Me gusta viajar en
tren. Y los rieles, pulidos por el uso, perfectos en su simetría de acero.
Me gustan las
estaciones, con sus grandes estructuras metálicas, sus andenes y relojes.
Recuerdo el poema
de Machado:
“Luego, el tren, al caminar,
siempre nos hace soñar.
Lo
molesto es la llegada.”
Lo
que en el avión es violencia y opresión, en el tren es libertad y juego. Y
aventura.
Me
gusta el tren, porque se parece más a mí.
Me explicaré: en el siglo XVIII un pasajero
que viajara en diligencia recorría, como máximo, 7 kilómetros en una hora; y
los animales no siempre galopaban a la máxima velocidad, por mor de acabar
exhaustos. Por consiguiente, las distancias de cientos de kilómetros se
contaban en días y, lógicamente, la hora de llegada no tenía demasiada
importancia. De hecho, 200 kilómetros era una distancia que una mayoría jamás
recorrería en toda su vida.
El tiempo y el espacio estaban así
sometidos a un dictador inflexible: la velocidad y la resistencia del caballo.
Las locomotoras, hijas predilectas de la Revolución
Industrial, superaban sin embargo los 60 kilómetros por hora, avanzando a una
velocidad constante: su corazón de metal no necesitaba descanso alguno; tan
sólo precisaba que se alimentara periódicamente de carbón su estómago de acero.
Un viaje de 200 kilómetros se hacía en poco más de 3 horas. ¿Pueden hacerse una
idea de lo que esto supuso? De repente, el espacio se acortó y la percepción
del tiempo se hizo, con ello, confusa de tan cambiante.
Imagine: en la ciudad de Madrid, eminentes
astrónomos, cerca del Parque del Retiro, junto a la plaza de Atocha, llevan un
cálculo preciso del tiempo solar (real). Pueden atinar en cuestión de segundos,
y con el invento del reloj mecánico, presente en iglesias o ayuntamientos, los
ciudadanos tienen un conocimiento exacto de horas y minutos. Regularmente, un
relojero realiza los ajustes necesarios para que el tiempo mecánico se acomode
al astronómico.
En Valencia, a unos 350 kilómetros, sucede
lo mismo; pero el tiempo solar no coincide con Madrid. Valencia se encuentra al
este, y la diferencia horaria astronómica es significativa. En Valencia amanece
y anochece antes.
Durante el trayecto, las distintas
poblaciones por las que transcurre el tren tienen su propio tiempo ¿Cómo
podemos adaptar nuestro reloj de bolsillo al tiempo real? Si hemos acordado una
cita en Valencia, ¿cómo puedo asegurarme de llegar en hora? ¿La hora real de
Valencia, o la de Madrid?
La velocidad del tren nos enfrentó a este
difícil problema. En un principio, los revisores de los trenes norteamericanos
ponían en hora los relojes, ajustándolos a una ciudad importante, dependiendo
de la línea. Así, había 47 trenes con la hora de Nueva York, 37 con la de
Chicago y 33 sincronizados con la hora de Filadelfia. Esto suponía, pueden
suponerlo, una desorganización fenomenal.
En otoño, en concreto el 11 de octubre de
1883, se reunió en Chicago el primer Congreso General del Tiempo. Los expertos,
reunidos a instancias de los magnates del ferrocarril, optaron por una solución
ingeniosa: dividirían la nación en zonas horarias de 15 grados de anchura. Para
que entiendan la importancia e influencia del ferrocarril, les diré que el
recuento final se hizo en kilómetros de vías férreas: la reforma ganó por
127.000 kilómetros contra 2.758 kilómetros. Curiosa manera de votar.
Un año más tarde,
en Washington, la Conferencia Internacional sobre el primer meridiano
implementó la idea todo a lo largo del planeta. Así, y desde entonces, nuestro
mundo está dividido en 24 husos horarios (24 horas= 1 día)
Por cierto, ¿no se
han preguntado nunca por qué se les denomina "Husos horarios"? La
razón es que, en su forma, las zonas horarias se asemejan al huso de hilar.
Una curiosidad más.
A partir de ahora,
cuando escuchen "una hora menos en...", "hora de....",
piensen en el ferrocarril.
(Parte de los datos provienen del (muy recomendable) ensayo "El fin del principio", obra del astrofísico norteamericana Adam Frank, editado por Ariel)
Antonio Carrillo.
¡Me encanta este blog! Siempre datos curiosos e historias interesantes. Gracias :)
ResponderEliminarGracias a tí, Melisa.
ResponderEliminarA mí también me gusta mucho más viajar en tren que en avión, tengo la suerte de haber hecho dos viajes de interrail, uno por Inglaterra y otro por Europa central, y lo recomiendo de todas todas.
ResponderEliminar¡Bárbaro, Antonio!
ResponderEliminarGracias
Por eso es que hay una cancioncilla infantil que dice: "Viajar en tren, es de lo mejor, se tira el cordel y se para el tren. El conductor, se enojará y mandará a detener el tren. Yo me bajaré en la estación y te invitaré a tomar café."
ResponderEliminarA mí también me encanta viajar en tren y es una lástima que en Chile ya el tren esté siendo desplazado en algunas zonas en lo que a transporte de pasajeros se refiere. Para mí el viaje en tren en un viaje ameno, placentero, relajante, divertido.
-Buenísimo, que interesante es saber esas cosas que damos por sentadas y no nos detenemos muchas veces a preguntarnos su origen. Muchas gracias.
ResponderEliminarGracias a todos.
ResponderEliminarGenial tu poesia y manera de abarcar un tema muy interesante! Yo siempre había imaginado que la división ese venía de los británicos y de Greenwich y no de Washington. Me pregunto cuanto tiempo más durará la conciencia del tiempo que tenemos los que hemos nacido antes del invento de Internet con eso que mi iPhone ya se actualiza solo en cada nuevo lugar y ni tengo que pensar qué diferencia horaria hay.
ResponderEliminarY sí viajar en tren o en barco es el mejor!