Nietzsche resumió en cinco
palabras todo el sentido de la vida.
Cinco. No le hicieron
falta más. En una oración sencilla. Sujeto, verbo y predicado. Pero cuando
mascullamos su significado se nos agita el cerebro durmiente. Hay algo más.
Hay mucho más.
"Conviértete en lo que eres"
La frugalidad de la vida
convierte esta línea breve en un grito, en una admonición ineludible. No cabe
mirar hacia otro lado, ni hacerse el distraído. Es a mí a quien Nietzsche se
dirige.
A usted ahora. Lo nota en
lo más profundo. Le incomoda.
Y con el paso de los años
es peor.
Nietzsche fue el último
filósofo griego, heredero de una tarea dolorosamente ineludible: la de situar
al hombre bajo el foco, inmisericorde, de la intuición.
Lo pagó muy caro.
Habrá otro momento más de
lucidez. A principios del siglo XX un inglés pobre y de baja estatura inventa a
un personaje que hará de su silencio un clamor. Frente a la despersonalización
y la apatía frenética, este peregrino sin rumbo claro lucha (y se derrota)
contra molinos mecánicos.
Es un vagabundo, de raído
frac y añejo sombrero, de bastón cimbreante y andares imposibles. Caballero
andante del humor, cortés hasta el absurdo. Patético.
“Patético” significa que
conmueve enormemente.
Años más tarde Abraham
Maslow descubrirá que sólo un 1% de la población está mentalmente sana. En lo
fundamental.
En lo que denomina autorrealización.
Mientras el resto de los
psicólogos escudriñan entre la enfermedad, Maslow se pregunta por la salud. Por
la calma y la paz interior que acalla el estruendo cotidiano.
Por la plenitud de llegar
a ser.
En un cuento de Tagore un
niño enfermo se asoma al cristal de la ventana, y mira el horizonte. Hay una
colina, y no se vislumbra lo que hay detrás. Quiere ponerse bueno para poder
caminar. Para atravesar esa y todas las colinas.
Yo, como él, querría
caminar. De la mano de un vagabundo. Sin rumbo fijo.
Hacia mí mismo.
Antonio Carrillo
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