Había
dejado pendiente terminar este artículo. No será fácil.
No
lo será por dos razones:
La
primera, porque nos adentramos en fundamentos metafísicos de difícil
concreción, y de no fácil comprensión (al menos, para mí).
La
segunda, porque detrás de toda esta significación del Parménides ontológico se
oculta otro Parménides más mistérico. Profundo. Y cuando nos adentremos con él
a incubar ideas supuestamente órficas o apolíneas, correremos el riesgo de hundirnos
en el absurdo o, peor, en la incongruencia.
Es
un ejercicio de funambulismo el que me propongo realizar. Ruego paciencia y,
llegado el caso, indulgencia. Si finalmente caigo en el desvarío, espero que
los comentarios de mis amigos me recuperen para la sensatez.
Porque
es de magos de lo que voy a hablar. De magia occidental.
De
cuando Platón mató a Parménides.
Siempre
resulta conveniente que las fuentes sean fiables; y en este caso quiero hacer mención expresa a las
mismas. La editorial Gredos publicó la obra “Los filósofos presocráticos” de Kirk,
Raven y Schofield, en edición de Jesús García Fernández. También ha editado,
dentro de su (imprescindible) colección Biblioteca clásica de Gredos tres tomos
dedicados a los filósofos presocráticos, bajo la dirección de Conrado Eggers.
En general, se nota en el análisis de los textos la (sutil) influencia
hermenéutica procedente, principalmente, de Hans-Georg Gadamer. En lo que sigue
he consultado, entre otras, fuentes como Jaeger, miembros de la escuela de
Tubinga o nuevos (y polémicos) enfoques sobre cómo interpretar a Platón, como
los que propone Giovanni Reale desde Turín. Por último, hay un libro de
reciente aparición, “Los oscuros lugares del saber”, de Peter Kingsley,
publicado al castellano por Atalanta, que puso mi atención sobre Parménides. Ha
sido la verdadera inspiración para estos dos artículos.
De
todos modos, lo que antecede y lo que sigue es fruto, sobre todo, de mi
estulticia.
Proponían así un diké (el
agua o el aire, por ejemplo) como origen de todo lo que vemos. En este sentido,
Parménides supuso una clara ruptura en la filosofía, una reflexión nueva, más
especulativa que naturalista. Jaeger, en su monumental Paideia, afirma que “al
lado de la filosofía natural de los jonios y de las especulaciones pitagóricas
sobre los números, aparece con Parménides una nueva forma fundamental del
pensamiento griego, cuya importancia traspasa los límites de la filosofía para
penetrar profundamente en la totalidad de la vida espiritual: la lógica.” Hegel
habla de “un ascenso al reino de lo ideal” que marca un antes y un después.
Aristóteles afirma en su metafísica que Parménides destaca por manifestar una
visión sobre “lo Uno” más profunda, según el concepto, y no según la materia.
Así, para el eléata, si lo que “Es” es eterno, debe ser “Uno”, y no puede ser
principio de una realidad formada por múltiples elementos. Parménides reflexiona
sobre lo eterno o, en palabras de Aristóteles, “lo que es no deviene, porque ya
es, y nada pudo llegar a ser a partir de lo que no es”.
Para
Aristóteles, el pensamiento de Parménides “torna imposible el saber acerca de
la naturaleza”. Parménides, dice Hegel, se “libera de todas las
representaciones y opiniones, les niega toda verdad y dice: Sólo la necesidad,
el ser, es lo verdadero”. Para Parménides “el pensamiento y el ser son uno y lo
mismo”.
Parménides
representa el descubrimiento por el hombre de lo cognitivo en estado puro.
En
definitiva: Con Parménides el “Ser” o “Existente” aparece, por vez primera, en
la filosofía. Es un primer indicio de metafísica, de existencialismo; de
fenomenología acaso. Unas proposiciones “que constituyen una trama
rigurosamente lógica” para Jaeger. Y todo este fulgor se vuelca en Platón, que
lo considera “venerable y terrible a la vez” (Teeteto), y lo denomina “El grande” y “Padre” (Sofista). De hecho, muchos autores hablan de un antes y un después
en la doctrina de las ideas tras el diálogo Parménides.
Giovanni
Reale afirma que El Parménides es, “sin
duda el diálogo más enigmático”. Hegel lo considera “la obra capital de la
dialéctica platónica”, y los neoplatónicos lo consideraban la culminación de la
metafísica en Platón; no faltan autores que hablan de una crisis espiritual en
el filósofo ateniense. Parménides parece atormentar a Platón. En realidad, en
este diálogo Platón afronta de la mano de Parménides el estudio de la
metafísica y su estructura bipolar como forma de salvar el monismo eléata.
La
teoría platónica de las ideas suscita aporías (tan queridas por Parménides);
pero si las elimináramos, sin más, desaparecería la dialéctica y, por ende, el
pensar, la filosofía, opina Reale. Sólo se puede salvar este escollo elevando
la dialéctica a la metafísica por medio de la existencia de dos Principios (lo
Uno y lo Múltiple) indisolublemente unidos. De ahí la estructura bipolar como
fundamento ontológico. Es algo que un Platón maduro desarrolla en algunos de
sus últimos diálogos (el Sofista y el
político), en los que, por cierto, sustituye
al omnipresente Sócrates por un extraño “filósofo procedente de Elea”. Es Platón
mismo, procedente de (homenajeando a) Elea y que, sin embargo, salva su teoría
de las ideas matando a Parménides, cometiendo parricidio en el Sofista.
Lo
que hace Platón, en palabras de Reale, es “transgredir el supremo mandamiento
de Parménides, según el cual el no-ser no es”. Platón da un giro ontológico a
la filosofía afirmando textualmente que “el no-ser es, si se entiende
justamente en el sentido de `diferente´”. Pasamos del monismo eleático (ser-uno)
a la estructura dialéctico–polar de la realidad.
Habría
otras consideraciones que hacer respecto de la axiología (los valores) como
fundamento de los Principios platónicos (el Parménides real no habló nunca del
“bien”). Tampoco de la “belleza”. Sin embargo, dejamos el tema en este punto.
Primero, porque tiene más que ver con una refutación a los pitagóricos que a
los eléatas y, segundo, porque todo este galimatías produce dolor de cabeza.
Lo
confieso: la metafísica me aburre soberanamente. Debe ser por falta de
capacidad, por mi poco intelecto. O por una escasa formación. El caso es que
tanta búsqueda suspendido en el aire, finalmente, me agota.
Es
hora, pues, de cerrar el artículo sobre el hombre que cambió la filosofía y que
tenía sus raíces en Focea.
Es
hora de hablar de magia.
Una búsqueda en la oscuridad
En
el mundo antiguo había magos y chamanes. También entre los griegos.
Los
ritos mistéricos, como los órficos o los eleusinos, formaban parte de la
cotidianidad griega, y la consulta a oráculos como los de Delfos, Dódona o
Delos era una práctica habitual por gobernantes y particulares.
¿Este
hecho va en detrimento de la lógica y el pragmatismo griego? No lo creo. Históricamente,
ha sido compatible reflexionar sobre cuestiones cosmológicas, o profundizar en
el conocimiento de las matemáticas, y a la vez buscar respuestas en lo místico.
La naturaleza humana permite que Newton, por ejemplo, arquetipo de científico y
matemático, dedicara buena parte de su vida a la alquimia. El paradigma del
tránsito de la fe a la razón científica lo encontramos en la (apasionante)
figura de Johannes Kepler, que pasó de buscar la armonía de las esferas en los
poliedros perfectos (una idea de base teológica/platónica) a formular las tres
leyes físicas que rigen el movimiento de los cuerpos celestes y que nos
permiten lanzar naves espaciales a Marte.
En
definitiva, todos tenemos una vertiente positivista que convive con una
inquietud ontológica. Lo que no resulta razonable es que la segunda contamine
los postulados firmemente consolidados por la primera. El sistema doble
Tierra/Luna gira alrededor del Sol en una órbita elíptica; y el ser humano es
consecuencia de un proceso evolutivo natural que ha durado millones de años. Estos
dos enunciados no plantean la más mínima duda, ni pueden ser refutados.
Estudiar
entonces el creacionismo en la
escuela, como alternativa plausible a la evolución, es una aberración lógica en pleno siglo
XXI. Así de claro.
El
problema, tal y como yo lo veo, es el siguiente: los occidentales hemos
ejercitado durante siglos el positivismo, encontrando respuestas a este
galimatías que denominamos lo existente. La ciencia nos aporta pruebas fiables
y validadas experimentalmente de cómo es y funciona la realidad, tras un trabajo
de miles de mentes privilegiadas, insertos en una senda plagada de hipótesis,
pruebas y esfuerzo intelectual. Año tras año, siglo tras siglo, avanzando, aprendiendo
de los errores y siendo fieles a un mismo método. En ocasiones la ciencia
refuta lo dicho anteriormente y propone hipótesis nuevas; es una prueba de su
grandeza.
Por
el contrario, el hombre del mundo antiguo estaba totalmente dominado por el
misticismo, por la magia. Bertrand Russell lo plantea no sin cierto humor:
“Tales nos dice que todo procede del agua, pero no nos dice cómo”. Es cierto:
formular hipótesis sobre cosmología, matemáticas o física no te convierte, per se, en científico. Falta el método.
En
esta tesitura ¿dónde se sitúa Parménides?
Para
Jaeger, “Parménides es el primer pensador que plantea de un modo consciente el
problema del método científico”. De hecho, Szabó o Eggers afirman, nada menos, que
la primera demostración deductiva de la historia de la ciencia pertenece al
eléata. En definitiva, la íntima conexión que encontramos entre la realidad y
el pensamiento puro, como característica más definitoria de Parménides, ¿bastaría
para que pudiéramos considerarlo el primero de los científicos?
Yo
no lo creo. Parménides no era un científico. Era un filósofo; quizás, el primer
filósofo merecedor de tal nombre (aunque esto es muy discutible). Pero sigue
siendo un hombre del mundo antiguo y, si bien esto lo enlaza con tradiciones
místicas que no permiten considerarlo un positivista, a su vez le confiere una
impronta única. Fue el primer gran lógico, y empleó su vasta inteligencia en la
tarea de hacer comprensibles los misterios ocultos. En hacer aprehensible desde
el pensar al menos un resquicio de la magia que forma parte de nuestro yo.
Cuando
Platón, con toda su fuerza, se apropió de Parménides, desvirtuó una parte
significativa de su mensaje. Lo oculto salió de la esfera del mito, del ritual,
y adoptó la forma de la metafísica. Y en occidente nos quedamos huérfanos de
magia.
En
consecuencia, los occidentales buscamos referentes mágicos ajenos, e intentamos
hacerlos nuestros. Practicamos el Yoga, la meditación oriental, o nos
interesamos por enseñanzas budistas o taoistas. Y es una lástima, porque
tenemos nuestra propia magia, consecuencia de miles de años de ejercitar un
misticismo arraigado en nuestra cultura. No necesitamos buscar fuera lo que
llevamos dentro.
El
problema es que lo hemos olvidado.
Nos
lo han arrebatado.
Todo
empieza con la revolución que supuso la polis griega: un nuevo y sorprendente
ordenamiento social. Los griegos participaban activamente en el gobierno y toma
de decisiones de su polis. Incluso en las tiranías, las polis confieren a sus
miembros la condición de ciudadanos. Y esto fomenta el pensamiento libre.
En
este marco, los griegos se abren al mundo entero: oriente y occidente.
Especialmente en La Jonia, como vimos, el ciudadano aprende de muchas otras
tradiciones ajenas a la suya, que posiblemente le hace dudar de cualquier
dogmatismo. Todo, elementos atmosféricos, fenómenos celestes o humanos, se desvinculan
de dioses o monarcas, algo impensable en Egipto o Mesopotamia.
Siguiendo
a Vernant, pensamos que la polis, con sus teatros públicos, sus decretos
legales racionales o su religión al alcance de los ciudadanos es el caldo ideal
para que germinen sabios como Tales o Anaximandro. Perciben la corriente de
ideas que fluye desde oriente, cierto, pero son griegos y, en consecuencia, más libres.
Y
en libertad la filosofía surge de la curiosidad por el hombre y lo existente. El
mundo griego busca simplificar los fenómenos porque necesita dotarlos de
sentido.
Incluso
el pensamiento griego que antecede a la filosofía lleva la semilla de la
curiosidad. La conexión pensamiento/realidad parmediana la encontramos en
Homero; su percepción dualista dentro de la unicidad recuerda a Hesíodo. La
mitología, el teatro, la historia… beben las polis de fuentes similares, lo
cual les confiere una identidad cultural (son griegos), aunque no sean ciudades
idénticas. Y así, en Focea, origen de los eléatas, reciben por cercanía la
influencia (casi) matriarcal de los lidios, distinta del predominio total del
varón griego. Por tanto, insisto, son todos iguales, pero diferentes. No es lo
mismo Atenas que Esparta, ni Focea que Mileto. Al fin y al cabo, son
Ciudades-Estado.
Es
curioso: en la única obra de Parménides, cuyas raíces están en Focea, todos los
personajes, incluso los animales, son femeninos. Y las mujeres le muestran a
Parménides la senda de la sabiduría. Homero le da forma, cierto, pero
percibimos un respeto hacia la mujer inaudito para la época. La mención a la
diosa (con seguridad Perséfone) nos recuerda a mitos ancestrales: los de la
Diosa Madre, presente, muy especialmente, en la Creta minoica, y antes en las
culturas prehistóricas del este de Anatolia.
Hay
un vínculo evidente entre Parménides y Apolo sanador (Apolo Ulio). De hecho, una inscripción
encontrada referente a Parménides (la única) hace mención a su carácter de
médico (Ulios). De sanador. Pero a la manera de Apolo y su hijo Asclepio: practica una
sanación que se basa en la quietud y la absoluta intromisión. Es una tradución
mística ancestral que busca el curarse a sí mismo desde el recogimiento. Desde
el encontrarse a sí mismo. No hablamos tanto de una Teurgia como de la
tradición médica de la isla de Cos, (curiosamente, situada en Asia Menor),
patria de Hipócrates, padre de la medicina moderna; el pronóstico y la
observación de las causas de la enfermedad convive con la creencia de que la
salud nace de la paz con uno mismo y del reposo. De detenerse a escuchar el
interior. De que la naturaleza cura.
Aquí
está la esencia “mágica” de Parménides. En su poema, la diosa le indica que la
sabiduría le espera en lo más profundo de una cueva, en la oscuridad. Es un
símbolo de lo que Parménides y los Pitagóricos creían: la luz de la revelación
proviene de la oscuridad que reina en lo más profundo de nuestro ser.
Sería
fácil establecer lazos con los cultos órficos, tan presentes en la Magna Grecia
y adoradores de la noche; pero lo más probable es que la tradición órfica
proceda de Parménides (o de Empédocles), y no al revés. Antes he citado a Creta:
recuerdo a Epiménides, el cretense que vivió una revelación en lo más profundo
de una cueva. Cuando los atenienses acudieron a él para que les aconsejara
sobre su manera de gobernarse, aconsejó que respetaran a la mujer y se mostrasen
pacientes, reflexivos. Es un mismo mensaje, una misma manera de entender la
sabiduría. Por cierto, a su muerte se observó que el cuerpo de Epiménides
estaba tatuado a la manera de los chamanes del Asia Central.
Si le interesa la figura de Epiménides, puede consultar en este link:
Parménides
también dictó leyes. Era médico y legislador. Este detalle nos muestra la
diferencia entre los “magos” griegos y los chamanes y magos orientales: los sabios
de Grecia divulgan su saber y procuran darle una utilidad pragmática. No les
interesa el secreto, sino el bienestar de las personas. Y no sirven a un solo
monarca, ofreciendo sus servicios como astrólogos para vaticinar el curso de la
historia. Parménides no busca en las estrellas.
Parménides
se adentra en sí mismo.
Perséfone,
diosa de los muertos, lo conduce a su reino; pero hay un detalle que no se nos
escapa: esta diosa tenía la facultad de curar cualquier mal sólo con tocar.
Curación, oscuridad, incubación, sabiduría… se repiten las casualidades.
Todo
este Parménides muere con Platón. La metafísica ocupa el hueco dejado por la
incubación; pero es un privilegio al alcance de unos pocos intelectuales. La
diosa madre se olvida, como desaparecen la pléyade de dioses y mitos que
enriquecían el saber griego. Tenemos un único Dios, irascible y dogmático.
Y
la verdad ya no está en nosotros. Está en encontrarlo a Él. En compartir
(merecer) su gloria.
La
noche en que los barcos abandonaron focea, el espíritu de Homero viajaba a
bordo, con la diosa madre de la Anatolia neolítica, Apolo sanador, ricas creencias orientales, un
sentido pragmático y comercial de la existencia, un esbozo de interés por la ciencia y el orgullo de sentirse
griegos. El resultado: Parménides, que desciende a los infiernos que son él
mismo. Que utiliza su inteligencia para inventar una incipiente lógica y un
trasunto de metafísica. Hay motivos para la ilusión en el ambiente: contra todo
pronóstico, Grecia vence a Persia. La filosofía (occidente) prevalece.
Años
más tarde, un Platón desilusionado, huido de Siracusa, ciudadano de una Atenas
sometida por Esparta, recoge el testigo dejado por Parménides y, con alevosía,
se apropia de su pensamiento, acomodándolo a su conveniencia. Desde entonces, muere
la posibilidad de conservar una “magia” propia en occidente. En su lugar,
tenemos hoy parapsicólogos, místicos orientales, curanderos o iluminados.
Perséfone
pierde interés por los humanos, cada vez más frenéticos y sordos.
Sordos
a ellos mismos.
Con
la revolución industrial se pierde todo atisbo de memoria. Vivimos en el
estruendo.
Perdidos
a nosotros.
Antonio
Carrillo
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