El otro día me preguntaba… ¿qué
criterio me ayudaría en la tarea de
señalar al individuo más importante para la humanidad? Tendría que dejar
religiones o creencias al margen, porque la elección de Jesús, Mahoma o Buda
excluiría a una parte de la especie humana que no comparte su credo.
El criterio tendría que ser otro.
Universal.¿Por qué no el número de vidas salvadas? ¿Qué persona ha hecho más por salvar de la muerte a sus semejantes? Lógicamente, alguien cuya contribución a la ciencia médica haya supuesto la supervivencia de cientos de millones de personas enfermas.
Y, en este caso, el nombre surge
de inmediato: Alexander Fleming.
¿A cuántas personas habrá salvado
de la muerte la penicilina y el resto de antibióticos? A muchos cientos de
millones, estoy seguro. La esperanza de vida de nuestra especie se ha disparado
a niveles nunca vistos gracias a dos factores fundamentales: la potabilidad del
agua y la posibilidad de luchar contra las infecciones bacterianas. Piénselo:
cuánta gente conoce que haya tomado penicilina para curarse de una infección de
garganta, de oídos, venérea, pulmonar o de orina? No hace mucho, la gente moría
de tuberculosis, o ahogados por una faringea. La mortalidad infantil era
altísima, también entre las parturientas, y aunque la enfermedad no te matase y
el sistema inmunológico saliese vencedor el cuerpo quedaba herido, debilitado.
Pero la penicilina es muy reciente. Se descubrió
en 1928, y no se produjo industrialmente hasta 1941, cuando se hizo necesario
luchar contra las heridas causadas por la Segunda Guerra Mundial.
Cierto. Pero al número ingente de personas que contrae enfermedades infecciosas a lo largo de su vida (una proporción que debe ser altísima) se suma el enorme crecimiento demográfico de los últimos 100 años.
Cierto. Pero al número ingente de personas que contrae enfermedades infecciosas a lo largo de su vida (una proporción que debe ser altísima) se suma el enorme crecimiento demográfico de los últimos 100 años.
Los antibióticos actuales pueden
curar las potenciales infecciones de 6.000 millones de seres humanos.
Todo el mundo sabe que la
penicilina es un hongo que mata a las bacterias. Por ello se llama antibiótico.
No sólo destruye las bacterias dañinas: la ingesta de un antibiótico disminuye
la cantidad de bacterias del tracto intestinal, lo que provoca a menudo la
aparición de diarreas. También es conocida la anécdota de que Fleming la
descubrió debido a sus hábitos descuidados: la descomposición de una sustancia
orgánica por la falta de limpieza supuso la aparición del hongo milagroso. El
mérito de Fleming fue descubrir que en la superficie que alcanzaba el hongo se
habían destruido las bacterias.
Personalizamos en Fleming el
descubrimiento de la penicilina, pero lo cierto es que, como en tantas otras
facetas de la ciencia, lo justo sería nombrar a otros investigadores anteriores
y posteriores al médico escocés. Sin embargo, Fleming ocupa un lugar preminente
por derecho propio no sólo por el descubrimiento en sí.
Lo que hace grande a Fleming es
la manera como actuó tras el descubrimiento.
Imagine que descubre y patenta la
cura definitiva al cáncer. Por supuesto, tal descubrimiento le hará
inmensamente rico. La industria farmacéutica le pagaría miles de millones de
dólares, y una participación en los beneficios derivados de la producción.
Algo similar supone el
descubrimiento de la penicilina. De repente, la tuberculosis, que mataba a
reinas y plebeyos, las heridas de guerra o las enfermedades infecciosas
infantiles tenían cura. ¿Cuánto puede valer un descubrimiento de este calibre?
En el caso de Fleming, nada. En
un ejemplo de altruismo que lo ennoblece, Fleming renunció a patentar el
descubrimiento. Sabía que ello restringiría el libre acceso a la medicación,
que sería objeto de negocio. Simplemente, puso sus investigaciones a
disposición de toda la comunidad científica, y no patentó ni se apropió de la
penicilina.
Por ello cito a Fleming; no sólo
porque salve cientos de miles de vida en el planeta todas las semanas. Su gesto
también merece un reconocimiento póstumo. Y lo digo con toda la intención, hoy
en día, cuando millones de personas infectadas por el virus del SIDA no tienen
acceso a la medicación que les permite sobrevivir.
En estas cosas pienso mientras
preparo un frasco con un antibiótico: amoxicilina. Pablo tiene faringitis y
fiebre.
El caso es que la medicación que
le suministro no se compone sólo del antibiótico. También incluye una sal de
potasio: clavulanato de potasio o ácido clavulánico. Lo habrán visto muchas
veces escrito en la caja y el prospecto.
¿Nunca se han preguntado por este
componente químico? No es un excipiente. Interactúa con el antibiótico y lo
hace más eficaz ¿Por qué?
La molécula del ácido clavulánico
tiene una estructura química casi idéntica a la de una enzima llamada
betalactamasa. Esta enzima la producen algunas bacterias para poder romper un
anillo (el anillo betalacmático) que rodea los antibióticos, con lo que logran
desactivar la acción antibacteriana del medicamento. Es una estrategia
defensiva reciente, y muy eficaz: las bacterias han desarrollado un sistema
capaz de desarmar a los antibióticos, por lo que resisten al ataque con su
muralla indemne.
Esto es un problema enorme:
supone que gran número de patógenos se han adaptado y son resistentes a los
antibióticos. Pero los químicos han ideado un arma sutil y efectiva. Los
antibióticos acuden a la batalla acompañados por unos aliados extraños: las
moléculas de ácido clavunálico.
Hablamos de comandos camuflados,
disfrazados como el enemigo y con un espíritu de sacrificio encomiable: son
guerreros suicidas. El ácido clavulánico se infiltra entre las filas enemigas y
se une en abrazo fraternal a la enzima betalactamasa, el arma secreta de las
bacterias, que lo acoge como a un hermano.
Aparentemente, es igual a ella ¿Por qué desconfiar?
Este gesto altruista inhibe la acción de la enzima, la desactiva, por lo que acaba siendo destruida.
Aparentemente, es igual a ella ¿Por qué desconfiar?
Este gesto altruista inhibe la acción de la enzima, la desactiva, por lo que acaba siendo destruida.
Sin su arma definitiva, las
bacterias ven como su muralla (su pared celular) cae ante el embate de los
antibióticos, que ganan la batalla
La próxima vez que preparen un
frasco con amoxicilina, piensen en ese componente extraño que lo acompaña: el
ácido clavulánico.
Un valiente guerrero que se sacrificará
en la silente batalla que se libra en su interior.
Antonio Carrillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario