¿Para qué sirve la buena
educación?
El ser humano es un animal que,
en esencia, se relaciona con sus iguales. Nuestra fisiología manifiesta un
esfuerzo evolutivo por fomentar una intensa, vital interrelación entre todos.
Somos de los pocos animales que copulan simplemente por placer, sin que haya un
aporte bioquímico por el despertar del celo; pero, además, la disposición de
nuestros órganos sexuales nos permite practicar el sexo mirándonos a los ojos.
Los humanos y los bonobos (chimpancés pequeños, matriarcales y pacíficos) nos
parecemos en esta práctica lúdica y afectiva, inusual en el mundo animal.
Y el ojo humano… ¿sabían que es
diferente al del resto de los animales? Su peculiaridad reside en el tamaño de la
esclerótica, el “blanco de los ojos”. Es muy grande en relación con el tamaño
del iris. Este hecho provoca que seamos capaces de enviarnos señales con el
simple movimiento de los ojos, pero también supone una mayor capacidad de
expresión emocional. Los ojos de los humanos son ventanas a los sentimientos.
Por ejemplo, podemos desconocer el idioma de quien tenemos delante, pero
leeremos instintivamente en su mirada la tristeza, la sorpresa, la ira o la
alegría.
La urbanidad es el arte de la
conducta mesurada, ordenada y conveniente. Las convenciones éticas encuentran
su mejor acomodo en unas normas de comportamiento consensuadas, que evitan el
conflicto y procuran una armonía necesaria, imprescindible en sociedad.
Con la buena educación nos
respetamos los unos a los otros y hacemos que nuestro comportamiento sea
previsible, prudente. Relajado.
Pero hay más. Los humanos somos
los seres más complejos que hayan existido jamás, y tenemos en las buenas
maneras una herramienta que nos permite ejercer el fascinante arte de la
seducción. La buena educación es la expresión de la elegancia cotidiana y,
precisamente por constante, por repetida, la buena educación debe nacer de la
naturalidad, no de la impostura.
Es por ello que la buena educación
tiene como principal aliada la sencillez. La afectada exageración de la
cortesía ensucia nuestra imagen, convirtiéndonos en falsarios y pomposos
espantajos recubiertos de un estridente oropel. El comedimiento es el pilar de
toda urbanidad, porque la discreción es un lujo que pocos se pueden permitir.
El dominio del idioma, por ejemplo, nos permite transpirar elegancia sin
necesidad de artificios ni prosopopeyas. El pedante siempre habla de más y no
ejercita el fascinante arte de la escucha.
Es de control de lo que hablo. De
la belleza que emana de lo armonioso. La palabra “cosmética” tiene la misma
raíz que “Cosmos”; en ambos casos se trata de orden. El equilibrio es una
fuerza que moldea los ánimos y genera una fuerza atractiva invisible pero
poderosa. Ello se manifiesta en un hablar calmo, en emplear las palabras y los
gestos adecuados. El dominio de nuestra presencia, de nuestro aspecto, gestos y
expresión, nos hace atractivos. Interesantes.
Y no sólo para los demás; la
mesura nos permite reconocernos con agrado. Todo amor comienza por el amor
propio, y para estar conformes con nosotros mismos necesitamos de concordia en
los adentros del yo, a menudo tumultuoso. La paz interior germinada se
convierte en empatía.
La buena educación nos hace más
iguales delimitando nuestras diferencias. El transcurso del tiempo modula y
matiza el lugar que ocupamos en el estrato social, de tal manera que el alumno
se transforma en maestro, el hijo en padre, el niño en adulto. Cada etapa está
sujeta a unos derechos y obligaciones, pero es importante recordar que las
estructuras sociales no se rigen por comportamientos libertarios ni
democráticos; la vida en sociedad se rige por principios como el respeto y la
obediencia. El alumno aprende y obedece al maestro, no al revés. Los hijos se
adaptan a las normas que sus padres imponen en casa, aunque no les agraden. El
joven trata de usted al mayor, el aprendiz calla cuando habla al maestro. Es el
orden natural de las cosas.
Este ejercicio de autoridad
resulta ineludible, y sólo las ideologías más utópicas han luchado – con
funestos resultados – contra esta exigencia de respeto. Pero la paciencia da dulces
frutos, y quien aprende a respetar será respetado, quien obedece será
obedecido. Tan sólo se necesita experiencia y tiempo.
Lo anterior no merma la dignidad
de toda persona, sea cual sea su edad, status o condición. Pero la buena
educación nos obliga a reconocer el mérito, la edad o la experiencia. El uso
del “usted”, tan en desuso, enriquece nuestra vida porque nos muestra la
sutileza del matiz.
Por último, la buena educación, exclusivamente
humana, no puede escapar de las convenciones sociales. Por consiguiente, lo que
una cultura considera correcto otra lo considerará de mal gusto.
Pondré un ejemplo fantástico: si estoy en España (o Latinoamérica) y
me acerco a unos comensales deseándoles “buen provecho” o “que aproveche” estoy
siendo maleducado ¿Saben la razón?
“Aprovechar”, es un verbo polisémico, con una acepción poco conocida: la del eructo de un niño pequeño. Si digo “que
aproveche”, sin saberlo, estoy deseando un buen regüeldo. Es una expresión que
proviene de nuestro pasado árabe, cuando el eructo en la mesa expresaba satisfacción
por una opípara comida. Al fin y al cabo, tenemos en nuestra cultura
reminiscencias de casi nueve siglos de convivencia con los musulmanes.
Por consiguiente, la buena
educación es un ejercicio de respeto, de empatía, de orden, comedimiento y
control. La cortesía nos hace la vida más amable, más rica por variada, más
refinada. Y no nos vendría mal cuidar los modales en vez de practicar un faso
igualitarismo zafio y ramplón. Reivindico, sí, el uso del usted. La mesura.
La tersura del galanteo.
La tersura del galanteo.
En definitiva, frente a una realidad gris e inmisericordemente
mediocre, propugno que practiquemos el juego del civismo.
¿No están de acuerdo?
Antonio Carrillo
Excelente como siempre, Antonio.
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