En un hospital público
En contra
Mi adversario de seguro defenderá el derecho a la huelga como una conquista fundamental de los trabajadores. Alzará su voz con la firme convicción de apoyar una causa justa, legítima y necesaria.
Mi adversario, me atrevo a pronosticarlo, reflejará la ira de muchos, el malestar de tantos que se sienten mancillados por una crisis cruel y despiadada. Frente a la fría conveniencia del poder empresarial o político, mi oponente abrazará la causa de un pueblo cansado de esperar una respuesta honesta y viable que alivie su ya larga desesperanza. Les encumbrará en un fragor de argumentos pasionales, de despecho y hartazgo. Lo tendrá fácil.
Y, sin embargo, se equivocará al hacerlo.
Porque no es de huelga de lo que hablamos. Hablamos de otra cosa. Hablamos de cientos de contenedores quemados, de coacciones, de daños en vehículos y viviendas; hablamos de una ciudad de cuatro millones de habitantes en cuyas calles se acumulaban toneladas de basura y comenzaba a percibirse el insoportable hedor de lo podrido.
Hablamos, pues, de salud pública y de servicios mínimos.
El Tribunal Constitucional afirma taxativo que "servicios como agua, iluminación, recogida de basuras o extinción de incendios tienen influencia directa en la seguridad y la salud de la población y, por ello, deben ser considerados como esenciales a efectos de lo dispuesto en el artículo 28.2 de la Constitución". Siempre que asistimos a una colisión de derechos debemos establecer cuál prevalece. Y en este caso la respuesta parece evidente.
Prevalece la salud de la ciudadanía.
Los bomberos pueden ponerse en huelga, cierto, pero ello no implica que un ciudadano corra el riesgo de morir abrasado víctima de un incendio. El colectivo médico puede ejercer su derecho a la huelga, lo cual afectará a las intervenciones quirúrgicas no esenciales; pero un ataque agudo de apendicitis precisa, exige, de una respuesta inmediata y de una asistencia adecuada ¿Acaso alguien discutiría este argumento? Los servicios mínimos, cuando afectan a servicios esenciales, como la limpieza, deben ser respetados escrupulosamente. Durante una huelga de recogida de basura la ciudad estará más sucia de lo normal, es algo obvio y posiblemente incómodo; pero no es admisible que prolifere la podredumbre ni el olor a descomposición por las calles. Tampoco el riesgo cierto de que aparezcan las asquerosas ratas, o que un niño resulte herido por jugar en un estercolero en vez de un parque infantil. Lo que digo es de sentido común.
Hay un límite; y en este caso se ha traspasado.
A favor
El primer día de huelga el centro turístico de Madrid amaneció sembrado de cartones, plásticos y todo tipo de basura que los turistas intentaban sortear. Durante la noche grupos de exaltados habían volcado contenedores y papeleras. Parecía que lleváramos una semana de huelga. Pronto supimos que hubo dificultades para cumplir los servicios mínimos establecidos, y en los días sucesivos los trabajadores que realizaban esta tarea debían ir escoltados por la policía municipal y nacional. A pesar de todo, no se pudo evitar la coacción ni el vandalismo.
El ayuntamiento ha cifrado en medio millón de euros el coste de esta huelga salvaje. Un dinero que es de todos, como de todos es el mobiliario urbano quemado.
La policía tiene que proteger a empleados que cumplen lo que estipula la ley y limpian cerca de hospitales, colegios o mercados en los que se manipulan alimentos ¿les parece sensato llegar a estos extremos? A pesar de todo, y tras una semana de huelga, la capital nos deja imágenes denigrantes. Llegamos al límite de lo soportable. ¿Por qué?
Buena culpa la tienen los denominados "piquetes informativos"; un grupo de trabajadores que a menudo ejercen coacción, amenazas o violencia contra otros compañeros (o ciudadanos, en el caso de huelgas generales) que, por la razón que estimen conveniente, deciden en libertad no secundar la huelga. El ejercicio de la violencia "justificada" no es inusual: hoy mismo un grupo de demócratas antifascistas han asaltado la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, acometiendo con bates de béisbol contra el local que ocupa una asociación de estudiantes de ideología conservadora. Su valiente lucha antifascista ha dejado el saldo de cinco heridos y una persona atendida en el hospital.
En este caso, y a pesar de que mi ideología progresista, yo me siento entre los agredidos.
No puedo sumarme a tanto disparate. Francamente, no lo entiendo. ¿Qué tiene que ver la democracia, mi (nuestra) democracia, con la imposición y la desobediencia civil? La Ley nos protege de la arbitrariedad y del capricho de unos pocos que quieren imponer su criterio a base de fuerza y opresión. El fascismo es la certeza de tener la razón, y el ejercicio de imponer cualquier criterio con la convicción que genera el odio "al otro". Fascistas son quienes no consienten la disidencia ni respetan la divergencia.
Los poderes públicos, representados en este caso por la nefasta alcaldesa de Madrid, tienen el deber de protegernos de cualquier expresión de violencia. Y es violencia que la comida se pudra tirada en la calle. Con cuatro millones de habitantes nuestra tribu necesita normas de convivencia asumidas y respetadas por una mayoría, y nadie puede sentirse legitimado para obviar el cumplimiento de la ley. No es posible si queremos convivir en paz y armonía gentes de tan distinto pelaje. Un mínimo es lo que pido, aplicar el sentido común y no atentar contra la dignidad de nuestros vecinos.
Porque, en definitiva, de eso se trata. De unos pocos que ponen en riesgo la salud de muchos impunemente. De unos pocos que ven en la masa un objeto propicio para ejercer presión.
De unos pocos.
¡Qué fácil resulta construir argumentos sobre los firmes cimientos de la prudencia, del respeto a la Ley y del sentido común! Unos desaprensivos se dedican a destruir la ciudad mientras los niños inocentes deambulan entre pútrida mierda. Ciudadanos inocentes son rehenes de los violentos, los cuales, con tal de defender sus puestos de trabajo, son capaces de poner en peligro la vida de todos.
Es el miedo al caos, a enfrentarnos a nuestros demonios, a levantar la mirada. A protestar y poner en riesgo las migajas que el poder nos lanza condescendiente. Mejor abandonarnos al hipnótico brillo del smartphone. Mejor creernos lo que vierten los noticiarios; paciencia. Todo va mejor. Aguante. No piense. Cállese.
Es por su bien.
Desde hace décadas una silente marea de especulación y codicia nos ha arrebatado la estructura pública que constituye la esencia del Estado del Bienestar, el mayor avance hacia la dignidad del hombre tras la invención de la democracia. Se está desmantelando la sanidad pública con la excusa necia y proterva de que la gestión privada es más eficaz y barata. Se detrae dinero público de becas o ayudas a la investigación en aras de una sociedad civil pujante y ferozmente competitiva.
Todo es mercado. La cuenta de pérdidas y ganancias siembra de paro las calles. Se nos denigra asumiendo que somos una masa idiota e indolente. En ocasiones se destapan escándalos de corrupción que provocan encendidos debates, la fulgurante intervención de la fiscalía y, finalmente, un político (presuntamente) contrito pide disculpas. Los trileros de la moral desvalijan lo que es nuestro y, encima, tenemos que dar las gracias. Por cuidar de nosotros.
No toda la suciedad se ve o huele. En ocasiones lo más asqueroso se oculta bajo ropajes de seda y oro.
Y viaja en perfumados coches oficiales.
En los años noventa una concejala ultraliberal decidió privatizar el servicio público de recogida de basura de Madrid. Su argumento: gracias a la gestión privada, iba a funcionar mejor y más barato. Esperanza Aguirre representaba la corriente neoconservadora que tenía en Reagan o Tatcher sus principales referentes. Era una ideología política basada en un capitalismo rígido y especulativo, que tiene por motor la codicia y que, decenios después, nos ha conducido al abismo.
El último contrato de limpieza se adjudicó en agosto, hace apenas tres meses. En las cláusulas de los pliegos, por vez primera, no se exigía un mínimo de personal. El principal criterio de adjudicación (un 80 sobre 100) era el porcentaje a la baja sobre el presupuesto de licitación.
El grupo empresas que ganó el concurso ofreció una "oferta temeraria"; es decir, ofrecieron trabajar por mucho menos de lo que realmente cuesta prestar ese servicio. El precio temerario, una medida que procura rechazar propuestas irrealizables o que fomenten la explotación del trabajador, ya no se aplica. Conozco multitud de ejemplos.
¿De dónde ahorran las empresas para ofrecer ese precio? No del sueldo de sus directivos. Tampoco disminuyendo su margen de beneficios. Simplemente, decidieron despedir a 1.500 trabajadores, y rebajaron el sueldo del resto un 40%. Imagine; de un día para otro la empresa le comunica que va a ganar casi la mitad ¿Podría permitírselo?
El problema no está en unos miles de trabajadores que luchan por su trabajo. La esencia del problema es el desmantelamiento inmisericorde de los servicios públicos en detrimento de todos, y beneficio de unos pocos. El ejemplo de la sanidad es terrible. La Comunidad de Madrid, aplicando las teorías ultraliberales de su presidenta, intenta privatizar buena parte de la sanidad pública. Es curioso; más de un consejero de sanidad de la comunidad ha acabado trabajando para las empresas ganadoras de los concursos. Y en el accionariado de la principal empresa adjudicataria aparecen los nombres de altos cargos del partido conservador que gobierna en España con mayoría absoluta.
Pondré un ejemplo: esta misma empresa privada ha firmado un contrato para realizar las mamografías de la Comunidad de Madrid, asunto del que se venía ocupando la Asociación Española sobre el Cáncer. El negocio está claro: con el dinero proveniente de subvenciones públicas la empresa privada aporta a la sanidad pública madrileña 7 mamógrafos. A la empresa susodicha el alquiler de los siete aparatos y contratar a cuatro administrativos le representa un coste total de 4 millones. Por tanto, la privatización del servicio supone un beneficio de 3 millones de Euros. Como la realidad se empecina en ser como es, al final hay menos aparatos a disposición de las mujeres de la Comunidad de Madrid para hacerse mamografías ¿resultado? Hace un par de semanas se supo que Madrid suspendía por siete meses la realización de mamografías preventivas. 30.000 mujeres se quedaban sin este servicio esencial para la salud pública.
Y no pasa nada. El sistema sobre el cual descansa el reparto equitativo de la riqueza se desmorona. No pasa nada. Una generación entera de jóvenes se enfrenta a un presente desolado y yerto. La culpa es de ellos, seguro. Y no pasa nada.
Las calles de Madrid han estado sucias. Lo estaban antes ¿No se han fijado? ¿La cantidad de personas indigentes que se encuentran en las esquinas? ¿Los padres de familia que tienen que acudir a la beneficencia? ¿Los niños que comen en los comedores públicos? Es una suciedad silente y atronadora a la vez.
La lucha de los trabajadores de la limpieza es algo más que una huelga. Es un símbolo.
Así estaban nuestras calles y así siguen: sucias. El que no vea suciedad no importa realmente.
Todos (o casi) nos sentimos desprotegidos. Descuidados.
Sucios.
Antonio Carrillo