viernes, 27 de enero de 2023

El faraón y el oso polar.

 


Ptolomeo II Filadelfo fue faraón de Egipto del 285 a.C. al 246 a.C.

Un faraón extraordinario. No por sus méritos militares, sino por su buen hacer como gobernante. Ptolomeo II convirtió Alejandría en la capital del reino, y financió la construcción del celebérrimo Museion, con sus laboratorios de investigación, la famosa biblioteca, observatorios astronómicos o salas de conferencia. A su llamada acudieron los mayores sabios de su época: el matemático Euclides, el poeta y bibliotecario Apolonio de Rodas, maestro de su heredero, el astrónomo Aristarco, la primera persona en postular que la tierra giraba alrededor del Sol, o el autor de la historia de Egipto, Manetón de Sebenitos. Y muchos más. Alejandría acogió a las mentes más brillantes del mundo en un entorno propicio para el estudio, el debate y la tolerancia.

En esta Alejandría egipcia y griega bullían las artes y las ciencias.

Ptolomeo reunió a setenta sabios judíos que tradujeron al griego el Antiguo Testamento. Culminó la construcción del Faro de Alejandría y fundó enclaves comerciales a lo largo de la costa del Mar Rojo, que le permitieron comerciar con el imperio nabateo y enriquecerse con el tráfico de incienso.

Este faraón melancólico y culto instauró la costumbre de inspeccionar todos los barcos que llegaban a Alejandría buscando libros nuevos. Estableció embajadas en sitios tan distantes como Roma o la India, y sus emisarios recorrieron el mundo conocido con la intención única de comprar textos que engrandecieran su inmensa biblioteca.

Pero si les he traído a Alejandría es porque se trata de un día especial. Hoy se celebra un festival en honor al padre del faraón, al primer Ptolomeo. El historiador Calixeno de Rodas es testigo de todo y lo describe con precisión. Alejandría bulle en una fiesta pública de juegos de atletismo, música y bailes. En un gran pabellón real 130 invitados de excepción se sientan alrededor de una mesa disfrutando de manjares provenientes de todas partes del mundo. Y todo el pueblo espera ansioso la procesión más suntuosa que se haya celebrado jamás y que será recordada por siempre.


A la cabeza de la procesión aparecen los símbolos, como los tirsos rematados por piñas, las varas o un falo gigante de oro, de 50 metros de largo. Sigue un desfile de animales salvajes: leones, leopardos, jirafas, rinocerontes, avestruces… todos ellos provenientes del zoo privado del faraón. Y comienzan las carrozas festivas en honor a Grecia, al divino Alejandro y a los dioses, movidas por cientos de personas. Alrededor, una multitud bulliciosa disfrazada de sátiros, silenos borrachos y ménades alienadas comparten con el público vino, zumo y refrescos. Hay niños con incienso y mirra, un coro inmenso de 600 hombres acompañados por 300 músicos que tañen el arpa. La algarabía es enorme.

Desfilan 57.000 soldados y 23.000 hombres a caballo. Se reparte dinero y artículos de lujo entre el pueblo asistente. Todos participan de la riqueza de Egipto. La gente presencia hipnotizada un espectáculo que dura horas, en el que una maravilla sucede a otra aún mayor. En varias carrozas se representan escenas mitológicas por medio de autómatas gigantes, ingenios mecánicos capaces de moverse y realizar todo tipo de acciones. Calixeno nos describe la figura de una Nisa – la ninfa, hija de Aristeo, que amamantó a Dionisio – de dos metros de alto, engalanada con una túnica amarilla con bordados de oro y envuelta en un manto laconio, que se pone de pie y hace una libación de leche utilizando una pátera de oro. Luego vuelve a sentarse sin ayuda de nadie, por medios mecánicos ocultos a la vista.

¿Autómatas hace 2.200 años? No es la primera noticia que tenemos sobre estas obras fruto del ingenio humano en tiempos tan lejanos. Alejandría estaba repleta de inventores, ingenieros y físicos, hombres como Ctesibio, Filón y Herón, creadores de autómatas. ¿Qué maravillas no se perdieron con su olvido unos siglos más tarde? ¿De qué tratarían los cientos de miles de libros que llenaban los estantes de la biblioteca de Alejandría?

Pero ¿se han fijado? Casi ha pasado desapercibido. Al principio, junto con otros muchos animales exóticos… había un oso enorme de color blanco.

En este Egipto ancestral desfila un oso polar.

Pero esto ¿Cómo es posible?

No lo es, pensará una mayoría. No era un oso polar, sino un oso albino. No podían desfilar osos polares como tampoco era posible saber de la existencia de canguros o llamas.

¿O sí?

Para responder a esta pregunta debemos viajar a un pasado cercano, apenas 30 años. Un pequeño holkas, un sencillo barco griego dedicado al comercio, con no más de 5 tripulantes y apenas 14 metros de eslora, abandona el puerto de Massilia (Marsella). Cuando pensamos en los buques griegos tenemos la imagen de los poderosos trirremes y sus 200 tripulantes, pero los trirremes eran barcos de guerra.

Los aventureros comienzan un periplo hacia el oeste, siguiendo la costa sur de la Galia y del este de Hispania. Es un rumbo extraño que les acerca a un lugar peligroso: el estrecho de Gibraltar.

Los cartagineses controlaban celosamente el estrecho, e impedían la navegación más allá de las columnas de Hércules. Su riqueza dependía del monopolio del estaño procedente del suroeste de la Iberia, a través de la antiquísima colonia de Gadir (Cádiz). Un barco griego sería hundido en estas aguas.

¿Cómo pudo atravesar este pequeño barco? Es posible que aprovechase los conflictos en los que estaban inmersos los cartagineses con los griegos de Sicilia; o quizás atravesó el estrecho en una noche sin luna, aprovechando la oscuridad y amparado en su pequeño tamaño. Lo cierto es que alcanzó las aguas del Atlántico y pudo tomar rumbo norte, en una navegación de cabotaje que bordeaba la costa oeste de la Península Ibérica y el norte de la Galia. En la Bretaña francesa conocieron a un pueblo galo al que llamaron Ostimioi; “los que vivían al final del mundo”.

Pero el mundo no acababa.


Más al norte se dirigieron hacia las islas británicas. De hecho, fueron estos humildes tripulantes los que registraron en sus crónicas griegas el nombre que los lugareños daban a estas islas: Prettaniké. Con el tiempo este nombre derivó a Brittania.

Nunca antes gentes del Mediterráneo habían llegado a estas tierras tan al norte. Se adentraron en lo desconocido y llegaron a unas tierras lejanas que llamaron Tule y que despertó la imaginación de muchos durante generaciones. Tule se convirtió en el epónimo de una tierra desconocida y lejana. Se especula con que Tule fuese Islandia.

Más al norte se encontraron con hielos, en un entorno extraño. Habían cruzado el Círculo Ártico, y el océano se congeló. Grandes islas flotantes de hielo dieron paso a una muralla infranqueable. Tuvieron que volver.

De regreso navegaron por los fiordos noruegos, por las aguas de Alemania y Países Bajos. Consiguieron averiguar la fuentes de un producto casi tan precioso como el estaño: el ámbar. Y tras años de penurias y aventuras, regresaron a Massilia.

Como eran griegos amaban la palabra, y compartían un mismo afán por el conocimiento que pudiese explicar los fenómenos y sus causas. Su líder, con el nombre de Piteas, describió el periplo en un libro que se hizo famoso: sobre el océano.

Piteas había descubierto una ruta que permitía acceder tanto a las minas de estaño como al comercio del ámbar. Pero, además, había sido testigo de maravillas que debía compartir con sus coetáneos. Consciente de la importancia de esta tarea, durante el periplo había documentado escrupulosamente todos los datos e informaciones que pudieran resultar relevantes.

Aunque estudiosos de prestigio como Timeo, Hiparco y Eratóstenes defendieron la veracidad de sus relatos, otros muchos lo acusaron de mentiroso y estafador. Polibio lo definió como un “pobre hombre”, y Estrabón afirmó que Piteas era “el peor mentiroso posible” y que la mayoría de sus escritos eran meras invenciones.

Era una reacción razonable; resultaba difícil creer a Piteas. Su obra estaba repleta de certeras observaciones astronómicas, geográficas, etnológicas u oceanográficas. Piteas fue el primer griego que descubrió que Iberia era una península. Sus observaciones detalladas sobre el sol hicieron posible determinar la posición precisa del polo norte celeste y calcular con bastante precisión la latitud de Massilia. Piteas fue el primero que vinculó las fases de la luna con las mareas e hizo observaciones muy lúcidas sobre costumbres y pautas de comportamiento de las sociedades que descubrió, lo que lo posiciona como uno de los padres de la antropología.

Pero era complicado creerlo porque afirmaba haber sido testigo de cosas imposibles. Por ejemplo, describió un lugar en el que el día duraba seis meses, y la noche otros seis. Había descubierto latitudes en las que el día o la noche duraban apenas dos horas. Desde su barco había visto cómo el sol se negaba a desaparecer del todo por el horizonte, que recorría en una danza inexplicable. También describió un extraño fenómeno en el cielo; unas luces que engalanaban el cielo de colores. Había navegado hasta un lugar donde “la tierra propiamente dicha no existe, ni el mar ni el aire, sino una mezcla de estos elementos…”. Un lugar de hielos en vez de agua.

30 años antes del desfile de Ptolomeo unos navegantes griegos habían sido testigos de la aurora boreal, habían visto la banquisa ártica y habían asistido al maravilloso fenómeno de las noches blancas del verano austral. Lo que para sus compatriotas resultaba difícil de creer nos permite afirmar sin lugar a dudas que Piteas había llegado al Ártico. Y, por consiguiente, es perfectamente posible que un oso polar participase de una procesión en el Egipto faraónico casi medio siglo más tarde.

No lo he dicho; ártico es una palabra griega. Significa oso.

No sabemos prácticamente nada de Piteas. Es posible que organizase nuevas expediciones, que se hiciese inmensamente rico. Su libro se perdió, como tantos otros, y sólo contamos con los comentarios que provocó en otros autores. Durante siglos todo lo que se sabía del norte lejano tenía a Piteas como única fuente directa. Pero sus datos, su análisis y descripciones se quemaron en hogueras y se diluyeron con el paso del tiempo. Como tantas otras maravillas que se apagaron en mil años de oscuridad, superstición y rezos.

Alejandría cayó. Se apagaron la música y el rumor de los debates. El polvo cubrió los laboratorios y se perdió la memoria de un oso blanco enorme. Los autómatas dejaron de despertar el asombro en los niños y todo se hizo más pequeño. Más gris. Y frío.

Hasta que volvió a amanecer.

 

Antonio Carrillo

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