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Teníamos pendiente la tarea de hacer un análisis desde la perspectiva antropológica de la naturaleza humana; pero antes aportaremos algo más sobre los indicios que ofrece nuestra fisonomía.
Aristóteles intuyó la teoría de la evolución cuando dijo que "la naturaleza es el principio del movimiento". Los seres vivos se adaptan (se mueven) de tal manera que ocupan un lugar específico en el nicho biológico. Si se quiere saber algo de un animal, conviene empezar por su fisiología, que nos ofrece pistas sobre su comportamiento y naturaleza.
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El Homo Sapiens es un animal extremadamente peculiar. Tuvo su lugar de origen en el extremo oriental de África, hace unos 150.000 años, y es consecuencia de la evolución de una rama de los homininos, la de los "Homo". De esta rama fructificaron varias especies, como los Neandertales, que ocuparon durante miles de años un nicho biológico en Eurasia, convivieron con nosotros y se extinguieron recientemente. Desde su desaparición, sólo quedamos nosotros. Somos los últimos "Homo".
Lo distintivo del Homo sapiens es que se conjuguen dos tipos de evolución: la natural y la cultural. No sólo heredamos; además aprendemos y enseñamos. Esto es consecuencia de haber desarrollado un órgano maravilloso, el cerebro humano, que nos otorga habilidades inauditas. En el cerebro está la clave de la naturaleza humana.
Los humanos somos omnívoros, y necesitamos del aporte proteínico necesario para mantener no sólo un cuerpo, sino también una ingente actividad cerebral. Somos, por tanto, cazadores, carroñeros y recolectores. No lo parece; no ostentamos unos caninos que nos identifiquen como depredadores, ni podemos alcanzar una velocidad similar a la de otros animales cazadores o sus presas. No somos guepardos ni leones. Y, sin embargo, somos una máquina de matar asombrosa. La más poderosa que haya existido jamás.
El humano es un corredor de fondo. Poseemos un sistema circulatorio y muscular bastante evolucionado. Todas las venas, arterias o capilares que forman nuestro sistema circulatorio tienen una longitud increíble: 125.000 kilómetros. Para que un sistema así funcione necesitamos de un motor muy potente; si aprovecháramos el total de la fuerza ejercida por nuestro corazón durante un solo día para, por ejemplo, levantar un coche de dos toneladas, lo alzaríamos hasta una altura de 10.000 metros, la altitud de vuelo de un avión comercial.
Los cazadores de la sabana africana eran capaces de correr tras una presa durante horas, hasta que la víctima acababa derrengada por el esfuerzo. El cerebro y los genitales se protegían del sol por una espesa mata de pelo. En el resto del cuerpo, el pelo es apenas visible. En cambio, sudamos. Durante la caza, cada gramo de sudor que se evapora con la brisa supone 5 calorías menos. Estamos, como los coches, refrigerados por agua. Increíble.
El sudor supone una pérdida de agua que debemos reponer de inmediato. Ello implica que debamos acarrear durante la caza cierta cantidad de agua; o, al menos, debemos planificar los lugares en los que podemos encontrar agua. Además, tenemos memoria y aprendizaje. Sabemos leer las huellas que dejan otros animales, podemos seguir su rastro, predecir su comportamiento, valorar su estado. Es una cualidad que nos permite prescindir de unos sentidos portentosos. No necesitamos la vista del águila, el olfato del perro ni el sónar del murciélago. Fabricamos armas arrojadizas capaces de atravesar la dura piel de un Mamut. Colaboramos en tareas colectivas planificadas, y trabajamos coordinados con otros miembros del clan. Nuestra fisiología nos obliga a utilizar flechas envenenadas para matar casi al instante y no correr riesgos, fabricamos piedras afiladas como colmillos para cortar la carne, curtimos y cosemos pieles para proteger nuestro cuerpo lampiño del frío del invierno.
Hemos domesticado a los perros para que nos avisen de la llegada de depredadores; y nuestro cerebro nos ha facilitado el uso del fuego, que nos da luz, calor y protección e, incluso más importante, nos permite cocer la carne y las verduras. Con la cocción los nutrientes se asimilan fácilmente, y podemos derivar la energía de la digestión a otros usos, fundamentalmente al cerebro: el órgano que hace posible la curiosidad, la creatividad, el aprendizaje; las flechas, abrigos y cuchillos. La evolución cultural, en suma. Lo que somos.
Platon narra en el diálogo "Protagoras" el mito de Epimeteo. Este Titán recibe el encargo de dotar a los animales de unas características que les permitirán sobrevivir dentro de su propio nicho biológico. Pero el humano queda el último en el reparto, desnudo e indefenso, y Epimeteo ha gastado todas las facultades. Prometeo, su hermano, decide entonces robar y otorgar a los humanos algo que corresponde a los dioses: las artes. Este asombroso don les confiere a los hombres un carácter casi divino; pueden fabricar utensilios, cubrirse con pieles, transmitir sus conocimientos, domar el fuego, fabricar trampas... a partir de este momento el humano deja de estar aprisionado por las exigencias de la herencia, y domina y hace suya la naturaleza; se distingue así del animal, que no puede ser otra cosa sino lo que es. El humano forja su destino. Elige. Dispone de una evolución cultural que transformará el planeta entero a su conveniencia. Estamos en la cúspide de la cadena alimenticia.
La pregunta entonces es: desde la antropología, en condiciones idóneas, en un hábitat que facilita la adquisición de nutrientes y sin presión demográfica, ¿cómo se comporta el cazador/recolector sin colmillos ni pelo que llamamos humano? ¿Son cooperativos o competitivos? ¿Igualitarios o jerarquizados? ¿Violentos o pacíficos?
Quedan pocos ejemplos de sociedades cazadoras/recolectoras que hayan permanecido indemnes a la influencia del progreso. Una de ellas es la de los pigmeos.
Los etnólogos que han convivido con los pigmeos, y con el resto de pueblos cazadores/recolectores, describen una sociedad cooperativa, poco jerarquizada, en la que la mujer no está subordinada al hombre; una sociedad en la que se le concede una enorme importancia a la tradición oral consistente en narrar mitos, en la que la educación y cuidado de los niños es una labor colectiva, en la que la violencia no se aplica como forma de solventar los conflictos. Sociedades en la que el tiempo dedicado a procurarse la subsistencia ocupa unas 6 horas del día; el resto es ocio, juego e intercomunicación. Son pueblos en los que destaca un sentido lúdico de la existencia, con una vivencia desacomplejada de la sexualidad y en los que el sentido del humor forma parte de su identidad. ¿No les recuerda a los bonobos, de los que hablamos hace unas semanas?
Son grupos en los que se com-parte (se parte con) lo que se tiene, en los que se tienen instaurados ritos de paso que dan sentido a la madurez, al paso de los años, y refuerzan los lazos entre los distintos miembros.
Los pigmeos nos ofrecen infinidad de anécdotas. Un antropólogo se extrañó de la actitud socarrona y alegre con la que recibían la llegada de personas ajenas al poblado. Mucho más tarde supo que los pigmeos acostumbran a defecar en el sendero que conduce a su poblado. Mientras ellos utilizan una senda oculta, el resto de las personas llegan después de haber caminado sobre sus heces. Es una broma que les hace mucha gracia. Los que llegan son el "hazme-reír" del poblado.
Una antropóloga francesa me contó la anécdota de una mujer buena, a la que llegó la menopausia sin haber engendrado un hijo. Otra familia del poblado le ofreció a su propia hija, que fue a vivir a su cabaña y engendró un hijo con un hombre de la tribu. Tras el parto, las dos mujeres se ocuparon del cuidado y la crianza del bebé. Para la joven y su familia era un honor ayudar a la otra mujer mayor a experimentar la experiencia de tener un hijo. La tribu no concebía que a una mujer buena se le negara ese derecho.
En ocasiones los pigmeos trabajan para otras poblaciones de agricultores, pero en general no están mucho tiempo, ni entienden la manera de ser de sus empleadores, su devoción por el trabajo, su ansia por acumular cosas y su falta de tiempo libre.
Como dice la letra de la canción: "pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo".
Al menos una vez al año las mujeres irrumpen en casa de sus cuñados, a los que arrastran a la fuerza fuera de sus cabañas, bajo la mirada divertida de la esposa. Entonces, empiezan a lanzar insultos y burlas por la poca actividad sexual recibida de su hombre, mientras se colocan enormes falos de madera y se pavonean imitando la típica prepotencia masculina. Resulta curioso que las burlas no las dirijan a sus propios maridos, sino que utilicen a sus cuñados. Seguramente, su marido estará siendo objeto de burla a su vez por otra mujer de la familia. Los hombres aguantan este "chaparrón" cariacontecidos, pero humildes. No les queda otra.
Un antropólogo entró en contacto con los ¡Kung, otra cultura cazadora/recolectora. Del desierto de Kalahari. Preguntó al primer hombre por el jefe de la tribu, y el individuo se presentó como tal. El problema fue que el segundo hombre con el que habló se definió igualmente como dirigente, y así, uno tras otro, todos los hombres del poblado decían lo mismo; todos eran jefes. Finalmente, el antropólogo entendió que los ¡Kung no comprendían del todo el concepto de autoridad. Unos meses después, le contaron la historia de un miembro de la tribu que se volvió loco. Se colocó unos adornos extraños y empezó a vociferar que era el único jefe de la tribu, y que los demás le debían obediencia. El clan entero abandonó el poblado y lo dejó a solas con su locura, acompañado por su desconsolada esposa.
Todo lo anterior describe el comportamiento de grupos humanos que viven en condiciones propias del paleolítico. Las mismas en las que hemos vivido durante el 95% del tiempo en que los humanos poblamos este mundo. Es mucho tiempo, demasiado, para no tenerlo en cuenta.
¿Cómo hemos llegado al estilo de vida patriarcal, competitivo y ensordecedor en el que hemos transformado nuestra sociedad? Lo veremos en otra ocasión. Soy perfectamente consciente de caer en el estereotipo del "buen salvaje" de Rousseau. Nada hablo de la esperanza de vida, de la falta de asistencia médica, de la contaminación tecnológica; ni de episodios de violencia que se dan en otras sociedades antiguas, en lugares como Nueva Guinea, en donde la presión demográfica y la disputa entre agricultores y ganaderos convierten la vida en un infierno. Por si se lo pregunta, claro está que prefiero la comodidad de mi hogar a una choza; y querría estar en un hospital, y no en la selva, si sufro de apendicitis.
Quisiera ser claro: no propugno volver a un estado salvaje. Pero cuando la Organización de Naciones Unidas financió una investigación sobre la risa, descubrió con sorpresa que el lugar donde más se ríe es África. Y es de humor, de cuentos, de educación y atención a los hijos; es de vida en comunidad de lo que hablo.
De fogatas frente a frías pantallas de televisión trata este artículo. De tradición oral y memoria del mito frente a escolaridad competitiva y videojuegos. De identidad y pertenencia frente a una progresiva alienación social.
¿Es éste un artículo cargado de tópicos y dogmatismos? Sin duda. ¿Está escrito con trazos demasiado gruesos? Qué duda cabe.
Pero hoy tocaba hablar de risas, de niños, de dignidad, música y mitos. Mañana tocará hablar de la balanza de pagos o de productividad. Hoy no.
Hoy toca hablar de la verdadera naturaleza del hombre.
Antonio Carrillo Tundidor
Ahora estoy en Australia. Según me han contado por aquí, la sociedad aborigen australiana que encontró el capitan Cook también era una sociedad poco o nada jerárquica. Compartían muchos rasgos similares con la conducta social de los pigmeos. Y estuvieron aislados hasta hace muy poco. En este viaje no he tenido oportunidad, no obstante, de averiguar mucho más acerca de los aborígenes australianos. La próxima vez espero que sí.
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