos de grados. Recordemos al respecto que el meteorito que acabó con el reinado de los dinosaurios hace 65 millones de años medía "sólo" 10 kilómetros. Lo suficiente como para provocar una ola de fuego por todo el planeta y un invierno nuclear de años.
Sin embargo, el fondo abisal, oscuro del océano, pudo evitar buena parte de la devastación. Aunque, con una corteza tan golpeada y frágil, los volcanes submarinos debían ser frecuentes. De algo estamos seguros: a partir de 3.800 millones de años la Tierra no recibió un impacto de un cuerpo mayor de 350 kilómetros. 
Los últimos dos grandes impactos de los que tenemos noticia se produjeron hace 2.000 millones de años en lo que hoy es Sudáfrica y 1.850 millones de años, en la actual Canadá.
Con los cometas regresa al interior del Sistema Solar, a la Tierra, buena parte del carbono que se había volatilizado y cristalizado en los cometas del cinturón de Kluiper. El planeta recibe miles de toneladas de agua y compuestos complejos con base en el carbono, como los aminoácidos. 
Un aumento consiguiente del dióxido de carbono podría representar un problema, por su efecto como gas invernadero. Pero, como ya dijimos, parte del carbono se disuelve en el agua, y cuando reacciona con los silicatos de las rocas produce carbonato cálcico, una sal. Esta sal precipitada se denomina calcita, un mineral. Las rocas de este mineral forman piedra caliza. Es una manera eficaz de que el dióxido de carbono abandone la atmósfera y pase de gas a sólido.
Parte de este gas inserto en la roca profundiza en el manto, y sale de nuevo en forma de gas por los volcanes. La Tierra, con su actividad volcánica, genera así ciclos complejos. En el océano, por ejemplo, la temperatura del agua (50 grados) disuelve iones de las rocas y el agua se vuelve salada y ácida. Pero, curiosamente, hay una cantidad constante de sal, que no aumenta a pesar de la evaporación. La razón la tenemos en las chimeneas termales, que actúan como filtros de pecera.
Por cierto, un detalle. La elevada temperatura del agua la acidifica, cierto, y en estas circunstancias se frena la precipitación del carbono, que se disuelve en un medio ácido. Esto significa que en los primeros momentos aumenta la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera. Esto es bueno, porque en un principio la actividad solar era menor de la actual. Algo de efecto invernadero impide que la temperatura del planeta baje demasiado. Necesitamos una temperatura que permita la presencia de agua líquida en la superficie del planeta. Esta es la clave de nuestro futuro.
Con posterioridad, otro factor regulará el ciclo del carbono: la vida.
Hasta hace poco se pensaba que toda el agua proveniente de los cometas no había jugado papel alguno en la composición de la hidrosfera terrestre. La razón era clara: los cometas analizados presentaban una elevada concentración de "agua pesada"; es decir, agua en la que ambos átomos de hidrógeno contienen, además del protón, un neutrón en el núcleo (un isótopo llamado deuterio). El agua de la Tierra, con un volumen de 1.348,000 kilómetros cúbicos, se compone fundamentalmente de agua ligera. Los dos átomos de hidrógeno que la conforman sólo tienen un solitario protón en su centro.
En noviembre de 2011 el (ya inerte) telescopio orbital Herschel, de la Agencia Espacial Europea, estudió en detalle con luz infrarroja la composición del cometa 103P/Hartley 2. Había interés por saber de qué estaba compuesto, ya que el Hartley procede del cinturón de Kluiper, no de la lejana nube de Oort, como el resto de los cometas estudiados. 
Resultó que la proporción de agua ligera y pesada en el cometa era muy similar a la de la Tierra.
Este cometa de 2 kilómetros de largo nos dice que es probable que una parte del agua que bebemos provenga de las miles de toneladas de hielo con las que fue bombardeada la Tierra. No todo el agua; lo más probable es que la mayoría provenga del vapor de agua aprisionado en el manto y que las erupciones volcánicas expulsaron a la atmósfera. Lo dijimos: los cometas cayeron sobre océanos de agua. Pero, de todos modos, el Hartley nos ofrece una posibilidad fascinante, porque en esos cuerpos helados que se estrellaron hace 3.900 millones de años viajaba buena parte de los componentes químicos que hacen posible la vida.
A destiempo, el caprichoso deambular de los gigantescos vagabundos provoca una extemporánea agresión cósmica que, sin embargo, resulta crucial para el desarrollo de la vida.
En este libro la fortuna aparece tan a menudo que nos hemos acostumbrado a su presencia. Y apenas si hemos empezado.
Continuaremos visitando lugares no muy lejanos, pero casi desconocidos. 
Desentrañaremos lo que sucede en el interior de nuestro planeta, y su importancia para la vida.

Columnas de fuego


La Tierra renace del encuentro violento de dos planetas, y ello condiciona su fisonomía. Su corteza, cuando se enfríe, será delgada. Y en su interior candente se agrupan los elementos más pesados. 
Es un planeta activo, en el que la termodinámica reina con la gravedad, ocasionando movimientos tectónicos de una intensidad enorme. La Tierra palpita con fuerza, es algo que se percibe.
Todo empieza en el núcleo, un lugar en el que se alcanzan temperaturas más altas que en la superficie del Sol. Una enorme presión gravitatoria lo mantiene sólido, una esfera de hierro con un radio de 1.200 kilómetros, y que rota de oeste a este algo más rápido que el planeta. La superficie sospechamos que es ligeramente irregular, con pequeñas elevaciones llamadas dentritas. Entre estos picos restallan inmensas descargas eléctricas. Es un espectáculo que me gustaría ver.
En 1936 se anunció algo sorprendente: esta enorme esfera de hierro no constituye todo el núcleo. A su alrededor, un mar de metal líquido de hierro y níquel roza con el núcleo sólido, generando con ello una ingente carga electromagnética que se desplaza por toda la Tierra y llega hasta las capas más altas de la atmósfera. Inferimos la existencia de un mar metálico por el comportamiento de las ondas sísmicas provocadas por los terremotos (que no traspasan los líquidos). A la fuerza invisible que emerge del núcleo la denominamos "escudo magnético", y sin ella no estaríamos aquí.
Tanto calor proviene de la lenta desintegración de elementos radioactivos; isótopos de Uranio, Torio o Potasio, herencia de la supernova que antecedió al nacimiento de nuestra estrella. También el núcleo, al cristalizarse, generó calor. Y la gravedad de un planeta rocoso y denso genera densidad y energía.
Pero este calor que irradiamos se agota con el paso de los milenios. El núcleo sólido crece, se hace más grande a razón de 1 milímetro por año. Llegará un día en el que ocupe todo el espacio y no haya océano líquido. Y sin movimiento ni rocé la dinamo que es el núcleo no generará más energía. El campo electromagnético que rodea la Tierra morirá. Es inevitable.
Marte tuvo un campo magnético en un pasado lejano. También tuvo calor; el suficiente para que hubiese mares y ríos de agua en su superficie. Pero su masa es mucho más pequeña que la nuestra. Ahora es un mundo yermo y frío.
El 80% del planeta es una capa de roca incandescente que denominamos "Manto". Es un lugar tan fascinante o más que el propio núcleo, y es mucho lo que no sabemos. Por ejemplo, hace sólo dos décadas descubrimos que en el manto hay tres veces más agua que en los océanos de la superficie. El agua se conserva en la forma de un mineral hidratado llamado serpentina. 
A 670 kilómetros de profundidad, a miles de grados, la Tierra guarda su mayor reserva de agua. ¿No les sorprende? Es probable que esto se explique por la ingente cantidad de agua que llegó durante el bombardeo terminal, y que los impactos licuasen la corteza, posibilitando que el agua llegara a tales profundidades. La pista, en mi opinión, nos la daría la presencia de hidrógeno, el más volátil de los gases, y que se encuentra en el interior de la Tierra. Creo que estos elementos y compuestos llegaron del cinturón de Kluiper.
Por último, la Tierra está cubierta por una capa de roca sólida que llamamos "Corteza". Este último estrato tiene un espesor medio de apenas unos 25 kilómetros, aunque le interesará saber que frente a la costa de Galicia, al norte de España, la corteza tiene un espesor mínimo: sólo 2 kilómetros separan la superficie del océano de la hirviente lava ¿Se lo imaginan? Esto es algo que sabe muy poca gente.
Toda nuestra vida se desarrolla en esta fina capa, y no hemos sido capaces de atravesarla. Ha habido intentos de perforar túneles que nos acercaran al manto, especialmente por parte de la antigua Unión Soviética; pero el pozo más profundo, el de Kola cerca del Báltico, alcanza los 12.262 metros. No alcanzamos (ni siquiera rozamos) el manto; pero hubo dos sorpresas: la temperatura era mayor de la esperada y, muy especialmente, a la mayor profundidad se encontró gran cantidad de agua. E hidrógeno. 
Tenemos una prueba del bombardeo terminal y su origen en cometas del cinturón de Kluiper.
El manto es un sólido. Al menos, eso nos dicen las ondas sísmicas que viajan por él y que, como hemos dicho, no atraviesan materia en estado líquido. Sin embargo, en ocasiones se comporta como un fluido. Especialmente en el fenómeno que conocemos como convección.
En la corteza las temperaturas aumentan rápidamente. Recuerden lo que dije del pozo de Kola: a 12.000 metros los sistemas de prospección se fundían a una temperatura de 180 grados. Sin embargo, en el manto el calor no aumenta en la misma proporción ni de una manera regular ¿por qué? ¿Por qué hay zonas calientes y otras más frías en el interior de nuestro planeta?
En el manto se produce una transferencia de calor, una circulación (convección) de su masa, que asciende o desciende dependiendo de su temperatura. Por ello decíamos que se comportaba como un fluido.
Imagine una inmensa columna de roca fundida de miles de kilómetros de diámetro que asciende desde el núcleo del planeta, la zona más caliente, a casi 3.000 kilómetros de profundidad. Al ser menos densa la materia sube lentamente hacia los bordes de las placas de la litosfera (la corteza). Allí se enfría, y por tanto vuelve a descender.
En ocasiones este flujo es tan caliente que asciende más rápido, en una columna (o pluma) de cientos de kilómetros de diámetro; y cuando llega a la corteza se agolpa adoptando la forma de un hongo. Presiona la corteza, elevándola hasta alturas de 10.000 metros, como en el monte Manua Kea de Hawái, la montaña más alta (en términos absolutos) de nuestro planeta. Una montaña que supera los diez kilómetros.
En ocasiones la presión rompe la superficie, provocando fallas, volcanes, terremotos o continentes. Este ciclo convectivo es la causa de la intensa actividad volcánica y tectónica de la Tierra. De qué vivamos en un planeta en constante cambio.
En raras ocasiones la cámara de magma está muy cerca de la superficie y es muy grande. A este fenómeno lo denominamos supervolcán. Y es la mayor amenaza a la que se enfrenta la vida, junto con la caída de un meteorito gigante.
Lo veremos en el capítulo tercero, y al final del libro.
Hay oxígeno, tanto en el núcleo como en el manto. Pero mientras en el núcleo se une al hierro y níquel para formar aleaciones muy conductoras, en el manto forma óxidos cuya conductividad es muy baja. Se da una variación de temperatura considerable entre un núcleo caliente y conductor que rota y un manto con propiedades aislantes que transforma y conduce el movimiento transformado en energía electromagnética. Esta marea energética asciende  hasta una altura en la atmósfera de 60.000 kilómetros, la magnetosfera, formando un escudo invisible que choca con otra marea poderosa: el viento solar y la radiación cósmica.
El viento solar es un flujo de partículas, protones, electrones y núcleos de helio, que viajan a un promedio de 450 km por segundo. Esta energía, muy poderosa, choca el escudo electromagnético y rodean el planeta, dejando un rastro en forma de cola de 300.000 kilómetros de largo. La Tierra tiene algo parecido a la cola de un cometa, pero no se ve a simple vista.
Algunas partículas, en vez de desviarse, quedan atrapadas y giran sobre las capas más altas de la atmósfera de ambos polos. Cuando interaccionan con los gases de la atmósfera crean un espectáculo de colores que denominamos Aurora boreal en el hemisferio norte y austral en el hemisferio Sur. Es un espectáculo increíble.
Pero, además del viento solar, la Tierra sufre otro tipo de bombardeo energético. Se lo denomina radiación cósmica, y su origen es incierto. Son partículas subatómicas muy rápidas, y puede que nazcan en agujeros negros que emiten gran cantidad de radiación. Las supernovas o las explosiones gamma también pueden generar cantidades ingentes de materia en forma de protones o partículas alfa. 
Si no contáramos con el escudo de la magnetósfera el agua presente en la atmósfera se disociaría en dos átomos de hidrógeno, que se volatizarían en el espacio, y uno de oxígeno. Desaparecería la capa de ozono y la vida, con el ADN bombardeado y roto, sólo encontraría refugio en las profundidades del océano. Hasta qué el planeta, huérfano de agua, se convirtiera en un erial. Podríamos encontrar vida microscópica en las capas más superficiales de la corteza. Poco más. 
Es inevitable pensar en Marte. Sabemos que tuvo agua líquida en la superficie, actividad volcánica y un escudo protector. Ahora es un planeta aparentemente muerto para la vida. Su núcleo no rota, y no dispone de un escudo tan poderoso como el nuestro. Las misiones espaciales tripuladas al planeta rojo tendrán en este hecho su mayor y más peligroso reto: sobrevivir a la radiación proveniente del espacio.
Es fácil olvidar lo dañina que resulta la radiación. Los astronautas del programa Apolo percibían fortísimos destellos de luz con los párpados cerrados. Sus retinas estaban siendo bombardeadas por partículas subatómicas. Muchos astronautas presentan problemas de cataratas, más que la media de la población. La incidencia de la radiación a diez kilómetros de altitud también puede provocar serios desajustes en la salud de los tripulantes de cabina, que pasan años expuestos a una radiación mayor de lo usual. De hecho, todos reciben una vez al año un informe en el que se detalla la cantidad de radiación a la que se calcula han sido expuestos. Siempre son niveles inferiores a los máximos que indica la Organización Mundial de la Salud, pero la incidencia real del cáncer en este gremio es incuestionable. No son los únicos: los técnicos radiólogos, los trabajadores en Centrales Nucleares o los militares embarcados en una nave con propulsión nuclear trabajan en entornos de riesgo. No todos los niveles son equivalentes, claro está. Con una protección adecuada y el cumplimiento de la normativa de seguridad, el trabajo puede ser seguro. Pero la radiación es un enemigo silente y tenaz que daña la misma estructura de nuestra célula. El hecho mismo de exponerse al sol en verano durante las horas centrales del día es peligroso. Y no se equivoquen: las sombrillas no impiden el paso de la radiación solar.
Sólo impiden que nos pongamos morenos, para así crear una película oscura protectora contra la luz del sol.
Habrá lectores a los que les haya sonado catastrofista esta semblanza. Permítanme hablarle del telescopio Hubble. 
El telescopio Hubble es un cilindro, tan grande como una casa, que orbita la Tierra a 600 kilómetros de altitud, viajando a una velocidad de 28.000 kilómetros por hora. Es un instrumento de alta tecnología que nos ha ofrecido dos décadas de imágenes increíbles; ha sido nuestra ventana al universo primitivo, una auténtica máquina del tiempo. Acceder al Hubble, poder utilizar su increíble poder para investigar el firmamento, es un privilegio al alcance de unos pocos privilegiados. Se lo aseguro: cada segundo de observación con el Hubble cuenta, y hay una larga lista de espera de astrónomos que rezan por encontrar un hueco en su agenda y dirigir sus lentes a un rincón del espacio.
Y, sin embargo, algo extraño sucede. Periódicamente, la NASA se ve obligada a desconectar los instrumentos del Hubble; en concreto, cuando sobrevuela la vertical de Brasil ¿Lo sabían?
¿Por qué la NASA apaga el Hubble? La razón es que en esas latitudes la cantidad de radiación es mucho más alta de lo normal, y todos los instrumentos en órbita se ven afectados. Es un lugar peligroso y único, y tiene un nombre: "La Anomalía del Atlántico Sur". 
Y preocupa.
Ya explicamos que el viento solar y los rayos cósmicos se desvían en la magnetopausa, a 60.000 kilómetros, y rodean el planeta. Pero una cantidad significativa se adentra en la magnetosfera. También dijimos que algunas partículas se desvían hacia los polos causando auroras; pero queda todavía una cantidad importante de radiación que adopta la forma de un toroide; es decir, una curva (un carrusel) que gira alrededor del eje de rotación del campo magnético. A estas estructuras se les denomina "Cinturones de radiación de Van Allen".
Como es algo confuso, lo simplificaré: hay un lugar, correspondiente al cinturón de Van Allen interior, en el que el escudo magnético se sitúa sólo a unos 600 kilómetros de la superficie de la Tierra. Corresponde al centro (ecuador) magnético, que se encuentra a unos 450 kilómetros al sur del ecuador geográfico; es decir, Brasil. En este lugar la Tierra recibe mucha más radiación procedente del espacio; tanta, que debemos apagar el Hubble cuando se adentra en ella, y nos vimos obligados a rediseñar el escudo de la Estación Orbital para protegerla cuando pasa por esta zona tan peculiar.
En la anomalía del Atlántico Sur el choque de las ráfagas de partículas provoca una cantidad significativa de protones de alta energía. Además, esta zona de choque de partículas subatómicas debe funcionar como un acelerador de partículas, y las colisiones producen antiprotones. La nave espacial PAMELA, lanzada el 2006, se dedicó a buscar un cinturón de radiación de antiprotones. Los encontró, en efecto, en el sumidero de la anomalía del Atlántico Sur. Una anomalía que mide unos 560 kilómetros y cuya forma varía con el tiempo.
En este preciso momento, mientras escribo estas líneas, los tres satélites del proyecto Swarm están midiendo el campo magnético de la Tierra. ¿Por qué preocupa este asunto? No por la Anomalía del Atlántico Norte, sino porque hay indicios de que se están produciendo cambios importantes en el escudo.
Algo está sucediendo: en febrero del año 2011 hubo que cerrar el tráfico el aeropuerto de Tampa, en Florida. Se repintaron los números de sus pistas ¿por qué? Porque los números definen la orientación magnética de la pista; y el polo norte magnético se está moviendo. Muy rápido.
El Polo magnético, el que indica la brújula, se desplaza 64 kilómetros al año, en dirección a Rusia. Empezó a moverse en 1904, y desde 1989 aumentó en mucho su velocidad. El propio gobierno de Canadá anunció que en menos de cien años se encontraría sobre Siberia. Pero es más preocupante el dato que tiene que ver con la intensidad del campo magnético. Ha mermado un 10% en los últimos 160 años y, lo que preocupa acaso bastante más, un 5% en los últimos 10.
En la zona de la Anomalía del Atlántico Sur el campo de ha debilitado un 25% en apenas un siglo. Este fenómeno, ¿Qué puede indicar? Sorpréndase: es probable que el polo norte se esté convirtiendo en el polo sur, y viceversa.
En un futuro nuestras brújulas señalarán al sur. Esto es una certeza.
En la primera mitad del siglo XX los geólogos hicieron público un dato difícil de creer: a lo largo de su historia la Tierra cambia la polaridad de los polos. Este fenómeno es de sobras conocido: en los últimos cinco millones de años ha habido más de 20 inversiones completas del campo magnético; la más reciente, hace 700.000 años.
No es una secuencia regular. Cuando la lava se solidifica en el océano forma microcristales metálicos que se orientan según la polarización del momento. De hecho, es un método fiable para calcular la edad de un estrato determinado ¿estamos viviendo un cambio de polaridad? El movimiento del polo magnético y la debilidad del escudo parecen indicarlo. En todo caso, es un proceso que llevará millones de años.
La pregunta es: ¿corremos peligro?
En mi opinión, no. Los cambios de polaridad no vienen acompañados de extinciones masivas, ni de cambios climáticos severos. El homo erectus, un humano muy evolucionado, sobrevivió al menos a tres inversiones.
Sin embargo, es un asunto al que habrá que estar atentos, porque somos más vulnerables que antes. Nuestra tecnología sí puede verse afectada por cambios en el campo magnético. Satélites, aviones o circuitos son vulnerables a los efectos electromagnéticos. 
Si acaso, un consejo. Conviene tomar el Sol con precaución. Especialmente en zonas ecuatoriales. Bastan un par de horas sin crema protectora para que la piel presente quemaduras. El cáncer de piel puede convertirse en un problema de salud pública.
Posiblemente todo esto no sean más que elucubraciones sin sentido. Pero esperemos a ver que dicen los satélites del Swarm. Puede que nos llevemos una sorpresa.

El planeta que se agita.


Al comienzo de los tiempos Zeus derrota a Titanes y Gigantes, agentes de la destrucción y del caos. Parece una victoria definitiva del orden. Pero, entonces, algo insólito sucede: la abuela de Zeus, la noble y viejísima Gea (la Tierra), engendra con la simiente del infame Tártaro al ser más monstruoso que se haya visto jamás. 
Nace Tifón; y el mundo entero, la realidad toda, está en grave peligro, porque Tifón nace para sembrar el desorden, la ira y el caos.
¿Por qué la Tierra ha alumbrado tal criatura? Sospechamos que Gea engendra a Tifón para restaurar el equilibrio en el cosmos. Es una apuesta peligrosa; Tifón es un ser patibulario. De sus extremidades surgen cientos de cabezas de serpiente, unos apéndices horripilantes que arrojan fuego por los ojos. Las serpientes son capaces de hablar todos los idiomas y de emitir cualquier sonido. El tamaño de Tifón es colosal: su cabeza roza los astros, y sus brazos extendidos abarcan todo el horizonte.
Hesíodo, Apolodoro y Nono de Panópolis nos lo cuentan: Tifón nace con ansia de destrucción, y la Tierra entera tiembla. Arroja piedras ardientes al firmamento, lo cual aterra a los Dioses, que se ocultan en Egipto. Todos adoptan formas de animales y procuran pasar desapercibidos. Todos menos uno: Zeus, el patriarca, el Dios al que los cíclopes regalaron el rayo y el trueno. Se enfrenta a Tifón y el planeta se agita por completo. Los ecos se perciben incluso en el reino de los muertos; su dios, Hades, se encoge asustado. Incluso los poderosos Titanes y Gigantes, prisioneros y encadenados en lo profundo, se muestran intranquilos.
En el fragor de la batalla la superficie de la Tierra se enciende, se diluye en un mar de roca candente. Finalmente Zeus resulta derrotado, y Tifón le desgarra inmisericorde los tendones de brazos y piernas. Lo abandona lisiado en el suelo, humillado al ser tratado como un fardo, inmóvil e indefenso. Tifón no puede matar a Zeus (es un dios inmortal), pero lo tiene a su merced.
Tifón, y con él la hybris, el caos, ha vencido.
Pero Zeus dispone de más armas que los rayos; también tiene la inteligencia de su lado. Llama a Cadmo, el astuto rey de Tebas, y le pide que se disfrace de pastor. Armado únicamente con la siringa (flauta) del dios Pan procurará adormecer a Tifón. A cambio, Zeus le promete la mano de su hija, y le asegura que todos los dioses del Olimpo acudirán a tal enlace.
Cadmo acude a la gruta en la que Tifón se solaza tras su triunfo. El monstruo masculla grandes proyectos: planea casarse con Hera, esposa de Zeus, y pretende liberar a Titanes y Gigantes de su encierro en el tártaro, para que juntos puedan dedicarse a destruir la Tierra. Recibe entonces magnánimo al humilde pastor, que acude con su flauta, y se muestra entusiasmado con la música. Le concede el honor de amenizar su boda con Hera, algo que ya da por hecho.
El pastor se lamenta entonces: si pudiera disponer de una lira, de un instrumento armónico... Con la flauta sólo puede interpretar una melodía, pero con la lira se pueden tocar varias notas al tiempo, se pueden crear acordes. El sonido sería infinitamente más complejo. Pero haría falta encontrar unas cuerdas excepcionales, como los tendones de un dios. Tifón se levanta eufórico y le hace entrega de los tendones de Zeus. El pastor los recibe sorprendido y alborozado, pero necesita tiempo para construir un armazón lo bastante bueno. Entre tanto, propone, amenizará el tiempo de Tifón con una nueva tonada a la flauta.
El monstruo se adormece con la música, y finalmente cae en un sueño profundo. Cadmo aprovecha la ocasión para salir corriendo con los preciados tendones. Se los entrega a Zeus, que recupera la movilidad. 
Puede reanudar la lucha.
De nuevo la contienda es pavorosa; pero en esta ocasión Zeus ha pergeñado un nuevo plan. Solicita la ayuda de las Moiras, tres extrañas mujeres que deciden sobre el destino de los hombres y a las que todos, incluso los dioses, temen. Las Moiras sólo obedecen a Zeus. Así, en un momento de tregua, las Moiras aconsejan a Tifón que coma de un fruto que le concederá mayor fuerza; pero es un engaño, y el fruto debilita al monstruo.
La batalla sigue enconada y terrible, pero Zeus, con la ayuda de las Moiras, cobra ventaja. Hace sangrar a Tifón, que intenta huir; Zeus le aprisiona definitivamente, arrojándole encima el volcán Etna. La batalla llega a su fin.
Zeus, el orden, prevalece.
Sin embargo, perdurarán por siempre los rescoldos de la cruenta contienda; el Etna es un volcán muy activo, reflejo de la furia de Tifón. El monstruo ha dejado su impronta en la Tierra en forma de huracanes en la mar o terribles tormentas tierra adentro. Estos fenómenos meteorológicos, como los tectónicos, terremotos o erupciones, son imprevisibles.
Pero esto poco importa a los dioses. Son problemas que atañen a los humanos, que nunca disfrutarán de una paz completa. Siempre hay una posibilidad de caos y desorden, de imprevistos. Es lo que la anciana Gea quería: el caos debe convivir con el orden. ¿Por qué?
En realidad, es sencillo de entender. Un mundo perfecto acaba inmóvil, anquilosado. Aburrido. Toda innovación nace de un impulso, un ansia. Sin retos, la vida dejaría de evolucionar. No habría obstáculos que vencer, ni razones por las que luchar. Gea creó a Tifón para sembrar una incertidumbre que mantiene a la vida vigilante, despierta a la evolución. 
El planeta Marte nos sirve de ejemplo; demasiado pequeño, detuvo su actividad tectónica y no disfrutó del aporte de gases como el dióxido de carbono que favorecieran el efecto invernadero en los primeros millones de años, con un Sol más débil. Marte se congeló, y la radiación destruyó las moléculas de agua. 
En la Tierra, sin embargo, la convección del manto provoca que del interior del planeta surjan conos volcánicos que crean islas en la superficie del mar, y chimeneas termales en los fondos oceánicos. Hay calor, compuestos químicos complejos, diversidad. 
Gea, en su sabiduría ancestral, sabía que la vida nace tanto de un equilibrio (homeostasis) como de un constante diálogo con un entorno hostil. No hay paz posible, porque con la vida nace la muerte como compañera ineludible. Y el universo entero conspira para mantenernos entre-tenidos; situados entre el orden y el caos, frágiles por mortales, únicos por lo mismo.
La propia tierra, el apoyo con el que contamos, dista mucho de ser firme. La corteza se genera en lugares como la dorsal atlántica, una cordillera inmensa en mitad del océano. En el otro extremo del mundo se destruye litosfera, creando fenómenos geológicos fascinantes como la fosa de las Marianas, el lugar más profundo del planeta con más de 11 kilómetros de profundidad. Un entorno hostil en el que sobreviven microorganismos, que se alimentan de la vida que cae al morir. 
La dorsal atlántica provoca que en la actualidad América se alejé de Eurasia unos milímetros al año. En términos geológicos, con una amplitud temporal difícil de asimilar, los continentes se enlazan en un baile barroco de encuentros y alejamientos, que cambian corrientes oceánicas y generan ecosistemas de lo más variado. 
Inmersa en una realidad frenética, la vida tiene que reinventarse de continuo. Y en este esfuerzo de adaptación acaba surgiendo el recurso de la inteligencia.
Hay lugares, situados en el centro de los continentes, que se han mantenido estables al no sufrir el embate de las fuerzas tectónicas. A estos lugares se los denomina "cratones", y nos dan testimonio de una Tierra arcaica que estudiáremos a continuación. En el noroeste de Australia tenemos el Cratón de Pilbara, por ejemplo, con restos que se datan en 3.600 millones de años. Es un lugar fascinante, un viaje en el tiempo en el que se han encontrado estromatolitos (ya veremos lo que son) y evidencias fósiles de una activad compatible con la vida de hace 3.500 millones de años. Es la huella más antigua de vida en nuestro planeta. 
Los Cratones dan testimonio de nuestro pasado agitado.
Porque las montañas se alzan y derrumban, los mares se crean y desecan y los continentes cambian de rumbo y deambulan por una corteza en constante cambio. La vida, en ocasiones, se rendirá ante fuerzas tan inmensas y se producirán extinciones masivas. Pero renacerá, testaruda. Distinta, adaptada. Constante.
Acabamos así un capítulo, el de los inicios, lleno de interrogantes, e iniciamos el sendero de la vida. Pero antes, permítanos el lector otro mito griego. 
Asceplio, hijo de Apolo sanador y padre de la medicina, asiste escondido a la lucha entre Perseo y la Medusa. Cuando el héroe cercena la cabeza de la Gorgona, Asceplio recoge los fluidos que emanan de su vena cava derecha, una sangre capaz de curar todas las enfermedades e, incluso, de resucitar a los muertos. Asceplio, el primero de los médicos, ha encontrado un remedio a todos los males.
Hades, rey del inframundo, se queja a Zeus: su reino de muerte se queda sin almas. La respuesta del padre de los dioses es fulminante: mata a Asceplio y lo convierte en una constelación.
La muerte forma parte de la vida, y la explosión de vida antecede a una gran extinción. En este planeta convulso vida y muerte son dos caras de una misma moneda, y nadie, siquiera los dioses, pueden desoír esta exigencia de equilibrio inestable y siempre fatal. No hay predestinación, sino azar y adaptación al medio. No hay criatura imprescindible ni reyes de la creación.
No existe un "para siempre", ni mucho menos un "final feliz".
Estamos aprendiendo una lección dolorosa: somos hijos de la fortuna. Y ni fuimos los únicos ni seremos los últimos.
Lo veremos.


(Acaban de leer el primer capítulo del libro "El Ser Contingente" que espero publicar algún día)

Antonio Carrillo Tundidor