Viñeta de Forges sacada de vivireventos.com |
La aparición del libro electrónico tendrá consecuencias a corto y largo plazo. Estoy convencido. La renuencia del lector acostumbrado al papel, a su sonido, su tacto y su olor, no impedirá que, finalmente, se imponga la lectura digital. Nuestros hijos se acostumbrarán a ello; en sus pantallas ligeras llevarán toda la información necesaria para realizar sus estudios, los discapacitados contarán con herramientas que les faciliten la tarea del estudio y la visualización multimedia e interactiva de los contenidos será algo habitual en esta sociedad, ya saturada de imágenes y sonidos. E información.
Yo quiero plantear una cuestión menor, absurda incluso; una consecuencia colateral a la desaparición del libro como soporte físico.
Con los libros morirá un elemento fundamental en el hogar: las bibliotecas.
Me explicaré. Una ciudad es un ente vivo que precisa mantenimiento, cuidados y un desarrollo armonioso a lo largo de los siglos. La aglomeración de bloques de edificios infames, propia de los años setenta, ha causado heridas profundas en la sensibilidad estética de nuestras ciudades y, por contagio, en nuestro propio sentido identitario y nuestro orgullo ciudadano. Nos encerramos en barrios todos iguales, de ciudades todas iguales. De personas todas iguales. Los muebles son los mismos, comprados en los mismos sitios, y el tiempo de ocio se malgasta en ver una misma programación televisiva, o paseando por un mismo centro comercial, con los mismos comercios mil veces repetidos. Es una amalgama gris en la que el tiempo transcurre, veloz, hacia ninguna parte.
Sin embargo, lo que leemos nos distingue. Uno puede estar físicamente imbuido en esta llanura de Asfódelo que acabo de retratar, pero si su mente está inmersa en una lectura, el "yo real" se encuentra lejos, viajando quizás al centro de la tierra, visitando la Roma de Vespasiano o resolviendo un crimen en Nueva York. Es lo que tienen de mágicos los libros: son máquinas del tiempo, que nos transportan a lugares o épocas imposibles. Y créanme, realmente estamos allí.
El libro electrónico servirá igualmente para trascender lo cotidiano. Entonces, ¿dónde radica, en mi opinión, el problema? Creo que la desaparición del libro como elemento físico, tangible, tendrá una cierta repercusión en nuestra identidad, en cómo nos vemos y cómo nos ven los demás: las casas vacías de libros serán infinitamente más frías e igualitarias. La falta de bibliotecas empobrecerá el paisaje de nuestro hogar y nuestro futuro.
Una biblioteca me define. Son los libros que he escogido, pagado y leído. He tenido que prescindir de algo para comprar un libro. Si lo descargo gratis a una pantalla, como sucede con la música o las películas, lo más probable es que no lo lea, que lo lea a medias, que me canse enseguida y no haga el esfuerzo por leerlo; acaso me descargue los libros en paquetes anónimos de muchos miles, y acabe perdiendo su pista, en una espiral infinita de gigabites y formatos de lectura. Tanta información será, me temo, inabarcable.
La percepción espacial me dirige por la senda de una biblioteca tridimensional, con volúmenes que tienen profundidad y grosor. Con los libros electrónicos no habrá búsqueda: una base de datos responderá inmediatamente. No se "perderá" el tiempo navegando por un océano de recuerdos. En mi biblioteca se acumulan volúmenes y años, ¡Tantas horas dedicadas a la lectura!; y guardo la esperanza de que mis hijos me pidan, algún día, que les recomiende un libro. Y entonces habrá una nueva inmersión en los recuerdos, esta vez acompañado, pasando las manos por los lomos, de una estantería a otra. Como padre, me horroriza pensar: "¿aventuras pediste? Dime la época, la trama y número de hojas y veremos lo que nos recomienda la máquina".
Cuando visito una casa, lo primero que hago es echar un vistazo disimulado a los libros. Una biblioteca lo dice todo sobre una familia, porque somos lo que leemos. Un cuarto infantil con una estantería llena de tebeos malgastados por el uso es indicio de lectura. Un aparador con una docena de libros de viaje en formato grande, que regalan junto a un reloj y un juego de cazuelas, no augura nada bueno.
Y hay algo más importante: la biblioteca me informa de lo que no se lee. Traiciona inmisericorde a sus dueños poniendo en evidencia sus lagunas. Es un indicador cruel de la inquietud y el afán de saber de las personas. Una casa necesitada de libros es siempre pobre, con independencia de su tamaño o la calidad de sus acabados. Hay un alma encerrada en cada libro; no la hay en un perchero, en un vehículo ni en un talonario.
¿Se mueren nuestros confidentes? Es posible. Guardo libros de mi juventud que jamás volveré a leer, y que dudo lean mis hijos. Recuerdo el lugar que ocupaban junto a mi cama, en casa de mis padres, en una estantería de mimbre. Los Cinco, Guillermo Brown, Julio Verne... forman parte de lo que he llegado a ser. Y si alguien entra en casa y se detiene a observar mi biblioteca, algo sabrá de mí. Que soñaba con pasadizos secretos, que me reía con un niño inglés y que gobernaba un submarino llamado "Nautilus".
Cuando me muera, todos ellos irán al reciclaje. Seguramente antes. Ya no será mi problema; yo no estaré. Pero incluso ese simple gesto de tirar los libros del abuelo tendrá un significado distinto a, simplemente, formatear un disco duro.
Nada es eterno. Pero hay cosas que duran toda una vida. Esas cosas conviene cuidarlas.
Por no quedarnos solos.
Antonio Carrillo Tundidor.
Comparto tu opinión sobre la aparición del libro digital. Creo que uno de mis tesoros personales es la biblioteca que, como dices, he ido construyendo todos estos años. No me cabe ninguna duda de que las bibliotecas hablan de sus dueños y yo me siento muy orgullosa de la mía. Espero que no desaparezcan con el libro digital, pero lo dudo. Quizás para mis hijas no sea lo mismo que para mí pero no estaré para verlo.
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